Frente al silencio.

Frente al silencio.

lunes, 29 de diciembre de 2014

Montero Glez.



1



El Charolito sólo se fiaba de su polla. Era lo único en el mundo que jamás le daría por culo. Con arreglo a esto, es posible imaginarle la noche de autos, adentrándose en la residencial: lleva el culo prieto, el ojo avizor y la pestaña alerta. Su andar, burlón de gracia y chiste, tiene eso que llaman guapura y que tantos suspiros obliga. Los zapatos van lustrados y arrojan un soniquete que preña de ecos lo oscuro, que nos anuncia su salvaje cercanía. También su turbio origen.

Se trata de un hijo de la otra orilla, digamos que de la parte baja del tobogán de la vida; crianza de negra cuna y linaje confuso; pellejo delator y un paso endiablado, el suyo, que repiquetea en las calles aún calientes por culpa del último sol de la tarde. A todo esto, y según su reloj de pulsera, pasan diez minutos de la medianoche. El perfil de la luna asoma ya entre dos casas y, a lo lejos, unos ladridos le informan sobre su condición de extraño. Sin embargo, mediante esa familiar indiferencia que se gastan los solitarios, el Charolito sigue cu camino por limpias aceras. Lo hace con inequívoco garbo de torero suburbial y repeinado, curtido en la alta noche a punta de capote, directo a probar suerte.

Cree poner el pie sobre el mármol, nácar y cristal de Venecia; todo ello bañado con la cremosa luz de los dineros. Avanza por avenidas que emanan un frondoso perfume a jazmín, a monopolio, a robo consentido. Tuerce, dobla y quiebra las esquinas. Enfila sus pasos hasta una glorieta trazada al fondo de la calle, y allí se detiene un ratito, plantándose a los medios. Con el talle juncal, la estampa distinguida y la cara de pocos amigos, hace un paréntesis en el tiempo y ojea en torno con desprecio. Le parece que tiene algo de plaza de cortijo sevillano, no sé, de capea nocturna para señoritos, finas copas de oloroso y gomina de boutique, la glorieta. Aunque su corazón abrigue cierta atracción de contrarios, su mirada no puede evitar la antipatía. Y enmascarado de rencor, gira en redondo y dobla a la izquierda, donde se topa con una calle cortada al tráfico. Con ese pisar de nervio, sangre y codicia, cruza furtivo la peatonal. Y se pierde por laberintos dulces y lejanos; calzadas que nunca merecieron, ni merecerán jamás, un paso como aquel: de una pureza que no se vende.

Es posible imaginarle, la noche de autos, caminar bajo los sauces recién peinados de la residencial, las manos en los bolsillos y una poesía de sangre en la boca; es posible imaginar cómo su mirada de rufián le brilla de alegre aventura, en cuanto descubre, aparcado frente a una de las casas, un berda descapotable. Un flamante deportivo Ferrari, en rojo carmín, seis marchas y toda la pinta de entrar en las curvas sin un mal gesto. <<Está aguardándole, compadre>>, le dice, para sí, esa voz interior tan oportuna. (…)







Montero Glez. “Sed de Champán”. 1999, Edhasa. 




miércoles, 24 de diciembre de 2014

Louis-Ferdinand Céline



Fragmento.



Más vale no hacerse ilusiones, la gente nada tiene que decirse, sólo se hablan de sus propias penas, está claro. Cada cual a lo suyo, la tierra para todos. Intentan deshacerse de su pena y pasársela al otro, en el momento del amor, pero no da resultado y, por mucho que hagan, la conservan entera, su pena, y vuelven a empezar, intentan otra vez endosársela a alguien. <<Es usted muy guapa, señorita>>, van y dicen. Y reanudan la vida, hasta la próxima vez, en que volverán a probar el mismo truquillo. <<¡Es usted guapísima, señorita!...>>

Y después venga a jactarte, entretanto, de haberte librado de tu pena, pero todo el mundo sabe, verdad, que no es cierto y que te la has guardado pura y simplemente para ti solito. Como te vuelves cada vez más feo y repugnante con ese juego, al envejecer, ya ni siquiera puedes disimularla, tu pena, tu fracaso, acabas con la cara cubierta de esa fea mueca que tarda veinte, treinta años y más en subir, por fin, del vientre al rostro. Para eso sirve, y para eso sólo, un hombre, una mueca, que tarda toda una vida en fabricarse y ni siquiera llega siempre a terminarla, de tan pesada y complicada que es, la mueca que habría de poner para expresar toda su alma de verdad sin perderse nada. (…)






Louis-Ferdinand Céline. “Viaje al fin de la noche”. 1994, Edhasa.





lunes, 22 de diciembre de 2014

Mariano Crespo.



