CINCO.
(IV) Fragmento.
Querido
lector:
Un
gran escritor es el amigo y benefactor de sus lectores.
Macaulay.
Ha
concluido ya, lector amable, otra jornada laboral. Como ya expliqué,
he logrado extender una especie de pátina sobre las turbulencias y
delirios de nuestra oficina. Poco a poco, se han eliminado todas las
actividades no esenciales. De momento, estoy decorando diligentemente
nuestra bulliciosa colmena de abejas burocráticas (tres). La
analogía de las tres abejas me trae a la memoria tres A que
describen muy adecuadamente mis actividades como trabajador
administrativo: alejamiento, ahorro, armonía. Alejamiento de los
empleados superfluos, con la armonía y el ahorro consiguientes. Hay
también tres A que describen muy adecuadamente las actividades y
características de ese bufón que tenemos de jefe administrativo:
adoquín, animal, anormal, abominable, alcahuete, asqueroso,
aguafiestas, agresor. (Me temo que, en este caso, la lista se me ha
ido un poco de la mano.) He llegado a la conclusión de que nuestro
jefe administrativo no cumple más función que la de obstaculizar y
confundir. Si no fuera por él, el otro empleado (La
Dama del Comercio* En español en el original)
y yo estaríamos satisfechos y tranquilos, cumpliendo con nuestros
deberes en una atmósfera de consideración mutua. Estoy seguro de
que estos métodos dictatoriales son, en parte, la causa de ese deseo
que la señorita T tiene de jubilarse.
Puedo,
por fin, describirte ya, lector amable, nuestra fábrica. Esta tarde,
ya plenamente satisfecho tras concluir la cruz (¡Si! Está terminada
y proporciona a nuestra oficina una dimensión espiritual
imprescindible), salí a visitar la algarabía y el estruendo, los
chirridos y silbidos de la fábrica.
La
escena que contemplaron mis ojos fue apremiante y repelente al mismo
tiempo. En Levy Pants se ha preservado para la posteridad la
cárcel-fábrica de inicios de la era industrial. Si la Smithsonian
Institution, ese sobre sorpresa de los desechos de nuestra nación,
pudiera, de algún modo, empaquetar herméticamente esa fábrica y
transportarla a la capital de los Estados Unidos de Norteamérica,
con todos sus obreros inmovilizados en actitud de trabajo, los
visitantes que acudieran a ese discutible museo defecarían sin duda
en sus chillones atuendos turísticos. Es una escena que combina lo
peor de La
cabaña del tío Tom y
de Metrópolis,
de Fritz Lang. Es la esclavitud de los negros mecanizada; ejemplifica
el progreso que ha hecho pasar al negro de recoger algodón a
cortarlo y coserlo. (Si estuviesen aún en la etapa recolectora de su
evolución, al menos estarían en un entorno campestre saludable
cantando y comiendo sandías, como se supone que hacen, según creo,
cuando están en grupos al
fresco.
*
En español en el original).
Sentí que se sublevaban mis profundas y enérgicas convicciones
respecto a la injusticia social. Mi válvula tuvo una violenta
reacción.
[Respecto
a las sandías, he de decir para que no se ofenda alguna organización
profesional de derechos civiles, que nunca he sido un observador de
las costumbres populares norteamericanas. Quizá me equivoque.
