Frente al silencio.

Frente al silencio.

viernes, 12 de febrero de 2016

Bram Stoker



Fragmentos:




Estaba realmente despierto, en medio de los Cárpatos. Todo lo que podía hacer era tener paciencia y esperar la llegada de la mañana.
      En el momento en que llegué a esta conclusión oí aproximarse unos pasos enérgicos al otro lado de la inmensa puerta, y vi por un resquicio el resplandor de una luz. A continuación oí un crujir de cadenas y el rechinar de unos pesados cerrojos al ser descorridos. Giró una llave y la puerta quedó abierta de par en par.
      Dentro había un hombre alto y viejo, pulcramente afeitado, salvo por un bigote blanco y largo, y vestido de negro de la cabeza a los pies, sin una sola nota de color en parte alguna. En la mano portaba una lámpara antigua de plata, en la que ardía la llama sin tubo ni globo de ninguna clase, proyectando sombras temblorosas y largas al parpadear movida por la corriente de aire que entraba por la puerta abierta. El anciano me indicó con la mano derecha que entrase, en un gesto cortés, al tiempo que decía en un inglés excelente, aunque con una extraña entonación:
      ―¡Bienvenido a mi casa! ¡Entre libremente y por su propia voluntad!
      No hizo ningún ademán de adelantarse a recibirme, mas permaneció allí como una estatua, como si su gesto de bienvenida lo hubiera convertido en piedra. No obstante, en el momento en que traspasé el umbral, avanzó impulsivamente; extendí la mano y tomó la mía con una fuerza que me hizo estremecer, sensación que no alivió el hecho de que su contacto fuese frío como el hielo: parecía más la mano de un hombre muerto que vivo.

