Fragmentos:
Pero
no saltaré al vacío, amigo Horacio. Dejaré que me invada toda esa
tendencia a recuperar la infancia, toda esa nostalgia por un pasado
que, a medida que me acerco al Mirador Santa Luzía, noto que voy
conciliando con el presente, hasta el punto de que tengo la impresión
de no estar retrocediendo en el tiempo, sino de casi eliminarlo. Me
sentaré a esperar, habrá una silla para mí en esta ciudad, y en
ella se me podrá ver todos los atardeceres, callado, practicando la
saudade, la mirada fija en la
línea del horizonte, esperando a la muerte que ya se dibuja en mis
ojos y a la que aguardaré serio y callado todo el tiempo que haga
falta, sentado frente a este infinito azul de Lisboa, sabiendo que a
la muerte le sienta bien la tristeza leve de una severa espera.
Al
mediodía del día siguiente, en alta mar, el sol calentaba cada vez
con más violencia, el alquitrán derretido se escurría por las
paredes, el mar era azul, y el agua utilizada para lavar el puente se
evaporaba directamente hacia el cielo también azul. El capitán del
barco apareció sobre el puente de mando, se mojó un dedo, y comentó
que ya se lo imaginaba, que la brisa estaba descendiendo y que muy
pronto podría cambiar de dirección el viento. Anatol, que lo oyó,
blasfemó en una larga y obscena frase que contenía cinco haches que
él pronunció tan exageradamente aspiradas como pudo, y después
sonrió. El capitán repitió lo de la dirección del viento, y
Anarol entonces descendió, sin prisas, por la escalera que conducía
a la única zona refrigerada del barco, y allí se perdió.
Escucho
el oleaje mientras siento que toda la tarde cabe en una mirada, en
una sola mirada de sosiego. Aunque a mí sólo me atrae la muerte,
debo reconocer que me encuentro bien aquí, en Port del Vent, tan
cerca de la vida. Estoy bien aquí, en mi tierra y junto al mar, del
que nunca debí alejarme tanto. El mar siempre me ha dado ―escucho
ahora su rumor mientras fumo tendido sobre la cama―
la sensación de ser algo así como un organismo unitario, y esto me
tranquiliza. Me gusta mucho el mar. Estar cerca del mar, sobre el
mar, por el mar. Siento ante él una sensación de libertad,
probablemente engañosa, pero a tener en cuenta: la ilusión de
vivir.
Después,
me contó la muerte de Benjamin Franklin, el inventor del pararrayos,
que creía que dormir con la ventana abierta era una práctica sana y
fortalecedora de los pulmones. Se pasó toda la vida afectado por un
catarro crónico, a pesar de lo cual seguía durmiendo con la ventana
abierta. Es más, adquirió el hábito de madrugar y, con la ventana
abierta, trabajar desnudo en su escritorio durante una hora en el
verano y media hora en el invierno. La consecuencia fue que su salud
se deterioró de tal modo que los últimos años de su vida los pasó
en la cama, a pesar de lo cual seguía con la ventana abierta, lo que
provocó que finalmente muriera de una neumonía brutal.
Enrique
Vila-Matas. “Suicidios ejemplares”. 2000, Editorial
Anagrama.
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