1.
¿Encontraría
a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la
rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de
ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las
formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a
veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de
hierro, inclinada sobre el agua. Y era tan natural cruzar la calle,
subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y
acercarme a la Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de
que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas, y que
la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel
rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de
dentífrico.
Pero
ella no estaría ahora en el puente. Su fina cara de translúcida
piel se asomaría a viejos portales en el ghetto del Marais, quizá
estuviera charlando con una vendedora de papas fritas o comiendo una
salchicha caliente en el boulevard de Sébastopol. De todas maneras
subí hasta el puente, y la maga no estaba. Ahora la maga no estaba
en mi camino, y aunque conocíamos nuestros domicilios, cada hueco de
nuestras dos habitaciones de falsos estudiantes en París, cada
tarjeta postal abriendo una ventanita Braque o Ghirlandaio o Max
Ernst contra las molduras baratas y los papeles chillones, aun así
no nos buscaríamos en nuestras casas. Preferiríamos encontrarnos en
el puente, en las terrazas de un café, en un cine-club o agachados
junto a un gato en cualquier patio del barrio latino. Andábamos sin
buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos. Oh Maga, en
cada mujer parecida a vos se agolpaba como un silencio ensordecedor,
una pausa filosa y cristalina que acababa por derrumbarse
tristemente, como un paraguas mojado que se cierra. Justamente un
paraguas, Maga, te acordarías quizá de aquel paraguas viejo que
sacrificamos en un barranco del Parc Montsouris, un atardecer helado
de marzo. Lo tiramos porque lo habías encontrado en la Place de la
Concorde, ya un poco roto, y lo usaste muchísimo, sobre todo para
meterlo en las costillas de la gente en el metro y en los autobuses,
siempre torpe y distraída y pensando en pájaros pintos o en un
dibujito que hacían dos moscas en el techo del coche, y aquella
tarde cayó un chaparrón y vos quisiste abrir orgullosa tu paraguas
cuando entrábamos en el parque, y en tu mano se armó una catástrofe
de relámpagos fríos y nubes negras, jirones de tela destrozada
cayendo entre destellos de varillas desencajadas, y nos reíamos como
locos mientras nos empapábamos, pensando que un paraguas encontrado
en una plaza debía morir dignamente en un parque, no podía entrar
en el ciclo innoble del tacho de basura o del cordón de la vereda;
entonces yo lo arrollé lo mejor posible, lo llevamos hasta lo alto
del parque, cerca del puentecito sobre el ferrocarril, y desde allí
lo tiré con todas mis fuerzas al fondo de la barranca de césped
mojado mientras vos proferías un grito donde vagamente creí
reconocer una imprecación walkyria. Y en el fondo del barranco se
hundió como un barco que sucumbe al agua verde, al agua verde y
procelosa, a la mer
qui est plus félonesse en été qu´en hiver, a
la ola pérfida, Maga, según enumeraciones que detallamos largo
rato, enamorados de Joinville y del parque, abrazados y semejantes a
árboles mojados o a actores de cine de alguna pésima película
húngara. Y quedó entre el pasto, mínimo y negro, como un insecto
pisoteado. Y no se movía, ninguno de sus resortes se estiraba como
antes. Terminado. Se acabó. Oh Maga, y no estábamos contentos (…)
Julio
Cortázar. “Rayuela”. Alianza Editorial, Madrid, 1987.
No hay comentarios:
Publicar un comentario