Fragmentos:
Estaba
realmente despierto, en medio de los Cárpatos. Todo lo que podía
hacer era tener paciencia y esperar la llegada de la mañana.
En
el momento en que llegué a esta conclusión oí aproximarse unos
pasos enérgicos al otro lado de la inmensa puerta, y vi por un
resquicio el resplandor de una luz. A continuación oí un crujir de
cadenas y el rechinar de unos pesados cerrojos al ser descorridos.
Giró una llave y la puerta quedó abierta de par en par.
Dentro
había un hombre alto y viejo, pulcramente afeitado, salvo por un
bigote blanco y largo, y vestido de negro de la cabeza a los pies,
sin una sola nota de color en parte alguna. En la mano portaba una
lámpara antigua de plata, en la que ardía la llama sin tubo ni
globo de ninguna clase, proyectando sombras temblorosas y largas al
parpadear movida por la corriente de aire que entraba por la puerta
abierta. El anciano me indicó con la mano derecha que entrase, en un
gesto cortés, al tiempo que decía en un inglés excelente, aunque
con una extraña entonación:
―¡Bienvenido
a mi casa! ¡Entre libremente y por su propia voluntad!
No
hizo ningún ademán de adelantarse a recibirme, mas permaneció allí
como una estatua, como si su gesto de bienvenida lo hubiera
convertido en piedra. No obstante, en el momento en que traspasé el
umbral, avanzó impulsivamente; extendí la mano y tomó la mía con
una fuerza que me hizo estremecer, sensación que no alivió el hecho
de que su contacto fuese frío como el hielo: parecía más la mano
de un hombre muerto que vivo.
***
Supongo
que me quedé dormido; eso espero, pero me temo que no, ya que lo que siguió fue sorprendentemente real, tan real, que ahora, sentado a
plena luz del sol, no puedo creer en absoluto que todo fuese un
sueño.
No
estaba solo. La habitación era la misma, nada había cambiado desde
que yo entré en ella. A la brillante luz de la luna veía mis
propias huellas en el suelo, allí donde mis pisadas habían
perturbado la larga acumulación de polvo. Frente a mí, a la luz de
la luna, había tres mujeres jóvenes, que por su porte y por la ropa
que llevaban parecían damas. Al verlas pensé que estaba soñando,
porque aunque la luz de la luna se hallaba tras ellas, no proyectaban
sombras en el suelo. Se acercaron a mí y me miraron durante un rato,
y después se pusieron a cuchichear. Dos de ellas eran morenas, de
nariz larga y aguileña, como el conde, ojos oscuros y penetrantes
que parecían casi rojos por contraste con la pálida luna amarilla.
La otra era bella, muy bella, con una espesa cabellera ondulada de
pelo dorado y ojos como zafiros pálidos. Su cara me resultaba
familiar, de haberla conocido asociada con un temor de pesadilla,
pero no pude recordar en ese momento ni cómo ni dónde la había
conocido. Las tres tenían dientes blancos y relucientes, que
brillaban como perlas sobre los rubíes de sus labios voluptuosos.
Había algo en ellas que me inquietó, un deseo vehemente y al mismo
tiempo un miedo mortal. Mi corazón se inflamó con un deseo malvado
y ardiente de que me besaran con aquellos labios rojos. No está bien
que escriba esto, pues un día Mina puede leerlo y sentirse herida,
pero es la verdad. Siguieron cuchicheando y después se echaron a
reír las tres: un risa argentina, musical, tan dura que no parecía
posible que saliera de unos suaves labios humanos. Era como la
dulzura intolerable y estremecedora de una copas de cristal en las
que jugueteaba una mano hábil. La muchacha rubia sacudió la cabeza,
coqueta, y las otras dos la incitaron. Una de ellas dijo:
―¡Adelante!
Ve tú primero, y nosotras te seguiremos. Tú tienes derecho a ser la
primera.
La
otra añadió:
―Es
fuerte y joven. Hay besos para todas.
