EL
SEÑOR JONES
En
el invierno de 1945 viví varios meses en una pensión de Brooklyn.
No era un lugar sucio, sino una casa agradablemente amueblada, de
vieja piedra arenisca, mantenida con una limpieza de hospital por sus
dueñas, dos hermanas solteras.
El
señor Jones vivía en la habitación contigua a la mía. Mi cuarto
era el más pequeño de la casa y el suyo el más amplio, una hermosa
habitación soleada, lo que estaba muy bien, porque el señor Jones
jamás salía de ella: todo lo que necesitaba, la comida, la compra,
el lavado de ropa, era atendido por las maduras patronas. Además, no
le faltaban visitas; por lo general, una media docena de personas
diferentes, hombres y mujeres, jóvenes, viejas, de mediana edad,
frecuentaban diariamente su habitación desde por la mañana temprano
hasta últimas horas de la tarde. No era traficante de drogas ni
adivino; no, iban simplemente a hablar con él y, por lo visto, le
daban pequeñas sumas de dinero a cambio de su conservación y
consejo. De no ser así, carecía de medios aparentes de
subsistencia.
Nunca
tuve ocasión de hablar con el señor Jones, circunstancia que desde
entonces he lamentado a menudo. Era un hombre guapo, de unos cuarenta
años. Esbelto, de pelo negro y rostro distinguido: cara pálida y
descarnada, pómulos salientes y un pequeño antojo en la mejilla
izquierda, una mancha carmesí en forma de estrella. Llevaba gafas
con montura de oro y cristales ahumados: era ciego, y también
inválidos; según las hermanas, el uso de las piernas le fue
arrebatado por un accidente de la infancia, y no podía desplazarse
sin muletas. Siempre iba vestido con un traje de tres piezas gris
oscuro o azul, muy bien planchado y una corbata discreta: como si
estuviera a punto de salir para una oficina de Wall Street.
Sin
embargo, como digo, nunca abandonaba sus dominios. Simplemente se
quedaba en su alegre habitación, sentado en una cómoda butaca, y
recibía visitas. Yo no tenía idea de por qué iban a verlo aquellas
personas de aspecto más bien ordinario, ni de qué hablaban, y
estaba demasiado preocupado con mis propios asuntos como para sentir
mucha curiosidad. Cuando pensaba en ello, me figuraba que sus amigos
habían encontrado en él a un hombre inteligente y amable, que sabía
escuchar y a quien se confiaban y consultaban sus problemas: una
mezcla entre sacerdote y terapeuta.
El
señor Jones tenía teléfono. Era el único inquilino con línea
particular. Sonaba constantemente, a menudo después de medianoche y
a horas muy tempranas, como las seis de la mañana.
Me
mudé a Manhattan. Algunos meses después volví a la pensión para
recoger una caja de libros que dejé allí guardados. Mientras las
patronas me ofrecían té y pastas en su <<salón>> de
cortinas de encaje, pregunté por el señor Jones.
Las
dos bajaron los ojos. Carraspeando, una de ellas dijo:
―Eso
está en manos de la policía.
La
otra explicó:
―Hemos
dado parte de él como persona desaparecida.
La
primera añadió:
―El
mes pasado, hace veintiséis días, mi hermana subió el desayuno al
señor Jones, como de costumbre. No estaba. Todas sus pertenencias
seguían allí. Pero él se había marchado.
―Qué
raro.
―...que
un hombre totalmente ciego, un inválido paralítico...
Pasan
diez años.
Ahora
es una tarde de diciembre, hay quince grados bajo cero, y estoy en
Moscú. Viajo en un vagón del metro. Sólo hay otros pocos
pasajeros. Uno de ellos es un hombre sentado frente a mí, que lleva
botas, un abrigo grueso y largo y un gorro de piel de estilo ruso.
Tiene ojos brillantes y azules, como de pavo real.
Tras
un momento de duda, lo miro embobado porque aun sin las gafas oscuras
no hay equivocación posible ante ese rostro distinguido y
descarnado, con sus pómulos salientes y el antojo carmesí en forma
de estrella.
Me
dispongo a cruzar el pasillo y hablarle cuando el tren llega a una
estación, y el señor Jones, sobre un par de espléndidas y robustas
piernas, se levanta y sale del vagón. Rápidamente, la puerta se
cierra tras él.
Truman
Capote. “Música para camaleones”. 1988, Editorial Anagrama.
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