***








      Supongo que me quedé dormido; eso espero, pero me temo que no, ya que lo que siguió fue sorprendentemente real, tan real, que ahora, sentado a plena luz del sol, no puedo creer en absoluto que todo fuese un sueño.
      No estaba solo. La habitación era la misma, nada había cambiado desde que yo entré en ella. A la brillante luz de la luna veía mis propias huellas en el suelo, allí donde mis pisadas habían perturbado la larga acumulación de polvo. Frente a mí, a la luz de la luna, había tres mujeres jóvenes, que por su porte y por la ropa que llevaban parecían damas. Al verlas pensé que estaba soñando, porque aunque la luz de la luna se hallaba tras ellas, no proyectaban sombras en el suelo. Se acercaron a mí y me miraron durante un rato, y después se pusieron a cuchichear. Dos de ellas eran morenas, de nariz larga y aguileña, como el conde, ojos oscuros y penetrantes que parecían casi rojos por contraste con la pálida luna amarilla. La otra era bella, muy bella, con una espesa cabellera ondulada de pelo dorado y ojos como zafiros pálidos. Su cara me resultaba familiar, de haberla conocido asociada con un temor de pesadilla, pero no pude recordar en ese momento ni cómo ni dónde la había conocido. Las tres tenían dientes blancos y relucientes, que brillaban como perlas sobre los rubíes de sus labios voluptuosos. Había algo en ellas que me inquietó, un deseo vehemente y al mismo tiempo un miedo mortal. Mi corazón se inflamó con un deseo malvado y ardiente de que me besaran con aquellos labios rojos. No está bien que escriba esto, pues un día Mina puede leerlo y sentirse herida, pero es la verdad. Siguieron cuchicheando y después se echaron a reír las tres: un risa argentina, musical, tan dura que no parecía posible que saliera de unos suaves labios humanos. Era como la dulzura intolerable y estremecedora de una copas de cristal en las que jugueteaba una mano hábil. La muchacha rubia sacudió la cabeza, coqueta, y las otras dos la incitaron. Una de ellas dijo:
      ―¡Adelante! Ve tú primero, y nosotras te seguiremos. Tú tienes derecho a ser la primera.
      La otra añadió:
       ―Es fuerte y joven. Hay besos para todas.
Me quedé inmóvil, mirando con los ojos entrecerrados, en un tormento de deliciosa anticipación. La muchacha rubia avanzó y se inclinó sobre mí, hasta que sentí su aliento. En un sentido era dulce, dulce como la miel, y recorría los nervios con el mismo estremecimiento que su voz, pero con un fondo amargo en su dulzura, una amargura desazonadora como la que se huele en la sangre.
Tenía miedo de abrir los párpados, pero podía ver perfectamente por entre las pestañas. La muchacha rubia se puso de rodillas y se inclinó sobre mí, relamiéndose. Había en ella una voluptuosidad deliberada que resultaba excitante y repulsiva a la vez, y al arquear el cuello se chupó los labios como un animal, de modo que vi a la luz de la luna la saliva que brillaba en la boca escarlata, y la roja lengua que lamía los dientes blancos y afilados. Su cabeza descendió hasta que sus labios quedaron por debajo de mi boca y barbilla y parecieron a punto de cerrarse sobre mi garganta. Entonces se detuvo, y oí el ruido agitado que producía su lengua al lamerse los dientes y los labios, y sentí su aliento cálido en mi cuello. La piel de mi garganta empezó a hormiguear, como ocurre cuando se aproxima más y más a nuestro cuerpo la mano que va a hacernos cosquillas. Sentí la caricia suave y trémula de los labios en la piel hipersensible de mi cuello, y el contacto duro de los dientes afilados, que me rozaron y se detuvieron allí. Cerré los ojos en lánguido éxtasis y esperé; esperé con el corazón palpitante.
      Pero en ese mismo instante me embargó otra sensación con la rapidez del rayo. Tomé conciencia de la presencia del conde y del furor que lo dominaba. Al abrir involuntariamente los ojos vi que su mano poderosa agarraba el delicado cuello de la mujer rubia, y con su fuerza de gigante la hacía retroceder, los ojos azules de la mujer transformados por la ira, los dientes blancos rechinando de rabia, las hermosas mejillas enrojecidas de pasión. Pero ¡el conde! Nunca había imaginado tal cólera y furor, ni siquiera en los demonios de los abismos. Sus ojos refulgían literalmente. La luz roja que despedían era espeluznante, como si ardieran tras ellos las llamas del fuego del infierno. Su rostro estaba mortalmente pálido, y los rasgos duros como alambres tirantes; las espesas cejas que se unían en el puente de la nariz parecían en esos momentos un barrote ondulante de metal al rojo blanco. Apartó a la mujer de su lado con un salvaje manotazo; y después hizo señas a las otras, como para instarlas a retroceder; era el mismo gesto imperioso que le había visto utilizar con los lobos. Dijo en un tono que, aunque bajo y casi susurrante, pareció cortar el aire y rodear la habitación:
      ―¿Cómo os atrevéis a tocarlo, ninguna de vosotras? ¿Cómo os atrevéis a poner los ojos en él, habiéndooslo prohibido? ¡Atrás os digo! Este hombre me pertenece. ¡No os acerquéis a él, o tendréis que véroslas conmigo!
      La muchacha rubia se volvió y replicó con una carcajada de obscena coquetería:
      ―¡Tú nunca has amado! ¡Tú nunca amas!
      Al llegar a este punto, se le unieron las otras mujeres, y en la habitación resonó una risa tan dura, tan desprovista de alegría y alma que al oírla casi me desmayé. Parecía una diversión de demonios. El conde se dio la vuelta y, tras contemplar mi rostro con atención, dijo en un suave susurro:
      ―Sí, yo también sé amar. Vosotras mismas lo sabéis por el pasado. ¿No es así? Os prometo que cuando haya acabado con él podréis besarlo cuanto queráis. ¡Y ahora marchaos! ¡Marchaos! Tengo que despertarlo, porque hay muchas cosas que hacer.

***






Bram Stoker. “Drácula”. Grupo Anaya, S.A. 2002.



2 comentarios:

José Luis Martínez Clares dijo...

Leí Drácula en mi adolescencia. Una lectura imprescindible. Un abrazo

tsb dijo...

Sí, sin lugar a dudas.
Un abrazo, José Luis.