Supongo que hoy la gente coge el algodón con una mano mientras que
con la otra sostiene un transistor pegado a la oreja para que vomite
boletines sobre coches usados y suavizantes para el pelo y peinados
Corona Real y Vino Gallo en sus tímpanos, con un cigarrillo
mentolado con filtro colgando de sus labios y amenazando con
incendiar todo el algodonal. Aunque resido en las riberas del río
Mississippi (Río famoso gracias a versos y canciones atroces, el
motivo que más predomina es el que intenta convertir el río en una
imagen paterna sustituta. En realidad, el río Mississippi es una
masa de agua siniestra y traicionera cuyos remolinos y corrientes se
llevan anualmente muchas vidas. No he conocido a nadie que se hubiera
aventurado a introducir siquiera la punta del pie en sus asquerosas
aguas contaminadas, en las que bullen heces, residuos industriales y
mortíferos insecticidas. Hasta los peces se están muriendo. En
consecuencia, el Mississippi como Padre-Dios-Moisés-Papi-Falo-Pa es
un símbolo totalmente falso, creado, imagino, por el funesto
farsante llamado Mark Twain. Esta incapacidad de establecer contacto
con la realidad, es, sin embargo, característica de casi todo el
<<arte>> de Norteamérica. Cualquier relación entre el
arte norteamericano y el marco geográfico norteamericano es pura
coincidencia; pero esto se debe sólo a que la nación como conjunto
no tiene contacto alguno con la realidad. Esta es sólo una de las
razones por las que siempre me he visto forzado a vivir en los
márgenes de nuestra sociedad, consignado en el Limbo reservado a los
que conocen la realidad cuando la ven), nunca he visto crecer el
algodón y no tengo el menor deseo de verlo. La única excursión que
hice en toda mi vida fuera de Nueva Orleans, me arrastró a través
del vértigo hasta el remolino de la desesperación: Baton Rouge. En
alguna futura entrega, una narración retrospectiva, quizá relate
aquel peregrinaje a través de los pantanos, una jornada por el
desierto de la que volví destrozado física, mental y
espiritualmente. Nueva Orleans es, por otra parte, una metrópolis
cómoda, en la que reina cierta apatía y cierto estancamiento que
considero inofensivos. Por lo menos, el clima es suave; además, es
aquí, en la Ciudad de la Media Luna, donde tengo asegurado un techo
sobre mi cabeza y un Dr. Nut en el estómago, aunque ciertos parajes
de África del Norte (Tánger, etc.) han atraído de cuando en cuando
mi interés. Pero el viaje en barco seguramente me enervaría y desde
luego no soy lo bastante perverso para intentar un viaje aéreo, aun
en el caso de que pudiera permitírmelo. Los autobuses son ya
suficientemente aterrados para hacerme aceptar el statu quo. Ojalá
eliminasen esos autocares Scenecruisers; soy de la opinión de que su
altura infringe algún artículo de las normas de tráfico
interestatal respecto a espacio libre en túneles o algo así. Puede
que algunos de ustedes, lectores queridos, con formación jurídica,
recuerden el artículo en cuestión. No hay duda de que deberían
eliminar esos chismes. El simple hecho de saber que corren
atronadores por alguna carretera en esta noche oscura, me estremece.]
La
fábrica es un edificio grande, tipo granero, que alberga piezas de
tela, mesas de cortar, máquinas de coser inmensas y hornos que
proporcionan el vapor necesario para el planchado. El efecto global
es más bien surrealista, especialmente cuando uno ve a Les
Africans moviéndose
por allí, consagrados en sus tareas en este medio mecanizado. He de
admitir que la ironía que todo esto encerraba cautivó mi
imaginación. Surgió en mi mente una cosa de Joseph Conrad, aunque
no logro recordar exactamente cuál en este momento. Quizás me
equiparase a Kurtz, de El
Corazón de las tinieblas,
cuando, lejos de las oficinas mercantiles de Europa, se enfrentó con
el horror final. Recuerdo que me imaginé con un salakof y unos
pantalones de montar blancos de lino, mi rostro enigmático tras el
velo de mosquitera.
Los
hornos mantienen el lugar más bien cálido y sofocante en estos días
frescos, pero sospecho que, en verano, los obreros gozan una vez más
del clima de sus antepasados, un calor tropical algo ampliado por
esos grandes artilugios que queman cabrón y producen vapor. Tengo
entendido que la fábrica no funciona actualmente a pleno
rendimiento, y observé que sólo funcionaba uno de aquellos
artilugios, quemando carbón, y lo que parecía una de las mesas de
cortar. Además, sólo vi terminar unos pantalones mientras estuve
allí, aunque los trabajadores se movían sin cesar con piezas de
tela de todo tipo. Una mujer estaba planchando, según comprobé,
ropa de niño; y otra parecía hacer notables progresos con los
fragmentos de satén color fucsia que estaba uniendo en una de las
grandes máquinas de coser. Tuve la impresión de que confeccionaba
un vestido de noche de mucho colorido, y bastante lascivo, además.