TE INTENTARÍA UN NOMBRE CON ALAS


Debes de estar dormida.
Estoy releyendo a Cortázar.
Suena "lonely woman" de Ornette Coleman.
Llegan malas noticias del frente a la trinchera.
La loba ya no tiene cinco lobitos.
Y Caperucita ya no es tan roja.
Sabes, si no estuviera encerrado,
saldría a decapitarte flores silvestres
recién besadas de lluvia
con veinte poemas de amor
y veinte pablos nerudas.
Si yo fuera Robinson
te buscaría un nombre cotidiano
pero como soy un naufrago anónimo
te intentaría un nombre con alas.
Debes de estar dormida
como para una foto robada
que me sirva de marcapáginas
en el capítulo 7 de Rayuela.
Suena "Lonely woman"
Estoy releyendo tu cara
Suena Ornette Coleman
y está ebria
la farola que ilumina la ventana
de un saxo que ve doble
el lamento que proclama.

Cortázar está julio y la noche marciana.




Mariano Crespo. "BAILANDO CON CHARLIE PARKER y otros secretos voluntarios". 2012, S.L. EXLIBRIS EDICIONES.



martes, 16 de diciembre de 2014

Jack Kerouac.



TERCERA PARTE.

IX


En muy poco tiempo estábamos de nuevo en la autopista y esa noche vi desplegarse ante mis ojos todo el estado de Nebraska. Íbamos a ciento setenta y cinco por hora por rectas interminables, cruzábamos pueblos dormidos, no había tráfico y el expreso de la Unión Pacific quedaba detrás de nosotros bajo la luz de la luna. No sentí miedo en toda la noche; era perfectamente legítimo ir a ciento setenta y cinco y hablar y ver aparecer y desaparecer como en sueños todas las localidades de Nebraska: Ogallala, Gothenburg, Kearney, Grand Island, Columbus...Era un coche magnífico; corría por la carretera como un barco por el agua. Tomábamos las curvas con toda soltura.

¡Ah, tío, qué coche tan maravilloso! suspiraba Dean. Piensa lo que podríamos hacer tú y yo si tuviéramos un coche como éste. ¿Sabes que hay una carretera que baja hasta México y luego sigue hasta Panamá...?, y quizá continúe hasta el final de Ámerica del Sur donde los indios miden más de dos metros y mascan coca en las montañas. ¡Sí! Tú y yo, Sal, recorreríamos el mundo entero en un coche como éste porque, tío, en definitiva la carretera tiene que dar la vuelta al mundo entero. ¿Adónde va a ir si no? ¿No es así? Pero, en fin, nos pasearemos por el viejo Chicago con este coche. Fíjate, Sal, nunca he estado en Chicago.

En este Cadillac pareceremos gángsters.
¡Eso es! ¿Y las chicas? Podremos ligarnos un montón de chicas. Sal, he decidido mantener una velocidad extra y así tendremos una noche entera para andar por allí con el coche. Ahora sólo tienes que descansar y yo conduciré todo el rato.
De acuerdo, ¿a qué velocidad vamos ahora?
Nos mantenemos más o menos a ciento ochenta...y ni siquiera se nota. Cruzaremos Iowa entero durante el día y luego recorreremos Illinois en muy poco tiempo. Los chicos se habían dormido y hablamos y hablamos toda la noche.

Era notable hasta qué punto Dean podía volverse loco y a continuación sondear su alma (que a mi juicio está arropada por un coche rápido, una costa a la que llegar y una mujer al final de la carretera), tranquila y sensatamente como si no hubiera pasado nada.




Jack Kerouac. “En el camino”. 2013 Anagrama.




domingo, 14 de diciembre de 2014

Roger Wolfe




LA PERIFERIA VA POR DENTRO



Vive en Madrid
y le agobia
el tráfico
la gente
los alquileres
la delincuencia
la polución sonora
y ambiental,
su trabajo en el
periódico,
la poca paga,
el jefe
de sección.
<<¿Se puede ver el mar
desde tu terraza?>>,
me pregunta.
<<Exactamente
no. Pero lo huelo.>>
<<Qué suerte tienes,
cabronazo. Vives
mejor que yo.>>
Ya. Bueno. La vida
es como cuando vas
a un restaurante.
El plato del de al lado
siempre te parece
mucho más apetitoso
que el que acabas
de pedir.





Roger Wolfe. “Arde Babilonia”. 1994, Colección Visor de Poesía.






viernes, 12 de diciembre de 2014

Teresa Torres.





Todo lo atravesé para lanzarme al vacío,
dejé huellas en la nieve
me quemé con su frío
sollocé ante las piedras
tapé mis ojos con signos,
amé tanto lo imposible que aullé
-sin luna llena-
condenando mis propios oídos
no supe parar porque iba ciega
entregándome al viento y su camino
pero no se extendieron mis alas
-sabes...pajarillo...no se abrieron y...-
y llegó la meta:
El fondo oscuro del abismo...




