Frente al silencio.

Frente al silencio.

martes, 8 de enero de 2019

Vicente Verdú




SÁBADO


      Se han marchado todos. Han salido al cine unos, mi mujer de compras, la chica con el novio. La casa está vacía, pero se escucha la huella de su presencia y la deuda del regreso. Guardo en el bolsillo el pañuelo con que mi hija se sonó antes de partir y puedo percibir el perfume de las lilas que compramos juntos hace unas horas en la mañana del sábado. Todavía ondea, de otra parte, el aroma moribundo del guisado bajo el imperio del detergente que ha dejado en ayunas la cocina. No sé bien qué hacer. Bastaría levantarme de la silla para conjurar su impertinencia en ese ámbito donde se convoca la paz naturalmente y yo, a fin de cuentas, como observador, quedaría exento de ser enumerado entre los habitantes del piso. He rehusado salir para redactar unos folios, pero una vez aquí soy consciente de la imperfección y la redundancia del proyecto. ¿Voy a escribir sobre lo que existe por sí mismo? ¿Voy a repetir mutilando de atributos aquello que auntónomamente pervive y no solicita asistencia? La casa se encuentra en equilibrio y ni siquiera el ruido del teclado alcanza a desbaratar su estado. Cada vez que detengo las pulsaciones se impone un silencio lento y un poder que no llego a rozar abate la voluntad de incidir todavía en su curso. La familia abastece y desprovee el destino de estos tabiques en los que ahora, a solas, descubro separados de mi decisión. Debería, de acuerdo con la marca que se manifiesta en esta calma, cesar de escribir y rehuir la pretensión de una soledad adueñada. En este punto comprendo que sería coherente incorporarme y permitir que las circunstancias siguieran porque soy yo el único que interfiere con mi pugna. Suspendo por tanto las pulsaciones y escucho. ¿Para qué escribir? Bastaría asumir la evidencia. Dejarla manar y recibirla, poner oído y vista a su transcurso. La escritura no produce más efecto que desarreglar el orden o arrogarse el falso derecho a reordenar y, de esta manera, justificar las culpas. ¿Me justifico? Nadie me requiere para escribir. ¿Mi mujer disponiendo las lilas para el salón? ¿Mi hija acogiendo el pañuelo para sonarse confiadamente? ¿Yo redimiéndome?
Alguna solicitud existe desde un centro ignorado que me mantiene ante las teclas. Pero el teclado no es nada sin mí y es todo sin mí también, aunque se comporta como el remedo de un órgano de existencia recíproca y abandonarlo significa dejarme enfermar más. Ésta es la medrosa y mejor razón por la que escribo: el motivo probable de perseguir alivio y diferencia en medio de una estación que no demanda. Cada objeto se encuentra ajustado a su emplazamiento, los paños de cocina pendiendo de los adhesivos de plástico, las servilletas plegadas en el cajón, las sábanas y las colchas acopladas y llanas. Deambulo por el pasillo y los cuartos, y uno a uno los enseres viven ajenos a mi comportamiento. El único que pretende alterar la continuidad de la materia soy yo escribiendo. Nadie me reclama. Mis hijos en el cine o mi mujer seleccionando una compra encuentran la avenencia entre lo que pretenden y consiguen. Soy yo el intruso que, en este retablo de personas y objetos, se erige en vano perturbador. Pero ¿cómo compartibilizar la tarea de escribir con una apariencia coordinada? ¿Cómo ajustar la innecesaria necesidad de escribir con la inmejorable especie del silencio? ¿Escribir? ¿Escribir otra vez?
      Son ya las siete y cuarto de la tarde y la luz ha decrecido. Por la derecha el papel se extiende una claridad raída, visiblemente deducida del pasado. Me asomo a contemplar las hileras de coches que en direcciones opuestas se detienen ante el semáforo. Ninguno de sus ocupantes escribe. Escuchan la fluencia de la radio, respetan como animales adiestrados la sucesión de señales, se comportan según un modelo de concordia que excluye el instinto de escribir. Para mi mujer, para mis hijos, sería equivalente un padre de familia con empeños de cualquier otro género. ¿Por qué permanecer aquí, a riesgo de ser juzgado y condenado por todos y, en primer lugar, por uno mismo? La escritura es arrogancia. Deseos de no aceptar que en la oscuridad de un cine, o en la inundación del amor, la vida siempre es más dúctil y benévola que la merecida penitencia de lo que se ha escrito. Ahora mismo ha sonado el timbre. No son ellos. Se trata de alguien que ha equivocado el piso. No tengo otro remedio que continuar aquí.





Vicente Verdú. “Cuentos de matrimonios”. 2000, Anagrama

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