Frente al silencio.

Frente al silencio.

viernes, 20 de octubre de 2017

Truman Capote




EL SEÑOR JONES



      En el invierno de 1945 viví varios meses en una pensión de Brooklyn. No era un lugar sucio, sino una casa agradablemente amueblada, de vieja piedra arenisca, mantenida con una limpieza de hospital por sus dueñas, dos hermanas solteras.
      El señor Jones vivía en la habitación contigua a la mía. Mi cuarto era el más pequeño de la casa y el suyo el más amplio, una hermosa habitación soleada, lo que estaba muy bien, porque el señor Jones jamás salía de ella: todo lo que necesitaba, la comida, la compra, el lavado de ropa, era atendido por las maduras patronas. Además, no le faltaban visitas; por lo general, una media docena de personas diferentes, hombres y mujeres, jóvenes, viejas, de mediana edad, frecuentaban diariamente su habitación desde por la mañana temprano hasta últimas horas de la tarde. No era traficante de drogas ni adivino; no, iban simplemente a hablar con él y, por lo visto, le daban pequeñas sumas de dinero a cambio de su conservación y consejo. De no ser así, carecía de medios aparentes de subsistencia.
      Nunca tuve ocasión de hablar con el señor Jones, circunstancia que desde entonces he lamentado a menudo. Era un hombre guapo, de unos cuarenta años. Esbelto, de pelo negro y rostro distinguido: cara pálida y descarnada, pómulos salientes y un pequeño antojo en la mejilla izquierda, una mancha carmesí en forma de estrella. Llevaba gafas con montura de oro y cristales ahumados: era ciego, y también inválidos; según las hermanas, el uso de las piernas le fue arrebatado por un accidente de la infancia, y no podía desplazarse sin muletas. Siempre iba vestido con un traje de tres piezas gris oscuro o azul, muy bien planchado y una corbata discreta: como si estuviera a punto de salir para una oficina de Wall Street.
      Sin embargo, como digo, nunca abandonaba sus dominios. Simplemente se quedaba en su alegre habitación, sentado en una cómoda butaca, y recibía visitas. Yo no tenía idea de por qué iban a verlo aquellas personas de aspecto más bien ordinario, ni de qué hablaban, y estaba demasiado preocupado con mis propios asuntos como para sentir mucha curiosidad. Cuando pensaba en ello, me figuraba que sus amigos habían encontrado en él a un hombre inteligente y amable, que sabía escuchar y a quien se confiaban y consultaban sus problemas: una mezcla entre sacerdote y terapeuta.
      El señor Jones tenía teléfono. Era el único inquilino con línea particular. Sonaba constantemente, a menudo después de medianoche y a horas muy tempranas, como las seis de la mañana.
      Me mudé a Manhattan. Algunos meses después volví a la pensión para recoger una caja de libros que dejé allí guardados. Mientras las patronas me ofrecían té y pastas en su <<salón>> de cortinas de encaje, pregunté por el señor Jones.
      Las dos bajaron los ojos. Carraspeando, una de ellas dijo:
       ―Eso está en manos de la policía.
      La otra explicó:
      ―Hemos dado parte de él como persona desaparecida.
      La primera añadió:
      ―El mes pasado, hace veintiséis días, mi hermana subió el desayuno al señor Jones, como de costumbre. No estaba. Todas sus pertenencias seguían allí. Pero él se había marchado.
     ―Qué raro.
     ―...que un hombre totalmente ciego, un inválido paralítico...
      Pasan diez años.
      Ahora es una tarde de diciembre, hay quince grados bajo cero, y estoy en Moscú. Viajo en un vagón del metro. Sólo hay otros pocos pasajeros. Uno de ellos es un hombre sentado frente a mí, que lleva botas, un abrigo grueso y largo y un gorro de piel de estilo ruso. Tiene ojos brillantes y azules, como de pavo real.
      Tras un momento de duda, lo miro embobado porque aun sin las gafas oscuras no hay equivocación posible ante ese rostro distinguido y descarnado, con sus pómulos salientes y el antojo carmesí en forma de estrella.
      Me dispongo a cruzar el pasillo y hablarle cuando el tren llega a una estación, y el señor Jones, sobre un par de espléndidas y robustas piernas, se levanta y sale del vagón. Rápidamente, la puerta se cierra tras él.










Truman Capote. “Música para camaleones”. 1988, Editorial Anagrama.



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