Teresa Torres. De su muro de Facebook. 2014



miércoles, 10 de diciembre de 2014

Lidia Li.



LYRICA


Juro por las musas del parnaso
que hay que estar bastante idiota
porque sería tan fácil
mandarlo todo al carajo
y pensar sólo en mí misma,

salir a quemar la noche,
embriagarme de química
y música extática
y encontrar el narcótico
del sexo sin ataduras

pero en lugar de eso aquí estoy,
envuelta en soledad y silencio,
ebria de letras y melancolía
con la vista clavada en el muro
esperando respuestas
que no llegan nunca.

Y qué le voy a hacer,
si soy adicta al zumo de estrellas
y a la música sorda de los astros
y -sobre todo- a esos ojos
que buscan entre mis versos
lo que mi boca arisca les niega.

Maldita poesía.
Par délicatesse j'ai perdu ma vie.

Calíope, vete al infierno
y llévate contigo la lira.


Lidia Li. 2014.



lunes, 8 de diciembre de 2014

Idea Vilariño.




Y SEGUIRÁ SIN MÍ



Y seguirá sin mí este mundo mago
este mundo podrido.
Tanto árbol que planté
y versos que escribí en la madrugada
y andarán por ahí como basura
como restos de un alma
de alguien que estuvo aquí
y ya no más
no más.
Lo triste lo peor fue haber vivido
como si eso importara
vivido como un pobre adolescente
que tropezó y cayó y no supo
y lloró y se quejó
y todo lo demás
y creyó que importaba.


                                         (Las Toscas, 1979)








Idea Vilariño. “Poesía Completa”. 2008, Lumen.






martes, 2 de diciembre de 2014

Raymond Carver.



CAJAS. (Fragmento)



La gente, en verano, suele tomarse vacaciones. Mi madre se muda. Empezó a mudarse años atrás, cuando mi padre se quedó sin trabajo. Cuando lo despidieron y se vio en el paro, vendiendo la casa (como si fuera lo que debiera hacerse en esos casos) y se mudaron a otras latitudes que pensaron más propicias. Pero las cosas tampoco mejoraron en su nuevo hogar. Así que volvieron a mudarse. Y siguieron mudándose una y otra vez. Vivían en casas alquiladas, en apartamentos, en roulottes, e incluso en moteles. Siempre de un sitio a otro, siempre más ligeros de equipaje en cada mudanza. En un par de ocasiones recalaron en la ciudad donde yo vivía. Se instalaron en mi casa, vivieron con mi mujer y conmigo un tiempo y volvieron a partir. Eran algo así como aves migratorias, sólo que sus desplazamientos no seguían ninguna pauta definida. Viajaron de un lado a otro durante años, y hubo veces en que salieron incluso del estado en busca de pastos más verdes. Pero en general sus peregrinaciones se mantenían dentro de los límites del norte de California. Al morir mi padre, pensé que mi madre dejaría de ir de un lado para otro y se quedaría en algún lugar durante un tiempo. Pero no fue así. Siguió mudándose. Una vez le sugerí que fuera a ver a un psiquiatra. Me ofrecí incluso a costeárselo. Pero ella no quiso ni oír hablar del asunto. En lugar de hacerme caso, lo que hizo fue dejar la ciudad e irse a vivir a otra parte. Debí de sentirme muy desesperado para que se ocurriera hablarle de un psiquiatra .

Se pasaba la vida haciendo o deshaciendo las maletas. A veces se mudaba dos o
tres veces al año. Hablaba con resentimiento del sitio que dejaba y con optimismo del que acababa de elegir. Su correo quedaba siempre atrás, la pensión le llegaba siempre a direcciones en las que ya no estaba, y se pasaba horas y horas escribiendo cartas para arreglar las cosas. Había veces en que se mudaba de una casa de apartamentos a otra situada a unas manzanas más allá, para luego volver al mismo edificio un mes después, sólo que a otro piso, a otra escalera. Así que cuando se mudó aquí decidí alquilarle una casa que estuviera amueblada a su gusto.

—Es esa manía de mudarse lo que la mantiene viva —decía Jill—. Lo que la mantiene ocupada. Debe de producirle una especie de placer morboso, imagino.

Acierte o no en lo del placer, Jill piensa que mi madre empieza a chochear. Y yo también lo pienso. Pero ¿cómo le dices a tu madre una cosa semejante? ¿Cómo tratarla en tal caso? El hecho de empezar a chochear no le impide planear y llevar a cabo su siguiente mudanza. (…)







Raymond Carver. “Tres rosas amarillas”. 1989, Edit. Anagrama.





sábado, 29 de noviembre de 2014

Dylan Thomas.