He de decir que me admiró la eficacia con que manejaba el material,
moviéndolo de un lado a otro bajo aquella inmensa aguja eléctrica.
Esta mujer era sin duda una trabajadora muy diestra, y pensé que era
doblemente lamentable que no consagrase su talento a la creación de
unos pantalones… para Levy Pants. Evidentemente había un problema
moral en la fábrica.
Busqué
al señor Palermo, el encargado, que suele estar siempre, por otra
parte, a sólo unos pasos de la botella, como pueden testificar las
muchas confusiones que se han producido, cayéndose entre las mesas
de cortar y las máquinas de coser. Le busqué sin ningún éxito.
Debía estar trasegando un almuerzo líquido en una de las muchas
tabernas de los alrededores de nuestra empresa. En los alrededores de
Levy Pants hay un bar en cada esquina, indicio de que en la zona los
salarios son abismalmente bajos. En calles en las que los habitantes
están particularmente desesperados, hay hasta tres y cuatro bares en
cada cruce.
Yo,
en mi inocencia, sospeché que la raíz de la apatía que había
observado entre los obreros era aquel jazz indecoroso que emitían
los altavoces estridentes de las paredes. La psique bombardeada por
esos ritmos no puede aguantar mucho tiempo, y se descompone y
atrofia. En consecuencia, busqué y apagué el interruptor que
controlaba la música.
Esta
acción mía produjo un griterío general de protesta, bastante
estridente y desafiantemente grosero, del conjunto de los
trabajadores, que empezaron a mirarme hoscamente. Así que puse de
nuevo la música, con una amplia sonrisa y un gesto amistoso, en una
tentativa de reconocer mi error de juicio y ganarme la confianza de
los trabajadores. (Sus inmensos ojos blancos estaban ya etiquetándome
como un <<Myster Charlie>>. Tendría que luchar para
mostrarles mi dedicación casi psicótica a ayudarles.)
Era
evidente que la presión constante de aquella música les había
creado una reacción así pavloviana al ruido, reacción que creían
ya un placer. Como he pasado incontables horas de mi vida viendo a
esos niños corrompidos de la televisión bailando al ritmo de tal
género de música, conocía el espasmo físico que podía producir
en teoría, e intenté allí mi propia versión conservadora del
mismo, para pacificar aún más a los obreros. He de admitir que mi
cuerpo se movió con sorprendente agilidad; no carezco de un cierto
sentido innato del ritmo, sin duda mis ancestros debieron destacar
bailando en las praderas y páramos de la Hiberna legendaria.
Ignorando las miradas de los trabajadores, comencé a dar vueltas
bajo uno de los altavoces gritando, contorsionándome y mascullando
locamente: <<¡Adelante! ¡Adelante! ¡Hazlo, muchacho, hazlo!
¡Escuchad lo que voy a deciros! ¡Buf! >>. Me di cuenta de que
había recuperado terreno cuando varios obreros empezaron a señalarme
y a reírse. Me reí a mi vez para demostrar que compartía su
alegría. De
Casibus Virorum Illustrium!
¡De la Caída de los Grandes Hombres! Se produjo mi caída.
Literalmente. Mi peculiar organismo, debilitado por las vueltas
(sobre todo en la región de las rodillas), se sublevó al fin y caí
a plomo al suelo en mi insensata tentativa de ejecutar uno de los
pasos más egregiamente perversos, uno que había visto muchas veces
en la televisión. Los obreros parecieron inquietarse un tanto y me
ayudaron a levantarme muy cortésmente, sonriendo del modo más
cordial. Advertí entonces que ya no tenía que temer por le faux
pas de
apagarles la música.
Pese
a lo que han estado sometidos, los negros son una gente bastante
agradable en general. Yo había tenido poca relación con ellos, en
realidad, pues sólo me relaciono con mis iguales, y como no tengo
iguales, no me relaciono con nadie. Al hablar con algunos obreros,
todos los cuales parecían deseosos de hablar conmigo, descubrí que
cobraban aún menos que la señorita Trixie.
