VII
A
Antonio Beltrán
TAN
cerca ya, mujer, tu advenimiento,
te
sueño como un pájaro dorado
surcando
amaneceres,
realidades,
desabrochada
el alba y deseosa
de
arrancarle a la noche su ceguera.
Sediento
estoy de luz,
tan
cerca ya.
Sedienta
está la luz de iluminarte,
de
reflejarse en ti, de regresarse
renovada
y henchida de tu nombre.
Y
tú serás el mar que colme nuestra sed,
serás
el mar y el aire y la mañana,
y
como un mar vendrás,
coronada
de espuma,
inundando
el silencio de las cosas
con
el murmullo blanco de tu cuerpo.
Igual
que un mar salobre, inabarcable,
me
asumirás al fin bajo tus aguas,
y
desde allí veré sobrevolarme
al
pájaro dorado de los amaneceres,
surcando
realidades en lo alto,
sediento
tu cuerpo, como una vez yo estuve.
IV
(Autorretrato)
A
Rafael García y María Ángeles Rebollo
Plural
todo, plural
Pedro
Salinas
ME
acecho en los espejos,
procuro
ver quién más habita esta mirada
confusa
por la luz,
quién
trenza mis palabras,
quién
mis actos.
Y
aunque ya sé que es otro quien me vive,
quien
me sueña detrás de la conciencia,
necesito
de ti para significar,
como
del aire el pájaro,
como
la muerte al fin nos necesita vivos
para
llamarse muerte y alejarnos.
Me
acecho en los espejos,
huyo,
me
doy la espalda,
no
alcanzo a ver quién más habita esta mirada
confusa
por la luz,
y
me acerco de nuevo hacia mí mismo
y
unos ojos de azogue me devuelven
mi
inconcreción,
al
fin, la incertitud
de
no llegar jamás a conocerme.
VIII
(Ruinas)
YA
no me queda nada que decirme,
lo
dije todo ayer, mientras dormía,
mientras
que la ciudad se miraba al espejo
y
se atusaba el pelo con gesto de añoranza.
Lo
dije todo ayer,
alguien
lo dijo
por
mí mientras dormía y las madres del mundo
limaban
las esquinas de la noche.
Ya
no me queda nada, no, tan sólo
esta
corporeidad
que
repta entre las sábanas,
este
abismo de luz en el que caigo
en
cada despertar;
estos
versos, si acaso.
Adónde
van los sueños
cuando
la orquesta calla y el silencio
ensordece
mi oído.
Quiero
ir con ellos, sí, quiero seguirlos
allá
donde me lleven, allá donde
la
música no sea interrumpida
por
el último grito de algún hijo
que
ha sido devorado por su madre:
la
ciudad.
Ya
lo dije todo ayer,
alguien
habló por mí mientras dormía,
y
ahora sólo quedan estas calles
desconocidas,
este
laberinto
en
el que ni siquiera alcanzo a recordar
si
le persigo yo o es él quien me persigue.
Javier
Vela. "La hora del crepúsculo". Premio Adonais 2003,
Ediciones Rialp.
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