NO ENTRES DÓCIL EN ESA DULCE NOCHE



No entres dócil en esa dulce noche,
debe arder la vejez y delirar al fin del día;
rabia, rabia contra la agonía de la luz.

Aunque sepa el sabio al morir que la tiniebla es justa,
porque sus palabras no relampaguearon, él
no entra dócil en esa dulce noche.

Tras la última ola el hombre bueno, clamando lo brillantes
que habrían bailado sus gestas pobres en las bahías verdes,
rabia, rabia contra la agonía de la luz.

El fiero, que atrapó el sol cantándolo en su vuelo
y aprende, tarde, que lloraba su paso,
no entra dócil en esa dulce noche.

El solemne, en su muerte, al ver con vista cegadora
que ojos ciegos podrían flamear como meteoros, alegres,
rabia, rabia contra la agonía de la luz.

Y tú, padre, allá en la altura triste,
con llanto feroz maldice, bendíceme ahora, te ruego.
No entres dócil en esa dulce noche.
Rabia, rabia contra la agonía de la luz.





Dylan Thomas. “Muertes y entradas (1934-1952)”. 2003, Huerga y Fierro.





miércoles, 26 de noviembre de 2014

Domingo Acosta Felipe.



Q
u
i
e
r
o

una rebelión
donde pueda oírte
cada día
lo que sufrimos juntos,
felices,
luchando por la vida.

Quiero
una rebelión
que no se canse
cada noche
ni viva sólo
oculta
entre las sábanas,
tan lejos
del dolor
y el frío.

No basta con morir
y renacer
tan solo con tus brazos.





Domingo Acosta Felipe. De "Grito". Inédito (por poco tiempo).





lunes, 24 de noviembre de 2014

Stefan Zweig.



Fragmento.


Virata se encerró en su habitación, sin prestar oídos a llamadas y exhortaciones. Sólo cuando cayeron las sombras de la noche, se preparó para el camino: cogió un bastón, el platillo de las limosnas, un hacha para trabajar, un puñado de fruta como provisiones y, para meditar, las hojas de palmera con los escritos de la sabiduría; se arremangó la vestimenta por encima de las rodillas y, en silencio, abandonó la casa, sin siquiera volver la cabeza hacia su mujer, sus hijos y toda la comunidad de la hacienda: Caminó durante toda la noche hasta que llegó al río al cual, en un momento amargo de lucidez, había tirado su espada, lo vadeó y se dirigió río arriba por la otra orilla, donde no había edificación alguna y la tierra aún no conocía el arado.

Al romper el alba, llegó a un lugar donde un rayo había caído sobre un mango antiquísimo y frondoso y con su fuego había abierto un claro en el bosque. A su lado pasaba el río dibujando suaves recodos y una bandada de pájaros daba vueltas alrededor del agua mansa para beber de ella sin miedo. Reinaba claridad en el río abierto y sombra detrás de lo árboles. El rayo había dejado montones de leña y astillas desparramadas por todas partes: Virata examinó el solitario rectángulo abierto en medio del bosque. Y decidió construirse allí una cabaña y dedicar su vida a la contemplación, lejos de los hombres y sin culpa. (…)






Stefan Zweig. “Los ojos del hermano eterno”. 2002, Narrativa del Acantilado.



viernes, 21 de noviembre de 2014

Karmelo C. Iribarren.






Viajar en tren me produce una satisfacción indescriptible. Allí encerrado— a nada que tenga suerte con el compañero de asiento, o viaje solo— me siento libre, en ningún sitio y en todos, y si por mí fuese prolongaría el viaje indefinidamente. A veces he pensado si para mí la felicidad no se acercará bastante a eso: un compartimento acogedor de tren, y los días y los paisajes desfilando. Necesitaría libros, eso sí, y algunas otras cosas, pero no demasiadas.








Karmelo C. Iribarren. “Diario de K”. 2014, Renacimiento.



martes, 18 de noviembre de 2014

Escandar Algeet.



GARABATAZOS




Al principio creí en algunas cosas
y creí que esas cosas eran importantes
así que luché por ellas, o con ellas,
que es la mejor forma de luchar por algo.
             o por alguien.


Al principio me llené de sueños
porque no pensaba que los sueños pudieran ser un lujo.
me llené de sueños y me dije:
así, si los voy perdiendo, me quedará siempre alguno del que poder tirar.
              en caso de desvanecimiento.


Al principio yo no sabía de qué color eran las mentiras.
a qué sabía la rabia.
cuál era el significado último de ciertas lágrimas en ciertos ojos.


Ahora distingo de entre colores el gris,
mastico amargura con los puños,
y he memorizado unos cuantos diccionarios de palabras para explicar un lloro.