Siempre
he sentido, en cierto modo, una especie de afinidad con la gente de
color, porque su situación es igual a la mía: nos hallamos fuera
del círculo de la sociedad norteamericana. Mi exilio es voluntario,
por supuesto. Es evidente, sin embargo, que muchos negros desean
convertirse en miembros activos de la clase media norteamericana. La
verdad es que no puedo entender por qué. He de admitir que este
deseo suyo me lleva a poner en entredicho sus juicios de valor. Pero
si quieren integrarse en la burguesía, no es asunto mío, en
realidad. Pueden ratificar si quieren su propia condenación. Yo,
personalmente, protestaría con todas mis fuerzas si sospechase que
alguien intentaba auparme a la clase media. Lucharía contra el
individuo descarriado que intentase auparme, desde luego. La lucha
tomaría la forma de manifestaciones de protesta con los carteles y
pancartas tradicionales, que, en este caso, dirían: <<Muera la
clase media>>, <<Abajo la clase media>>. No me
importaría tampoco lanzar uno o dos cócteles molotov. Además,
evitaría meticulosamente sentarme junto a miembros de la clase media
en restaurantes y en transportes públicos, manteniendo incólumes la
honradez y la grandeza intrínsecas de mi ser. Si un blanco de clase
media fuera lo bastante suicida como para sentarse a mi lado, imagino
que le golpearía sonoramente en la cabeza y en los hombros con una
manzana, arrojando, con suma destreza, uno de mis cócteles molotov a
un autobús en marcha atiborrado de blancos de clase media con la
otra. Aunque el asedio durase un mes o un año, estoy seguro de que
al final me dejarían todos en paz, una vez evaluado el total de
carnicería y de destrucción de propiedad.
Admiro
el terror que son capaces de inspirar los negros en los corazones de
algunos miembros del proletariado blanco y sólo desearía (ésta es
una confesión muy personal) poseer la misma capacidad de aterrar. El
que es negro aterra simplemente por serlo; yo, sin embargo, tengo que
esforzarme un poco para lograr el mismo fin. Quizá debería haber
sido negro. Sospecho que habría sido un negro muy grande y muy
aterrador, un negro que apretase continuamente su muslo monumental
contra los muslos marchitos de las viejecitas blancas en los
transportes públicos y provocase más de un grito de pánico.
Además, si fuera negro, mi madre no me presionaría para que
encontrara un trabajo bueno, pues no habría ningún trabajo bueno a
mi disposición. Y además mi madre, una vieja negra agotada, estaría
demasiado abatida por años de duro trabajo como doméstica para
salir a jugar a los bolos de noche. Ella y yo viviríamos muy
agradablemente en alguna choza mohosa de los suburbios, en un estado
de paz sin ambiciones, comprendiendo satisfechos que no se nos
quería, y que luchar y esforzarse no tenía sentido.
Sin
embargo, no quiero presenciar el asqueroso espectáculo de la
ascensión de los negros al seno de la clase media. Considero este
movimiento una gran ofensa a su integridad como pueblo. Pero volvamos
a lo nuestro, es decir, a Levy Paants, la mercantil musa de esta
empresa concreta. Un proyecto para el futuro podría ser una historia
social de Estados Unidos desde mi ventajosa posición como
observador; si El diario de un chico trabajador alcanza algún éxito
en las librerías, quizá esboce una semblanza de nuestra nación con
mi pluma. Nuestra nación necesita el escrutinio de un observador
completamente objetivo como vuestro Chico Trabajador; tengo ya en mis
archivos una colección bastante formidable de notas y apuntes en la
que se analiza el mundo contemporáneo con una cierta perspectiva.
Hemos
de apresurarnos a volver en las alas de la prosa a la fábrica y a
sus gentes, que fueron quienes provocaron mi digresión, quizá
demasiado extensa. Como decía, acababan de levantarme del suelo, y
mi actuación y la subsiguiente caída de nalgas habían provocado un
gran sentimiento de camaradería. Les di las gracias cordialmente,
ellos por su parte, con su acento inglés del siglo diecisiete,
inquirieron sobre mi condición con la mayor solicitud. Yo estaba
ileso, y, dado que el orgullo es un Pecado Mortal que creo que en
general eludo, nada había resultado dañado.
