I
Desde
su agujero de arcilla escuchó el eco de las voces que lo llamaban y,
como si de grillos se tratara, intentó ubicar a cada hombre dentro
de los límites del olivar. Berreos como jaras calcinadas. Tumbado
sobre un costado, su cuerpo en forma de zeta se encajaba en el hoyo
sin dejarle apenas espacio para moverse. Los brazos envolviendo las
rodillas o sirviendo de almohada, y tan sólo una mínima hornacina
para el morral de las provisiones. Había dispuesto una tapadera de
varas de poda sobre dos ramas gruesas que hacían las veces de vigas.
Tensó el cuello y dejó suspendida la cabeza para poder escuchar con
mayor claridad y, entrecerrando los ojos, aguzó el oído en busca de
la voz que le había obligado a huir. No la encontró, ni tampoco
distinguió ladridos y eso le alivió porque sabía que sólo un
perro bien adiestrado podría descubrir su guarida. Un perdiguero o
un buen trufero cojo. Quizá un sabueso inglés, uno de esos animales
de cortas patas leñosas y orejas lacias que había visto una vez en
un periódico llegado de la capital.
Por
suerte para él, el llano no daba para exotismos. Allí sólo había
galgos. Carnes escurridas sobre largos huesos. Animales místicos que
corrían tras las liebres a toda velocidad y que no se detenían a
olfatear porque habían sido arrojados a la Tierra con el único
mandato de la persecución y el derribo (…)
Jesús
Carrasco. “Intemperie”. 2013, Círculo de Lectores.
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