Ya no miro tanto al cielo, pero aún resisto en caminar mirando hacia bajo.


En época de cambios,
miras tus nuevas paredes y piensas que no va tan mal,
repasas los teléfonos que no usas
imaginando qué sería de ti si hubieras seguido llamando.


A ratos, te buscas excusas y haces un trato contigo mismo:
mirar lo bueno del camino para poder asumir lo malo.


Y extiendes las manos esperando que llueva de nuevo.
buscando el ácido pálpito de las dudas en la lengua.


Al principio era un cuento lleno de planos para palacios por construir.
ahora fumo tranquilo en un piso alquilado
y miro la papelera llena de folios rotos
              a garabatazos.


Ni me cuesta sonreír, ni no hacerlo me hace daño.





Escandar Algeet. “Alas de mar y prosa”. 3º edición, Enero 2013. Edit. Ya lo dijo Casimiro Parker.



viernes, 14 de noviembre de 2014

Lucía Domínguez.




¿Qué es la ausencia?
me pregunto
mientras leo
y un te necesito
me aprieta la carne,
ausencia es pensar en ti
y que el eco de tu recuerdo
me desguace la cordura
¿qué es el mar,
y el horizonte
qué es?

¿qué mierda es el amor?
cuando te agarran
las dos de la madrugada
y los minutos
se te clavan
como cuchillos
rasgando la piel
capa a capa
y se te vierten
todas las ganas
hacia fuera.

Siempre lo mismo,
demasiadas palabras,
con lo fácil
que es decir
simplemente:
¡Joder!
"Te echo de menos"




Lucía Domínguez (Ser Poema). 2014.


miércoles, 12 de noviembre de 2014

John Kennedy Toole.



CINCO. (IV) Fragmento.






Querido lector:

Un gran escritor es el amigo y benefactor de sus lectores.
                                                                                      
                                                                                       Macaulay.

Ha concluido ya, lector amable, otra jornada laboral. Como ya expliqué, he logrado extender una especie de pátina sobre las turbulencias y delirios de nuestra oficina. Poco a poco, se han eliminado todas las actividades no esenciales. De momento, estoy decorando diligentemente nuestra bulliciosa colmena de abejas burocráticas (tres). La analogía de las tres abejas me trae a la memoria tres A que describen muy adecuadamente mis actividades como trabajador administrativo: alejamiento, ahorro, armonía. Alejamiento de los empleados superfluos, con la armonía y el ahorro consiguientes. Hay también tres A que describen muy adecuadamente las actividades y características de ese bufón que tenemos de jefe administrativo: adoquín, animal, anormal, abominable, alcahuete, asqueroso, aguafiestas, agresor. (Me temo que, en este caso, la lista se me ha ido un poco de la mano.) He llegado a la conclusión de que nuestro jefe administrativo no cumple más función que la de obstaculizar y confundir. Si no fuera por él, el otro empleado (La Dama del Comercio* En español en el original) y yo estaríamos satisfechos y tranquilos, cumpliendo con nuestros deberes en una atmósfera de consideración mutua. Estoy seguro de que estos métodos dictatoriales son, en parte, la causa de ese deseo que la señorita T tiene de jubilarse.

Puedo, por fin, describirte ya, lector amable, nuestra fábrica. Esta tarde, ya plenamente satisfecho tras concluir la cruz (¡Si! Está terminada y proporciona a nuestra oficina una dimensión espiritual imprescindible), salí a visitar la algarabía y el estruendo, los chirridos y silbidos de la fábrica.