Pasé
entonces a preguntarles por la fábrica, pues tal era el propósito
de mi visita. Se mostraron muy dispuestos a hablar conmigo y
parecieron interesarse aún más en mí como persona. Al parecer, las
tediosas horas entre las mesas de cortar hacían que fuese doblemente
agradable la presencia de un visitante. Charlamos con toda libertad,
aunque los trabajadores se mostraban en general evasivos respecto a
su trabajo. En realidad, parecían más interesados en mí que en
ninguna otra cosa; no me molestaron sus atenciones y eludí
tranquilamente todas sus preguntas hasta que se hicieron, por último,
más bien personales. Algunos de ellos, que habían aparecido de vez
en cuando por la oficina, formularon preguntas muy agudas sobre la
cruz y los otros adornos; una dama apasionada pidió permiso (que le
fue concedido, claro está) para reunir de vez en cuando a algunos de
sus cofrades al pie de la cruz a cantar espirituales. (Yo aborrezco
los espirituales y todos esos perversos himnos calvinistas del siglo
diecinueve, pero estaba dispuesto a soportar que atacasen mis
tímpanos si unas canciones de coro hacían felices a aquellos
trabajadores.) Cuando les pregunté por sus salarios, descubrí que
la paga semanal media es de menos de treinta (30) dólares. Mi
considerada opinión es que un individuo se merece más que eso como
salario por el simple hecho de estar en una fábrica cinco días por
semana, sobre todo si la fábrica es como la de Levy Pants, donde el
techo agujereado amenaza con derrumbarse en cualquier momento. Y,
¿quién sabe?, aquella gente quizá tuviese cosas mucho mejores que
hacer que haraganear por Levy Pants; por ejemplo, componer jazz o
crear bailes nuevos o hacer todas esas cosas que ellos hacen con
tanta facilidad. No era extraño que reinara tanta apatía en la
fábrica. Aun así era increíble que tanta disparidad como la que
había entre el estancamiento de la producción en la fábrica y el
tráfago febril de la oficina pudiesen albergarse dentro del mismo
seno (Levy Pants). Si yo hubiera sido uno de los obreros (y habría
sido un obrero muy grande y particularmente aterrador, como dije
antes), habría irrumpido mucho antes en la oficina y exigido un
salario decente.
Debo
introducir aquí una nota. Cuando yo asistía esporádicamente, a las
clases de graduados, conocí un día en la cafetería a la señorita
Myrna Minkoff, joven pregraduada, una escandalosa y ofensiva doncella
del Bronx. Esta especialista del universo del Gran Hormiguero se
sintió atraída a la mesa en la cual tenía yo mi corte, por la
singularidad y el magnetismo de mi ser. Cuando la magnificencia y la
originalidad de mi visión del mundo se hizo patente a través de la
conversación, la Minkoff empezó a atacarme a todos los niveles,
llegando incluso, en determinado momento, a darme patadas, bastante
vigorosas, por debajo de la mesa. Yo la fascinaba y la confundía al
mismo tiempo; era, en suma, demasiado para ella. El provincianismo de
los ghettos de Gotham no la había preparado para el carácter único
y singular de Vuestro Chico Trabajador. Myrna, en fin, creía que
todos los seres humanos que vivían al sur y al oeste del río Hudson
eran vaqueros iletrados o (peor aún) protestantes blancos, una clase
de seres humanos que como grupo se especializó en la ignorancia, la
crueldad y la tortura. (No deseo yo defender concretamente a los
blancos protestantes; tampoco les tengo en demasiada estima.)
Los
modales brutales de Myrna pronto alejaron a mis cortesanos de la
mesa, y nos quedamos solos, todo café frío y palabras ardientes.
