Fragmentos:
Sumergido
en estos recuerdos debo despertar de pronto. Es el ruido del mar.
Escribo en Isla Negra, en la costa, cerca de Valparaiso. Recién se
han calmado los grandes vendavales que azotaron el litoral. El océano
―que
más que mirarlo yo desde mi ventana me mira él con mil ojos de
espuma―
conserva aún en su oleaje la terrible persistencia de la tormenta.
Qué
años lejanos! Reconstruirlos es como si el sonido de las olas que
ahora escucho entrara intermitentemente dentro de mí, a veces
arrullándome para dormirme, otras veces con el brusco destello de
una espada. Recogeré esas imágenes sin cronología, tal como estas
olas que van y vienen.
***
Mi
poesía y mi vida han transcurrido como un río americano, como un
torrente de aguas de Chile, nacidas en la profundidad secreta de las
montañas australes, dirigiendo sin cesar hacia una salida marina el
movimiento de sus corrientes. Mi poesía no rechazó nada de lo que
pudo traer en su caudal; aceptó la pasión, desarrolló el misterio,
y se abrió paso entre los corazones del pueblo.
Me
tocó padecer y luchar, amar y cantar; me tocaron en el reparto del
mundo, el triunfo y la derrota, probé el gusto del pan y de la
sangre. Qué más quiere un poeta? Y todas las alternativas, desde el
llanto hasta los besos, desde la soledad hasta el pueblo, perviven en
mi poesía, actúan en ella, porque he vivido para mi poesía, y mi
poesía ha sustentado mis luchas. (…)
***
Miro
las pequeñas olas de un nuevo día en el Atlántico.
El
barco deja a cada costado de su proa una desgarradura blanca, azul,
sulfúrica de aguas, espumas y abismos agitados.
Son
las puertas del océano que tiemblan.
Por
sobre ella vuelan diminutos peces voladores, de plata y
transparencia.
Regreso
del destierro.
Miro
largamente las aguas. Sobre ellas navego hacia otras aguas: las olas
atormentadas de mi patria.
El
cielo de un largo día cubre todo el océano.
La
noche llegará y con su sombra esconderá una vez más el gran
palacio verde del misterio.
***
Escribo
estas rápidas líneas para mis memorias a sólo tres días de los
hechos incalificables que llevaron a la muerte a mi gran compañero
el presidente Allende. Su asesinato se mantuvo en silencio; fue
enterrado secretamente; sólo a su viuda le fue permitido acompañar
aquel inmortal cadáver. La versión de los agresores es que hallaron
el cuerpo inerte, con muestras visibles de suicidio. La versión que
ha sido publicada en el extranjero es diferente. A renglón seguido
del bombardeo aéreo entraron en acción los tanques, muchos tanques,
a luchar intrépidamente contra un solo hombre: el presidente de la
república de Chile, Salvador Allende, que los esperaba en su
gabinete, sin más compañía que su gran corazón, envuelto en humo
y llamas.
Tenían
que aprovechar una ocasión tan bella. Había que ametrallarlo porque
jamás renunciaría a su cargo. Aquel cuerpo fue enterrado
secretamente en un sitio cualquiera. Aquel cadáver que marchó a la
sepultura acompañado por una sola mujer que llevaba en sí misma
todo el dolor del mundo, aquella gloriosa figura muerta iba
acribillada y despedazada por las balas de las ametralladoras de los
soldados de Chile, que otra vez habían traicionado a Chile.
Pablo
Neruda. “Confieso que he vivido”. 2003, Editorial Seix Barral.
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