La escena que contemplaron mis ojos fue apremiante y repelente al mismo tiempo. En Levy Pants se ha preservado para la posteridad la cárcel-fábrica de inicios de la era industrial. Si la Smithsonian Institution, ese sobre sorpresa de los desechos de nuestra nación, pudiera, de algún modo, empaquetar herméticamente esa fábrica y transportarla a la capital de los Estados Unidos de Norteamérica, con todos sus obreros inmovilizados en actitud de trabajo, los visitantes que acudieran a ese discutible museo defecarían sin duda en sus chillones atuendos turísticos. Es una escena que combina lo peor de La cabaña del tío Tom y de Metrópolis, de Fritz Lang. Es la esclavitud de los negros mecanizada; ejemplifica el progreso que ha hecho pasar al negro de recoger algodón a cortarlo y coserlo. (Si estuviesen aún en la etapa recolectora de su evolución, al menos estarían en un entorno campestre saludable cantando y comiendo sandías, como se supone que hacen, según creo, cuando están en grupos al fresco. * En español en el original). Sentí que se sublevaban mis profundas y enérgicas convicciones respecto a la injusticia social. Mi válvula tuvo una violenta reacción.
[Respecto a las sandías, he de decir para que no se ofenda alguna organización profesional de derechos civiles, que nunca he sido un observador de las costumbres populares norteamericanas. Quizá me equivoque. Supongo que hoy la gente coge el algodón con una mano mientras que con la otra sostiene un transistor pegado a la oreja para que vomite boletines sobre coches usados y suavizantes para el pelo y peinados Corona Real y Vino Gallo en sus tímpanos, con un cigarrillo mentolado con filtro colgando de sus labios y amenazando con incendiar todo el algodonal. Aunque resido en las riberas del río Mississippi (Río famoso gracias a versos y canciones atroces, el motivo que más predomina es el que intenta convertir el río en una imagen paterna sustituta. En realidad, el río Mississippi es una masa de agua siniestra y traicionera cuyos remolinos y corrientes se llevan anualmente muchas vidas. No he conocido a nadie que se hubiera aventurado a introducir siquiera la punta del pie en sus asquerosas aguas contaminadas, en las que bullen heces, residuos industriales y mortíferos insecticidas. Hasta los peces se están muriendo. En consecuencia, el Mississippi como Padre-Dios-Moisés-Papi-Falo-Pa es un símbolo totalmente falso, creado, imagino, por el funesto farsante llamado Mark Twain. Esta incapacidad de establecer contacto con la realidad, es, sin embargo, característica de casi todo el <<arte>> de Norteamérica. Cualquier relación entre el arte norteamericano y el marco geográfico norteamericano es pura coincidencia; pero esto se debe sólo a que la nación como conjunto no tiene contacto alguno con la realidad. Esta es sólo una de las razones por las que siempre me he visto forzado a vivir en los márgenes de nuestra sociedad, consignado en el Limbo reservado a los que conocen la realidad cuando la ven), nunca he visto crecer el algodón y no tengo el menor deseo de verlo. La única excursión que hice en toda mi vida fuera de Nueva Orleans, me arrastró a través del vértigo hasta el remolino de la desesperación: Baton Rouge. En alguna futura entrega, una narración retrospectiva, quizá relate aquel peregrinaje a través de los pantanos, una jornada por el desierto de la que volví destrozado física, mental y espiritualmente. Nueva Orleans es, por otra parte, una metrópolis cómoda, en la que reina cierta apatía y cierto estancamiento que considero inofensivos. Por lo menos, el clima es suave; además, es aquí, en la Ciudad de la Media Luna, donde tengo asegurado un techo sobre mi cabeza y un Dr. Nut en el estómago, aunque ciertos parajes de África del Norte (Tánger, etc.) han atraído de cuando en cuando mi interés. Pero el viaje en barco seguramente me enervaría y desde luego no soy lo bastante perverso para intentar un viaje aéreo, aun en el caso de que pudiera permitírmelo. Los autobuses son ya suficientemente aterrados para hacerme aceptar el statu quo. Ojalá eliminasen esos autocares Scenecruisers; soy de la opinión de que su altura infringe algún artículo de las normas de tráfico interestatal respecto a espacio libre en túneles o algo así. Puede que algunos de ustedes, lectores queridos, con formación jurídica, recuerden el artículo en cuestión. No hay duda de que deberían eliminar esos chismes. El simple hecho de saber que corren atronadores por alguna carretera en esta noche oscura, me estremece.]

La fábrica es un edificio grande, tipo granero, que alberga piezas de tela, mesas de cortar, máquinas de coser inmensas y hornos que proporcionan el vapor necesario para el planchado. El efecto global es más bien surrealista, especialmente cuando uno ve a Les Africans moviéndose por allí, consagrados en sus tareas en este medio mecanizado. He de admitir que la ironía que todo esto encerraba cautivó mi imaginación. Surgió en mi mente una cosa de Joseph Conrad, aunque no logro recordar exactamente cuál en este momento. Quizás me equiparase a Kurtz, de El Corazón de las tinieblas, cuando, lejos de las oficinas mercantiles de Europa, se enfrentó con el horror final. Recuerdo que me imaginé con un salakof y unos pantalones de montar blancos de lino, mi rostro enigmático tras el velo de mosquitera.

Los hornos mantienen el lugar más bien cálido y sofocante en estos días frescos, pero sospecho que, en verano, los obreros gozan una vez más del clima de sus antepasados, un calor tropical algo ampliado por esos grandes artilugios que queman cabrón y producen vapor. Tengo entendido que la fábrica no funciona actualmente a pleno rendimiento, y observé que sólo funcionaba uno de aquellos artilugios, quemando carbón, y lo que parecía una de las mesas de cortar. Además, sólo vi terminar unos pantalones mientras estuve allí, aunque los trabajadores se movían sin cesar con piezas de tela de todo tipo. Una mujer estaba planchando, según comprobé, ropa de niño; y otra parecía hacer notables progresos con los fragmentos de satén color fucsia que estaba uniendo en una de las grandes máquinas de coser. Tuve la impresión de que confeccionaba un vestido de noche de mucho colorido, y bastante lascivo, además. He de decir que me admiró la eficacia con que manejaba el material, moviéndolo de un lado a otro bajo aquella inmensa aguja eléctrica. Esta mujer era sin duda una trabajadora muy diestra, y pensé que era doblemente lamentable que no consagrase su talento a la creación de unos pantalones… para Levy Pants. Evidentemente había un problema moral en la fábrica.