Cuando manifesté mi desacuerdo con sus rebuznos y parloteos, me dijo
que yo era evidentemente un antisemita. Sus razonamientos eran una
mixtura de medias verdades y de tópicos, su visión del mundo un
compuesto de concepciones erróneas que se derivaban de una historia
de nuestra nación, escrita desde la perspectiva de un túnel de
metro. Escudriñó en su gran valija negra y me asaltó (casi
literalmente) con pringosos ejemplares de Hombres
y masas y
¡Ahora!
Y
A
las barricadas y
Agitación
y
Cambio
y
diversos manifiestos y panfletos pertenecientes a organizaciones de
las que ella era el miembro más activo: Estudiantes por la libertad,
Juventud por el sexo, Los musulmanes negros, Amigos de Lituania, Los
hijos del mestizaje, Consejos de ciudadanos blancos. Myrna estaba, en
fin, terriblemente comprometida con su sociedad; yo, por mi parte,
más viejo y más sabio, estaba terriblemente descomprometido.
Había
conseguido sacarle algo de dinero a su padre para venir a la
universidad a ver cómo estaban las cosas <<por el sur>>.
Desgraciadamente, me encontró a mí. El trauma de nuestro primer
encuentro alimentó el masoquismo mutuo y desembocó en una especie
de affair(platónica,
claro está). (Myrna era decididamente masoquista. Sólo era feliz
cuando un perro policía hundía sus colmillos en sus leotardos
negros o cuando la arrastraban por los pies escaleras abajo para
sacarla de una audiencia del Senado.) He de admitir que siempre
sospeché que Myrna estaba interesada en mí sensualmente; mi actitud
rigurosa hacia el sexo le intrigaba. En cierto modo, me convertí
para ella en otra especie de causa. Logré, no obstante, desbaratar
todos sus intentos de asaltar la fortaleza de mi cuerpo y mi
inteligencia. Myrna y yo, por separado, confundíamos a la mayoría
de los estudiantes, pero en pareja confundíamos doblemente a
aquellos sonrientes cabezas de chorlito sureños, que constituían la
mayor parte del cuerpo estudiantil. Según tengo entendido, los
rumores que corrían por el campus nos ligaban a las intrigas más
inconcebiblemente depravadas.
La
panacea de Myrna, para cualquier cosa, desde arcas caídas hasta
depresión nerviosa, era el sexo. Propagó diligentemente esta
doctrina con desastrosas consecuencias para dos bellezas sureñas a
las que tomó bajo su protección, con el propósito de renovar sus
mentes atrasadas. Siguiendo el consejo de Myrna y con la solícita
colaboración de varios jóvenes, una de estas sencillas muchachas
sufrió una crisis nerviosa; la otra intentó, sin éxito, abrirse
las venas con una botella rota de coca-cola. La explicación de Myrna
fue que las chicas eran, en esencia, demasiado reaccionarias; y
predicó con renovado vigor la libertad sexual en todas las aulas y
pizzerias, logrando que casi la violase un bedel de la Facultad de
Sociología. Yo, entretanto, procuraba guiarla por el camino de la
verdad.
Tras
unos cuantos semestres, Myrna desapareció de la universidad,
diciendo, a su modo ofensivo: <<Este lugar no puede enseñarme
nada que ya no sepa>> Los leotardos negros, la tupida mata de
pelo y la valija monstruosa desaparecieron; el campus, con sus
hileras de palmeras, volvió al letargo y besuqueo tradicionales. He
vuelto a ver a esa ramera liberada algunas veces, pues, de cuando en
cuando, se embarca en una <<gira de inspección>> por el
Sur, parando en Nueva Orleans para arengarme e intentar seducirme con
sus lúgubres cantos de cárcel y cadena y de cuadrilla, que rasguea
en su guitarra. Myrna es muy sincera. Por desgracia, también es muy
ofensiva.
Cuando
la vi tras su último <<viaje de inspección>>, estaba
bastante sucia y desvencijada. Había hecho paradas por el Sur rural,
para enseñar a los negros canciones populares que había aprendido
en la Biblioteca del Congreso. Parece ser que los negros preferían
la música contemporánea y que encendían sus transistores ruidosa y
desafiantemente cuando Myrna iniciaba una de sus lúgubres endechas.
