Postal de habitación al
vértigo
Abro,
cariño ―ahora
que no estás―,
con
trabajo y dolor la puerta de la calle.
Me
tambaleo imbécil por el living
hasta
dar con mi cuarto registrado
por
secuaces a sueldo del amor.
Sorteo
a duras penas
la
ropa y los zapatos que hay tirados,
los
jirones de frases
donde
todavía me habitas,
restos
de pizza que me cené anoche
y
tres o cuatro vasos de gin tonic.
Llego
luego a la cama y me desvelo.
Trato
de hacer dos versos y no puedo.
Vomito
sobre el piso alcohol y anfetaminas.
Me
cago en este mundo: sin palabras,
sin
fuerzas que hagan frente a mi mal fario.
Duermo
vestido cuando la luz del día
se
acerca a susurrarme pesadillas
mientras
el barrio huele a cafeteras
y
la ciudad entera a ojeras mal pagadas,
a
trabajos de mierda y a tristeza.
Sueño
que aún no te has ido,
que
no te escribo cartas
desde
esta habitación abierta
al
vértigo y la nada de nosotros.
Rencuentro
en el Bar Central
Fue
en una cafetería, lo recuerdo.
Siete
meses sin ti
me
han dejado baldado, pensé.
Pero
dije en cambio cualquier cosa,
no
sé, por ejemplo: ¿Quieres fumar?
Estabas
como un pájaro.
Mojada
y frágil como un gorrión caído
en
la mesa, mordiéndote las uñas,
prácticamente
igual que cuando nos conocimos
siete
años atrás. Y sin embargo soltaste
tú
también alguna estupidez del tipo:
Prefiero
Camel; el Lucky no me gusta.
Fue
en una cafetería. Lo recuerdo
con
nitidez de cortometraje.
Hablamos
media hora,
cada
cual en su idioma,
sin
llegar a entendernos.
Y
al final te llevé sin palabras a casa.
Ya
nunca pienso en ti, mentiste.
Yo
tampoco, te dije, y me sentí tan falso.
E
hicimos el amor. Con torpeza y nostalgia.
Nos
despedimos fríos. Llegué tarde al trabajo.
Ni
tú ni yo parecíamos los mismos. Apenas
rastro
quedaba de nuestros años juntos.
Lo
recuerdo muy bien. Te vi más flaca.
Y
tú advertiste mis ojeras, mi pelo sucio,
la
línea de tu vida desborrada en mis manos.
Te
llamaré, afirmé. Pero ni yo llamé
ni
tú esperaste inquieta a que sonara
mi
voz en tu teléfono.
Explicación
de la inercia
Estoy
hablando del peso de los cuerpos.
De esa inercia del hambre
De esa inercia del hambre
de
hombres y mujeres
que
sólo sacia el sexo.
Te
hablo simplemente
de
algo constatable en la experiencia:
de
cierta propensión de la materia
a
no estar sola.
Te
hablo de esa ley miserable, esa condena
que
es buscar en los cuerpos
lo
que no pueden darnos.
Estoy
hablando de la inercia
que
desnuda las pieles, desabrocha botones,
tirita
hasta dejarnos el corazón en cueros.
La
inercia de los zurdos y los diestros
a
amar como amputados.
Te
hablo de la vida, de lo poco que sé,
y
no he aprendido, de ella:
que
es una caprichosa
que
juega a desnudarte
para
dejarte a medias.
Pedro
Andreu. "El frío". 2010, Sloper.
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