Busqué al señor Palermo, el encargado, que suele estar siempre, por otra parte, a sólo unos pasos de la botella, como pueden testificar las muchas confusiones que se han producido, cayéndose entre las mesas de cortar y las máquinas de coser. Le busqué sin ningún éxito. Debía estar trasegando un almuerzo líquido en una de las muchas tabernas de los alrededores de nuestra empresa. En los alrededores de Levy Pants hay un bar en cada esquina, indicio de que en la zona los salarios son abismalmente bajos. En calles en las que los habitantes están particularmente desesperados, hay hasta tres y cuatro bares en cada cruce.

Yo, en mi inocencia, sospeché que la raíz de la apatía que había observado entre los obreros era aquel jazz indecoroso que emitían los altavoces estridentes de las paredes. La psique bombardeada por esos ritmos no puede aguantar mucho tiempo, y se descompone y atrofia. En consecuencia, busqué y apagué el interruptor que controlaba la música.
Esta acción mía produjo un griterío general de protesta, bastante estridente y desafiantemente grosero, del conjunto de los trabajadores, que empezaron a mirarme hoscamente. Así que puse de nuevo la música, con una amplia sonrisa y un gesto amistoso, en una tentativa de reconocer mi error de juicio y ganarme la confianza de los trabajadores. (Sus inmensos ojos blancos estaban ya etiquetándome como un <<Myster Charlie>>. Tendría que luchar para mostrarles mi dedicación casi psicótica a ayudarles.)

Era evidente que la presión constante de aquella música les había creado una reacción así pavloviana al ruido, reacción que creían ya un placer. Como he pasado incontables horas de mi vida viendo a esos niños corrompidos de la televisión bailando al ritmo de tal género de música, conocía el espasmo físico que podía producir en teoría, e intenté allí mi propia versión conservadora del mismo, para pacificar aún más a los obreros. He de admitir que mi cuerpo se movió con sorprendente agilidad; no carezco de un cierto sentido innato del ritmo, sin duda mis ancestros debieron destacar bailando en las praderas y páramos de la Hiberna legendaria. Ignorando las miradas de los trabajadores, comencé a dar vueltas bajo uno de los altavoces gritando, contorsionándome y mascullando locamente: <<¡Adelante! ¡Adelante! ¡Hazlo, muchacho, hazlo! ¡Escuchad lo que voy a deciros! ¡Buf! >>. Me di cuenta de que había recuperado terreno cuando varios obreros empezaron a señalarme y a reírse. Me reí a mi vez para demostrar que compartía su alegría. De Casibus Virorum Illustrium! ¡De la Caída de los Grandes Hombres! Se produjo mi caída. Literalmente. Mi peculiar organismo, debilitado por las vueltas (sobre todo en la región de las rodillas), se sublevó al fin y caí a plomo al suelo en mi insensata tentativa de ejecutar uno de los pasos más egregiamente perversos, uno que había visto muchas veces en la televisión. Los obreros parecieron inquietarse un tanto y me ayudaron a levantarme muy cortésmente, sonriendo del modo más cordial. Advertí entonces que ya no tenía que temer por le faux pas de apagarles la música.
Pese a lo que han estado sometidos, los negros son una gente bastante agradable en general. Yo había tenido poca relación con ellos, en realidad, pues sólo me relaciono con mis iguales, y como no tengo iguales, no me relaciono con nadie. Al hablar con algunos obreros, todos los cuales parecían deseosos de hablar conmigo, descubrí que cobraban aún menos que la señorita Trixie.