Aunque los negros habían procurado ignorarla, los blancos habían
mostrado gran interés por ella. Bandas de blancos pobres y fanáticos
la habían echado de los pueblos, le habían pinchado los neumáticos,
le habían azotado los brazos. La habían perseguido sabuesos, le
habían aplicado aguijadas eléctricas, la habían mordido perros
policías, la habían rozado ligeramente con perdigones. Ella habría
disfrutado infinito, y me había enseñado muy orgullosa (y, podría
añadir, muy sugestivamente) la marca de un colmillo en la parte
superior de uno de sus muslos. Mis ojos perplejos e incrédulos
apreciaron que en aquella ocasión llevaba medias oscuras y no
leotardos. Pero no se encendió por ello mi sangre.
Mantenemos
una correspondencia regular, y el tema habitual de sus cartas es el
de urgirme a participar en manifestaciones, desfiles y ocupaciones,
sentadas y cosas de ese género. Pero yo no como en restaurantes
baratos ni nado, así que he ignorado hasta el presente sus consejos.
El tema subsidiario de su correspondencia es instarme a ir a
Manhattan, para que ella y yo podamos alzar nuestra bandera de
confusión gemela en aquel centro de horrores mecanizados. Si alguna
vez me siento bien de veras, quizá haga el viaje. Por el momento,
esa almizcleña jovencita probablemente esté en el fondo de un túnel
de metro, atravesando el Bronx, corriendo en una asamblea de protesta
social a alguna orgía de canciones populares, si no es algo peor.
Algún día, las autoridades de nuestra sociedad la detendrán
simplemente por ser quien es. La cárcel dará al fin sentido a su
vida y acabará con sus frustraciones.
Un
reciente comunicado suyo fue más audaz y más ofensivo de lo
habitual. Hay que tratar con ella a su propio nivel, y así pensé en
ella cuando examinaba las condiciones ínfimas de la fábrica. He
estado confinado durante demasiado tiempo en el aislamiento
miltoniano y en la meditación. No hay duda de que ha llegado la hora
de introducirme valerosamente en nuestra sociedad, no al modo tedioso
y pasivo de la escuela de acción social de Myrna Minkoff, sino con
gran estilo y celo.
El
lector será testigo de una decisión valerosa, audaz y agresiva del
autor, una decisión que revela una militancia, una profundidad y un
vigor totalmente inesperados en persona de tanta suavidad y sosiego.
Mañana describiré con detalle mi respuesta a las Myrna Minkoff del
mundo. El resultado puede, por otra parte, derribar (demasiado
literalmente) al señor González como centro de poder dentro de Levy
Pants. Hemos de enfrentarnos a ese enemigo. Una de esas
organizaciones de derechos civiles, una de las más poderosas, me
cubrirá, con toda seguridad, de laureles.
Noto
un dolor casi insoportable en los dedos como consecuencia del
ejercicio excesivo que he realizado al escribir esto. He de dejar el
lápiz, mi motor de la verdad, y bañar mis manos agarrotadas en un
poco de agua caliente. Mi profunda devoción a la causa de la
justicia me ha llevado a esta extensa diatriba, y creo que mi círculo
dentro de un círculo, mi experiencia en Levy Pants, asciende hacia
nuevos éxitos y nuevas alturas.
Nota
sanitaria: Manos agarrotadas, válvula temporalmente abierta (a
medias).
Nota
social: Nada hoy; mamá ha vuelto a salir; parecía una cortesana;
uno de sus secuaces, quizás le interese al lector, ha demostrado su
incurabilidad revelando una atracción fetichista por los autobuses
Greyhound.
Voy
a rezar a San Martín de Porres, santo patrón de los mulatos, para
que triunfe nuestra causa en la fábrica. Dado que se le invoca
también contra las ratas, quizá nos ayude también en la oficina.
Hasta
luego,
Gary,
vuestro Chico Trabajador Activista.
John
Kennedy Toole. “La conjura de los necios”. 1989, Editorial
Anagrama.