Fragmento:
La
idea de la muerte llega siempre con paso de lobo, con andares de
culebra, como todas las peores imaginaciones. Nunca de repente llegan
las ideas que nos trastornan; lo repentino ahoga unos momentos, pero
nos deja, al marchar, largos años de vida por delante. Los
pensamientos que nos enloquecen con la peor de las locuras, la de la
tristeza, siempre llegan poco a poco y como sin sentir, como sin
sentir invade la niebla los campos, o la tisis los pechos. Avanza,
fatal, incansable, pero lenta, despaciosa, regular como el pulso. Hoy
no la notamos; a lo mejor mañana tampoco, ni pasado mañana, ni en
un mes entero. Pero pasa ese mes y empezamos a sentir amarga la
comida, como doloroso el recordar; ya estamos picados. Al correr de
los días y las noches nos vamos volviendo huraños, solitarios; en
nuestra cabeza se cuecen las ideas, las ideas que han de ocasionar el
que nos corten la cabeza donde se cocieron, quién sabe si para que
no siga trabajando tan atrozmente. Pasamos a lo mejor hasta semanas
enteras sin variar; los que nos rodean se acostumbraron ya a nuestra
adustez y ya ni extrañan siquiera nuestro extraño ser. Pero un día
el mal crece, como los árboles, y engorda, y ya no saludamos a la
gente; y vuelven a sentirnos como raros y enamorados. Vamos
enflaqueciendo, enflaqueciendo, y nuestra barba hirsuta es cada vez
más lacia. Empezamos a sentir el odio que nos mata; ya no aguantamos
el mirar, nos duele la conciencia, pero, ¡no importa!, ¡más vale
que duela! Nos escuecen los ojos, que se llenan de un agua venenosa
cuando miramos fuerte. El enemigo nota nuestro anhelo, pero está
confiado; el instinto no miente. La desgracia es alegre, acogedora, y
el más tierno sentir gozamos en hacerlo arrastrar sobre la plaza
inmensa de vidrios que va siendo ya nuestra alma. Cuando huimos como
las corzas, cuando el oído sobresalta nuestros sueños, estamos ya
minados por el mal; ya no hay solución, ya no hay arreglo posible.
Empezamos a caer, vertiginosamente ya, para no volvernos a levantar
en vida. Quizás para levantarnos un poco a última hora, antes de
caer de cabeza hasta el infierno... Mala cosa.
Camilo
José Cela. "La familia de Pascual Duarte". 1993, Ediciones
Destino.
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