Fragmentos:
Estas
memorias o recuerdos son intermitentes y a ratos olvidadizos porque
así precisamente es la vida. La intermitencia del sueño nos permite
sostener los días de trabajo. Muchos de mis recuerdos se han
desdibujado al evocarlos, han devenido en polvo como un cristal
irremediablemente herido.
Las
memorias del memorialista no son las memorias del poeta. Aquél vivió
tal vez menos, pero fotografió mucho más y nos recrea con la
pulcritud de los detalles. Éste nos entrega una galería de
fantasmas sacudidos por el fuego y la sombra de su época.
Tal
vez no viví en mí mismo; tal viví la vida de los otros.
De
cuando he dejado escrito en estas páginas se desprenderán siempre
―como
en las arboledas de otoño y como en el tiempo de las viñas―
las hojas amarillas que van a morir y las uvas que revivirán en el
vino sagrado.
Mi
vida es una vida hecha de todas las vidas: las vidas del poeta.
***
Mientras
tanto avanzaba en el mundo del conocimiento, en el desordenado río
de los libros como un navegante solitario. Mi avidez de lectura no
descansaba de día ni de noche. En la costa, en el pequeño Puerto
Saavedra, encontré una biblioteca municipal y un viejo poeta, don
Augusto Winter, que se admiraba de mi voracidad literaria. <<Ya
los leyo?>>, me decía, pasándome un nuevo Vargas Vila, un
Ibsen, un Rocambole. Como un avestruz, yo tragaba sin discriminar.
Por
ese tiempo llegó a Temuco una señora alta, con vestidos muy largos
y zapato de taco bajo. Era la nueva directora del liceo de niñas.
Venía de nuestra ciudad austral, de las nieves de Magallanes. Se
llamaba Gabriela Mistral.
***
Me
refugié en la poesía con ferocidad de tímido. Aleteaban sobre
Santiago las nuevas escuelas literarias. En la calle Maruri, 513,
terminé de escribir mi primer libro. Escribía dos, tres, cuatro y
cinco poemas al día. En las tardes, al ponerse el sol, frente al
balcón se desarrollaba un espectáculo diario que yo no me perdía
por nada del mundo. Era la puesta de son con grandiosos hacinamientos
de colores, repartos de luz, abanicos inmensos de anaranjado y
escarlata. El capítulo central de mi libro se llama <<Los
crepúsculos de Maruri>>. Nadie me ha preguntado nunca qué es
eso de Maruri. Tal vez muy pocos sepan que se trata apenas de una
humilde calle visitada por los más extraordinarios crepúsculos.
En
1923 se publicó ese mi primer libro: Crepusculario.
Para
pagar la impresión tuve dificultades y victorias cada día. Mis
escasos muebles se vendieron. A la casa de empeños se fue
rápidamente el reloj que solemnemente me había regalado mi padre,
reloj al que él había hecho pintar dos banderitas cruzadas. Al
reloj siguió mi traje negro de poeta. El impresor era inexorable y,
al final, lista totalmente la edición y pegadas las tapas, me dijo
con aire siniestro: <<No. No se llevará ni un solo ejemplar
sin antes pagármelo todo.>> El crítico Alone aportó
generosamente los últimos pesos, que fueron tragados por las fauces
de mi impresor; y salí a la calle con mis libros al hombro, con los
zapatos rotos y loco de alegría.
Pablo
Neruda. “Confieso que he vivido”. 2003, Editorial Seix Barral.
2 comentarios:
Qué memorias tan ricas y qué bien contadas, uno de los libros con los que más he disfrutado, precisamente el capítulo que menciona a Gabriela M. lo tengo subrayado, un gusto volver a leerlo, gracias.
Sí, a mí también me han encantado. Gracias por tu paso por aquí. Un abrazo, Setefilla.
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