SÁBADO
Se
han marchado todos. Han salido al cine unos, mi mujer de compras, la
chica con el novio. La casa está vacía, pero se escucha la huella
de su presencia y la deuda del regreso. Guardo en el bolsillo el
pañuelo con que mi hija se sonó antes de partir y puedo percibir el
perfume de las lilas que compramos juntos hace unas horas en la
mañana del sábado. Todavía ondea, de otra parte, el aroma
moribundo del guisado bajo el imperio del detergente que ha dejado en
ayunas la cocina. No sé bien qué hacer. Bastaría levantarme de la
silla para conjurar su impertinencia en ese ámbito donde se convoca
la paz naturalmente y yo, a fin de cuentas, como observador, quedaría
exento de ser enumerado entre los habitantes del piso. He rehusado
salir para redactar unos folios, pero una vez aquí soy consciente de
la imperfección y la redundancia del proyecto. ¿Voy a escribir
sobre lo que existe por sí mismo? ¿Voy a repetir mutilando de
atributos aquello que auntónomamente pervive y no solicita
asistencia? La casa se encuentra en equilibrio y ni siquiera el ruido
del teclado alcanza a desbaratar su estado. Cada vez que detengo las
pulsaciones se impone un silencio lento y un poder que no llego a
rozar abate la voluntad de incidir todavía en su curso. La familia
abastece y desprovee el destino de estos tabiques en los que ahora, a
solas, descubro separados de mi decisión. Debería, de acuerdo con
la marca que se manifiesta en esta calma, cesar de escribir y rehuir
la pretensión de una soledad adueñada. En este punto comprendo que
sería coherente incorporarme y permitir que las circunstancias
siguieran porque soy yo el único que interfiere con mi pugna.
Suspendo por tanto las pulsaciones y escucho. ¿Para qué escribir?
Bastaría asumir la evidencia. Dejarla manar y recibirla, poner oído
y vista a su transcurso. La escritura no produce más efecto que
desarreglar el orden o arrogarse el falso derecho a reordenar y, de
esta manera, justificar las culpas. ¿Me justifico? Nadie me requiere
para escribir. ¿Mi mujer disponiendo las lilas para el salón? ¿Mi
hija acogiendo el pañuelo para sonarse confiadamente? ¿Yo
redimiéndome?
Alguna
solicitud existe desde un centro ignorado que me mantiene ante las
teclas. Pero el teclado no es nada sin mí y es todo sin mí también,
aunque se comporta como el remedo de un órgano de existencia
recíproca y abandonarlo significa dejarme enfermar más. Ésta es la
medrosa y mejor razón por la que escribo: el motivo probable de
perseguir alivio y diferencia en medio de una estación que no
demanda. Cada objeto se encuentra ajustado a su emplazamiento, los
paños de cocina pendiendo de los adhesivos de plástico, las
servilletas plegadas en el cajón, las sábanas y las colchas
acopladas y llanas. Deambulo por el pasillo y los cuartos, y uno a
uno los enseres viven ajenos a mi comportamiento. El único que
pretende alterar la continuidad de la materia soy yo escribiendo.
Nadie me reclama. Mis hijos en el cine o mi mujer seleccionando una
compra encuentran la avenencia entre lo que pretenden y consiguen.
Soy yo el intruso que, en este retablo de personas y objetos, se
erige en vano perturbador. Pero ¿cómo compartibilizar la tarea de
escribir con una apariencia coordinada? ¿Cómo ajustar la
innecesaria necesidad de escribir con la inmejorable especie del
silencio? ¿Escribir? ¿Escribir otra vez?
Son
ya las siete y cuarto de la tarde y la luz ha decrecido. Por la
derecha el papel se extiende una claridad raída, visiblemente
deducida del pasado. Me asomo a contemplar las hileras de coches que
en direcciones opuestas se detienen ante el semáforo. Ninguno de sus
ocupantes escribe. Escuchan la fluencia de la radio, respetan como
animales adiestrados la sucesión de señales, se comportan según un
modelo de concordia que excluye el instinto de escribir. Para mi
mujer, para mis hijos, sería equivalente un padre de familia con
empeños de cualquier otro género. ¿Por qué permanecer aquí, a
riesgo de ser juzgado y condenado por todos y, en primer lugar, por
uno mismo? La escritura es arrogancia. Deseos de no aceptar que en la
oscuridad de un cine, o en la inundación del amor, la vida siempre
es más dúctil y benévola que la merecida penitencia de lo que se
ha escrito. Ahora mismo ha sonado el timbre. No son ellos. Se trata
de alguien que ha equivocado el piso. No tengo otro remedio que
continuar aquí.
Vicente
Verdú. “Cuentos de matrimonios”. 2000, Anagrama
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