Fragmentos:
En
lo primero que pensé al despertar fue en el perro y bajé
tambaleándome de la cama. Me remojé la cara y miré por la ventana
que daba al sur. Era un día de los que reconcilian el alma. La
tormenta había lavado y enjuagado el mundo. El mar era un inmenso
pastel de arándanos y el cielo estaba tan brillante como el manto de
la Virgen. Percibía la fragancia de los pinos y el aire salado, y
podía ver las islas de Santa Bárbara, a sesenta kilómetros de
distancia, cabalgando en el horizonte como un banco de ballenas
azules. Era el típico día que torturaba a un escritor, tan hermoso
que tenía la certeza de que le despojaría de ambición y sofocaría
cualquier idea nacida de su cerebro.
Harriet
estaba haciendo café cuando entré a la cocina. Estaba radiante.
―¡Se
ha ido! ―exclamó
sonriendo.
Necesitaba
más pruebas, tenía que verlo por mis propios ojos, y salí. No
había ni rastro del animal. Atravesé el césped bajo los pinos
goteantes y miré por encima del muro. Inspeccioné el garaje, el
cercado de los animales, e incluso la vieja y destrozada caravana que
en años anteriores había sido el refugio de mis bullterriers. Allí
encontré algo que me hizo caer en un dulce sentimentalismo. Era un
viejo bate de béisbol, mordisqueado a medias por mi difunto Rocco,
que adoraba devorar bates, especialmente por el mango, donde podía
saborear el sudor de las manos de mis hijos.
El
desayuno estaba listo cuando volví a la casa. Me tomé un café,
encendí el primer cigarrillo y sentí en la psique la primera chispa
de una premonición. Aquel condenado perro andaba todavía por allí.
No estaba escrito que pudiera librarme de él tan fácilmente. El
hijo de puta no se había ido. Una intuición todopoderosa me obligó
a levantarme de la silla. Estaba allí, debajo de aquel mismo techo.
La premonición me dirigió hacia el ala norte de la casa, a la
habitación de Jamie.
Abrí
la puerta silenciosamente y miré dentro. Estaban los dos dormidos,
cada uno en su lado, el brazo de la Jamie alrededor del cuello del
perro y los dos roncando. Me gustó lo que vi. Me gustaba que los
jóvenes durmieran con perros. Esa lo más cerca de Dios que estarían
en toda su vida. Cerré la puerta y volví a la cocina.
―Jamie
tiene un invitado.
―No
será ese horrible chico de los Shaw ―dijo
Harriet.
―Peor
que eso.
Levantó
los ojos del volumen de Bernard Shaw y tropezó con mi mirada.
―¿El
de los Castallani?
―El
perro.
Harriet
tembló y la taza se agitó en su mano mientras tomaba un sorbo
―No
puedo pensar en eso ahora ―dijo,
derramando café en el libro al dejar la taza―.
Tengo que leer todo esto, todas las obras. ¿Has leído alguna vez
una obra de Bernard Shaw? ―Se
apretó los ojos con la mano―.
¡Por favor, no me hables del perro!
***
Con
fama de loco, atormentado por las úlceras, ausente de todas las
reuniones de Gremio de Escritores, visto con regularidad en la tienda
de licores y en la Oficina de Empleo. O paseando por la playa con un
perro enorme, imbécil y peligroso. Auténtico plasta en las fiestas,
hablando de los viejos tiempos. Se emborracha todas las noches viendo
programas de entrevistas por la tele. Peleado con su agente y
actualmente sin representante. Habla obsesivamente de Roma. Vaga sin
rumbo por su patio, cascando pelotas de golf con un hierro nueve.
Despreciado por sus cuatro hijos. El mayor de los varones desprecia a
la raza blanca y se casaría con una negra. El mediano recibe
prestaciones del Estado mientras trata de ser actor. El menor es
demasiado joven para contribuir a la desintegración de la familia.
La hija, enamorada de un golfo que hace surf. La leal esposa atiende
a sus necesidades personales preparándole saludables comidas a base
de natillas y huevos pasados por agua, y le acompaña frecuentemente
al cuarto de baño.
Encendí
una pipa, salí al patio y me desplomé en una silla. La calurosa
noche estaba muy silenciosa en apariencia, pero al fondo se oían el
violento bramido de la pleamar, el chirrido de los grillos, el
gorjear de los pájaros inquietos, los chillidos de las ardillas, el
rugido de los aviones que pasaban veloces como el rayo, los
chasquidos de los pinos y la fantasmagórica sensación de que el
aire se había incendiado.
Otra
vez me asediaba el insoluble y fundamental interrogante de mi vida.
¿Qué diantres hacía yo en este pequeño planeta? ¿Cincuenta y
cinco años para esto? Era absurdo. ¿A qué distancia estaba Roma?
¿A doce horas? Nápoles también estaba bien. Positano. Ischia. ¿Era
éste el final de mi vida, una casa en forma de Y en Point Dume? No
podía creerlo. Dios me tomaba el pelo.
Idiota
salió de la oscuridad con pasos sigilosos. Me miró la pierna que
tenía colgando, me miró a mí y calculó las posibilidades. Y trató
de sentarse a horcajadas en la pierna. Se la quité de debajo.
Desilusionado, apoyó el hocico en mi muslo y le acaricié el
pescuezo. Necesitaba ayuda. ¡Dios bendito, si aquel perro pudiera
hablar! ¡Si hubiera podido hablar con mi hermano Rocco, qué
diferente habría podido ser mi vida!
***
John
Fante. “Al oeste de Roma”. 2015, Editorial Anagrama.
No hay comentarios:
Publicar un comentario