PICAZO
Los perros corren con el ganado.
Zigzaguean de un lado para otro. Con la nariz cerca del suelo, pegada
al olor de un rastro. Pequeñas hogueras dispersas en campo abierto.
Un potro muy menudo ―picazo
y de ojos azules―
se ha prendado de mí en la ciudad y me ha seguido hasta aquí. Ha
venido corriendo como si me conociera. Soy muy flaco, estoy
bronceado, voy descalzo, tengo quizá trece años. Estoy estirando
una camiseta sobre mis costillas huesudas. Este potrito (no es un
poni) es como un perro en sus muestras de afecto. Me mira
directamente a la cara con una muda interrogación. No sé si está
hambriento o no. No parece que esté buscando comida. Está lo
bastante rollizo. Es de un color beige claro, con manchas blancas
irregulares, como un pinto. Hace ya un calor abrasador y apenas ha
salido el sol. De repente hay gente alrededor. Todos parecen llenos
de energía e intención: resueltos. Se traen algo entre manos. Todas
las chicas me conocen como si fuera su hermano. Van de una hoguera a
otra con bultos de ropa, como si hicieran las maletas para un viaje.
Nadie está triste. Nadie se lamenta. (Yo suelo estar
inexplicablemente triste cuando hago la maleta.) Todos son jóvenes,
por debajo de los treinta. No hay música. No hablan. Parece un
acuerdo tácito del que estoy excluido. Las colinas circundantes son
desoladas y todo parece como en mitad de Dakota del Sur, cerca de
Kadoka. No hay amenazas alrededor. Estamos solos. Ganado negro
salpica el paisaje y se desplaza a través del humo, fuera y dentro
de las hogueras. Ninguno de los becerros berrea. No hay cerca. No hay
alambrada. Todos vamos juntos hacia alguna parte. Me siento más
fuerte de lo que nunca me sentiré.
UNA
CHICA QUE CONOZCO
Ahora
no hay garantía contra estas pesadillas. Me limito a dejar que
aparezcan. Todas las mañanas a las 4.22 exactamente. Oscuro. He
dejado una ventana abierta solo para que entre el frío aire nocturno
y darles una salida a los demonios. Los demonios. La luna está en la
ventana ahora. Ahí, brillando detrás de las cortinas. Con una
amplia sonrisa. Se ha desplazado para darme directamente en la cara.
Oigo a los perros que roncan en la cocina como los viejos. Como los
viejos cuando se quedan dormidos, con tazas de té colgando de sus
dedos índices delante de un fuego encendido. Esta vez soy yo el que
está alto en un sofá sobre los acantilados que dominan Los Ángeles.
Reconozco el lugar. Es temprano. Una urbanización antigua, como de
bungalows, con un yeso calizo que se descascarilla. Me lo alquila una
chica que conozco. Una chica que conozco me deja ocupar un cuartito
que insiste en que perteneció a James Dean antes de que se hiciera
famoso. Esta vez estoy fuera, tendido sobre un sofá rojo de vinilo,
rodeado de cámaras dolly. Totalmente circundado. Varios operadores
con su gorra de béisbol y la visera hacia atrás (¿quién fuel al
primero al que se le ocurrió?). Dan vueltas alrededor, con los ojos
succionados por el ocular de goma de las cámaras Rolleiflex. Pero en
realidad no están filmando. Yo soy el público, supongo. Les veo
<<simular que ruedan>> paisajes urbanos pintados con
delicadeza: murales sobre láminas de contrachapado y lona. Dibujos
al pastel rosa, azul y amarillo descoloridos. Todo tenue. Cambian de
posición todo el rato. Los maquinistas sudan copiosamente mientras
empujan a toda velocidad a los cámaras sentados. De vez en cuando se
paran de repente y hacen un zoom muy cerrado de los murales antes de
pasar al siguiente. Las puntas de eucaliptos gigantescos se mecen
lánguidas en segundo plano. Abajo, a lo lejos, en el valle, se
divisa el zigzagueo de la autopista de Santa Mónica. Aquí arriba
unos sinsontes revolotean de un árbol a otro en el calor reciente.
De pronto, mi sofá empieza a arder. Una chica que conozco huye
corriendo.
Sam
Shepard. “Yo por dentro”. 2018, Anagrama
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