Valéry
como símbolo
Aproximar
el nombre de Whitman al de Paul Valéry es, a primera vista, una
operación arbitraria y (lo que es peor) inepta. Valéry es símbolo
de infinitas destrezas pero asimismo de infinitos escrúpulos;
Whitman, de una casi incoherente pero titánica vocación de
felicidad; Valéry ilustremente personifica los laberintos del
espíritu: Whitman, las interjecciones del cuerpo. Valéry es símbolo
de Europa y de su delicado crepúsculo; Whitman, de la mañana en
América. El orbe entero de la literatura parece no admitir dos
aplicaciones más antagónicas de la palabra poeta. Un hecho, sin
embargo, los une: la obra de los dos es menos preciosa como poesía
que como signo de un poeta ejemplar, creado por esa obra. Así, el
poeta inglés Lascelles Abercrombie pudo alabar a Whitman por haber
creado <<de la riqueza de su noble experiencia, esa figura
vívida y personal que es una de las pocas cosas realmente grandes de
la poesía de nuestro tiempo: la figura de él mismo>>. El
dictamen es vago y superlativo, pero tiene la singular virtud de no
identificar a Whitman, hombre de letras y devoto de Tennyson, con
Whitman, héroe semidivino de Leaves of Grass. La distinción es
válida; Whitman redactó sus rapsodias en función de un yo
imaginario, formado parcialmente de él mismo, parcialmente de cada
uno de sus lectores. De ahí las divergencias que han exasperado a la
crítica; de ahí la costumbre de fechar sus poemas en territorios
que jamás conoció; de ahí que, en tal página de su obra, naciera
en los estados del Sur, y en tal otra (también en la realidad) en
Long Island.
Uno
de los propósitos de las composiciones de Whitman es definir a un
hombre posible ―Walt
Whitman―
de ilimitada y negligente felicidad; no menos hiperbólico, no menos
ilusorio, es el hombre que definen las composiciones de Valéry. Este
no magnifica, como aquel, las capacidades humanas de filantropía, de
fervor y de dicha; magnifica las virtudes mentales. Valéy ha creado
a Edmond Teste; ese personaje sería uno de los mitos de nuestro
siglo si todos, íntimamente, no lo juzgáramos un mero Doppelgänger
de Valéry. Para nosotros, Valéry es Edmond Teste. Es decir, Valéry
es una derivación del Chevalier Dupin de Edgar Allan Poe y del
inconcebible Dios de los teólogos. Lo cual, verosímilmente, no es
cierto.
Yeats,
Rilke y Eliot han escrito versos más memorables que los de Valéry;
Joyce y Stefan George han ejecutado modificaciones más profundas en
su instrumento (quizá el francés es menos modificable que el inglés
y que el alemán), pero detrás de la obra de esos eminentes
artífices no hay una personalidad comparable a la de Valéry. La
circunstancia de que esa personalidad sea, de algún modo, una
proyección de la obra, no disminuye el hecho. Proponer a los hombres
la lucidez en una era bajamente romántica, en la era melancólica
del nazismo y del materialismo dialéctico, de los augures de la
secta de Freud y de los comerciantes del surréalisme, tal es la
benemérita misión que desempeñó (que sigue desempeñando) Valéry.
Paul
Valéry nos deja, al morir, el símbolo de un hombre infinitamente
sensible a todo hecho y para el cual todo hecho es un estímulo que
puede suscitar una infinita serie de pensamientos. De un hombre que
trasciende los rasgos diferenciales del yo y de quien podemos decir,
como William Hazlitt de Shakespeare: He is nothing in himself. De un
hombre cuyos admirables textos no agotan, ni siquiera definen, sus
omnímodas posibilidades. De un hombre que, en un siglo que adora los
caóticos ídolos de la sangre, de la tierra y de la pasión,
prefirió siempre los lúcidos placeres del pensamiento y las
secretas aventuras del orden.
Buenos Aires, 1945
Jorge
Luis Borges. "Otras inquisiciones". 1997, Alianza
Editorial.