Fragmentos:
Dejé
el colegio, dejé mi casa, lo iba dejando todo, apenas aparecía por
vagas escuelas en las que se arremolinaban las cordilleras de la
pobreza, la Oretana, la Carpetana, la Penibética, en torno a la
estufa de serrín y carbón ovoides, dejé la casa, mi casa, cada
muerto en su cama, cada enfermo en su caja, escapaba por las mañanas,
con cuatro perras que me daba mi madre, como al colegio o a la
parroquia, pero vivaqueaba un poco por el mercado, brujuleaba robando
fruta, hasta que un día me cogió la Cantarina, frutera viuda y fea,
de muchos olores y reaños, y me dio unas hostias por tomarle una
pera.
Desayunado
de hostias o peras, tiraba piedras al río, o me columpiaba en los
columpios del Poniente, hasta que llegaba alguna niña a dejarse
columpiar, que la empujaba yo del culito duro, apretado, histérico,
nervioso por el vuelo, y le veía, bajo la falda volandera, las
piernas blancas y harinosas, como leche en polvo, y el triángulo
decente y rosa de la braga.
***
Mi
madre había jugado a la patacoja por los campos góticos y había
sido niña de lazo morado y largo en el pelo, lazo siempre un poco
destrenzado y colgante, como la que luego va a tomarse otras
libertades y descuidos en la vida.
Mi
madre, ya en Valladolid, salió un día a la calle vestida de mujer
nueva, y entonces Penagos le hizo dibujos para todas las portadas de
la época, Julio Romero de Torres le hizo calendarios para todos los
calendarios de la época, Greta Garbo decidió parecerse a ella,
porque la había visto retratada en una revista española,
seguramente en Crónica o Estampa, en sepia, y de ahí
nació Greta Garbo, una cursi que se pasaría la vida malimitando a
mi madre en las películas.
Greta
Garbo le copió a mi madre la gracia fija y fácil de la onda breve
en el pelo, la frente limpia de mujer que se atreve a pensarlo todo,
los ojos claros y alegres y tristes, tan grandes en la cara, la nariz
recta y la boca convencional, que era lo más de la época.
Qué
habría sido de Greta Garbo sin mi madre. Greta Garbo habría sido
una atleta sueca que habría ido mejorando sus marcas de olimpiada en
olimpiada, pero nunca se habría dedicado al cine. (...)
***
Inmensos
bosques de coníferas y helechos arborescentes cubrían los
continentes, purificando la atmósfera de anhídrido carbónico, y
cuando pronuncié aquello allí, así, traspasado por su
grandilocuencia involuntaria, agitado yo de bosques de coníferas,
todo Rubén, todo Espronceda, todo el romanticismo y el modernismo,
todas las malas traducciones francesas leídas en la biblioteca de
casa, en el cuarto de mi madre, en el patio verde y primero, todo
aquello cantaba en mí, despertaba, vivía, como un monte de pájaros
que había llevado en el pecho sin saberlo, y aquella modesta
descripción de introducción a la Prehistoria dejó en suspenso los
siete círculos concéntricos y maléficos de la escuela, como los
siete círculos ―¿eran
siete?― de la Divina
comedia que yo había
leídos con la cabeza en las rodillas de Greta Garbo (el Infierno,
porque el resto es insoportable; el Mal, porque del Bien no crece
literatura)...
Francisco
Umbral. “Los helechos arborescentes”. Biblioteca El Mundo, 2001
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