Me
quedé inmóvil, mirando con los ojos entrecerrados, en un tormento
de deliciosa anticipación. La muchacha rubia avanzó y se inclinó
sobre mí, hasta que sentí su aliento. En un sentido era dulce,
dulce como la miel, y recorría los nervios con el mismo
estremecimiento que su voz, pero con un fondo amargo en su dulzura,
una amargura desazonadora como la que se huele en la sangre.
Tenía
miedo de abrir los párpados, pero podía ver perfectamente por entre
las pestañas. La muchacha rubia se puso de rodillas y se inclinó
sobre mí, relamiéndose. Había en ella una voluptuosidad deliberada
que resultaba excitante y repulsiva a la vez, y al arquear el cuello
se chupó los labios como un animal, de modo que vi a la luz de la
luna la saliva que brillaba en la boca escarlata, y la roja lengua
que lamía los dientes blancos y afilados. Su cabeza descendió hasta
que sus labios quedaron por debajo de mi boca y barbilla y parecieron
a punto de cerrarse sobre mi garganta. Entonces se detuvo, y oí el
ruido agitado que producía su lengua al lamerse los dientes y los
labios, y sentí su aliento cálido en mi cuello. La piel de mi
garganta empezó a hormiguear, como ocurre cuando se aproxima más y
más a nuestro cuerpo la mano que va a hacernos cosquillas. Sentí la
caricia suave y trémula de los labios en la piel hipersensible de mi
cuello, y el contacto duro de los dientes afilados, que me rozaron y
se detuvieron allí. Cerré los ojos en lánguido éxtasis y esperé;
esperé con el corazón palpitante.
Pero
en ese mismo instante me embargó otra sensación con la rapidez del
rayo. Tomé conciencia de la presencia del conde y del furor que lo
dominaba. Al abrir involuntariamente los ojos vi que su mano poderosa
agarraba el delicado cuello de la mujer rubia, y con su fuerza de
gigante la hacía retroceder, los ojos azules de la mujer
transformados por la ira, los dientes blancos rechinando de rabia,
las hermosas mejillas enrojecidas de pasión. Pero ¡el conde! Nunca
había imaginado tal cólera y furor, ni siquiera en los demonios de
los abismos. Sus ojos refulgían literalmente. La luz roja que
despedían era espeluznante, como si ardieran tras ellos las llamas
del fuego del infierno. Su rostro estaba mortalmente pálido, y los
rasgos duros como alambres tirantes; las espesas cejas que se unían
en el puente de la nariz parecían en esos momentos un barrote
ondulante de metal al rojo blanco. Apartó a la mujer de su lado con
un salvaje manotazo; y después hizo señas a las otras, como para
instarlas a retroceder; era el mismo gesto imperioso que le había
visto utilizar con los lobos. Dijo en un tono que, aunque bajo y casi
susurrante, pareció cortar el aire y rodear la habitación:
―¿Cómo
os atrevéis a tocarlo, ninguna de vosotras? ¿Cómo os atrevéis a
poner los ojos en él, habiéndooslo prohibido? ¡Atrás os digo!
Este hombre me pertenece. ¡No os acerquéis a él, o tendréis que
véroslas conmigo!
La
muchacha rubia se volvió y replicó con una carcajada de obscena
coquetería:
―¡Tú
nunca has amado! ¡Tú nunca amas!
Al
llegar a este punto, se le unieron las otras mujeres, y en la
habitación resonó una risa tan dura, tan desprovista de alegría y
alma que al oírla casi me desmayé. Parecía una diversión de
demonios. El conde se dio la vuelta y, tras contemplar mi rostro con
atención, dijo en un suave susurro:
―Sí,
yo también sé amar. Vosotras mismas lo sabéis por el pasado. ¿No
es así? Os prometo que cuando haya acabado con él podréis besarlo
cuanto queráis. ¡Y ahora marchaos! ¡Marchaos! Tengo que
despertarlo, porque hay muchas cosas que hacer.
***
Bram
Stoker. “Drácula”. Grupo Anaya, S.A. 2002.
2 comentarios:
Leí Drácula en mi adolescencia. Una lectura imprescindible. Un abrazo
Sí, sin lugar a dudas.
Un abrazo, José Luis.
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