Siempre he sentido, en cierto modo, una especie de afinidad con la gente de color, porque su situación es igual a la mía: nos hallamos fuera del círculo de la sociedad norteamericana. Mi exilio es voluntario, por supuesto. Es evidente, sin embargo, que muchos negros desean convertirse en miembros activos de la clase media norteamericana. La verdad es que no puedo entender por qué. He de admitir que este deseo suyo me lleva a poner en entredicho sus juicios de valor. Pero si quieren integrarse en la burguesía, no es asunto mío, en realidad. Pueden ratificar si quieren su propia condenación. Yo, personalmente, protestaría con todas mis fuerzas si sospechase que alguien intentaba auparme a la clase media. Lucharía contra el individuo descarriado que intentase auparme, desde luego. La lucha tomaría la forma de manifestaciones de protesta con los carteles y pancartas tradicionales, que, en este caso, dirían: <<Muera la clase media>>, <<Abajo la clase media>>. No me importaría tampoco lanzar uno o dos cócteles molotov. Además, evitaría meticulosamente sentarme junto a miembros de la clase media en restaurantes y en transportes públicos, manteniendo incólumes la honradez y la grandeza intrínsecas de mi ser. Si un blanco de clase media fuera lo bastante suicida como para sentarse a mi lado, imagino que le golpearía sonoramente en la cabeza y en los hombros con una manzana, arrojando, con suma destreza, uno de mis cócteles molotov a un autobús en marcha atiborrado de blancos de clase media con la otra. Aunque el asedio durase un mes o un año, estoy seguro de que al final me dejarían todos en paz, una vez evaluado el total de carnicería y de destrucción de propiedad.

Admiro el terror que son capaces de inspirar los negros en los corazones de algunos miembros del proletariado blanco y sólo desearía (ésta es una confesión muy personal) poseer la misma capacidad de aterrar. El que es negro aterra simplemente por serlo; yo, sin embargo, tengo que esforzarme un poco para lograr el mismo fin. Quizá debería haber sido negro. Sospecho que habría sido un negro muy grande y muy aterrador, un negro que apretase continuamente su muslo monumental contra los muslos marchitos de las viejecitas blancas en los transportes públicos y provocase más de un grito de pánico. Además, si fuera negro, mi madre no me presionaría para que encontrara un trabajo bueno, pues no habría ningún trabajo bueno a mi disposición. Y además mi madre, una vieja negra agotada, estaría demasiado abatida por años de duro trabajo como doméstica para salir a jugar a los bolos de noche. Ella y yo viviríamos muy agradablemente en alguna choza mohosa de los suburbios, en un estado de paz sin ambiciones, comprendiendo satisfechos que no se nos quería, y que luchar y esforzarse no tenía sentido.

Sin embargo, no quiero presenciar el asqueroso espectáculo de la ascensión de los negros al seno de la clase media. Considero este movimiento una gran ofensa a su integridad como pueblo. Pero volvamos a lo nuestro, es decir, a Levy Paants, la mercantil musa de esta empresa concreta. Un proyecto para el futuro podría ser una historia social de Estados Unidos desde mi ventajosa posición como observador; si El diario de un chico trabajador alcanza algún éxito en las librerías, quizá esboce una semblanza de nuestra nación con mi pluma. Nuestra nación necesita el escrutinio de un observador completamente objetivo como vuestro Chico Trabajador; tengo ya en mis archivos una colección bastante formidable de notas y apuntes en la que se analiza el mundo contemporáneo con una cierta perspectiva.

Hemos de apresurarnos a volver en las alas de la prosa a la fábrica y a sus gentes, que fueron quienes provocaron mi digresión, quizá demasiado extensa. Como decía, acababan de levantarme del suelo, y mi actuación y la subsiguiente caída de nalgas habían provocado un gran sentimiento de camaradería. Les di las gracias cordialmente, ellos por su parte, con su acento inglés del siglo diecisiete, inquirieron sobre mi condición con la mayor solicitud. Yo estaba ileso, y, dado que el orgullo es un Pecado Mortal que creo que en general eludo, nada había resultado dañado.

Pasé entonces a preguntarles por la fábrica, pues tal era el propósito de mi visita. Se mostraron muy dispuestos a hablar conmigo y parecieron interesarse aún más en mí como persona. Al parecer, las tediosas horas entre las mesas de cortar hacían que fuese doblemente agradable la presencia de un visitante. Charlamos con toda libertad, aunque los trabajadores se mostraban en general evasivos respecto a su trabajo. En realidad, parecían más interesados en mí que en ninguna otra cosa; no me molestaron sus atenciones y eludí tranquilamente todas sus preguntas hasta que se hicieron, por último, más bien personales. Algunos de ellos, que habían aparecido de vez en cuando por la oficina, formularon preguntas muy agudas sobre la cruz y los otros adornos; una dama apasionada pidió permiso (que le fue concedido, claro está) para reunir de vez en cuando a algunos de sus cofrades al pie de la cruz a cantar espirituales. (Yo aborrezco los espirituales y todos esos perversos himnos calvinistas del siglo diecinueve, pero estaba dispuesto a soportar que atacasen mis tímpanos si unas canciones de coro hacían felices a aquellos trabajadores.) Cuando les pregunté por sus salarios, descubrí que la paga semanal media es de menos de treinta (30) dólares. Mi considerada opinión es que un individuo se merece más que eso como salario por el simple hecho de estar en una fábrica cinco días por semana, sobre todo si la fábrica es como la de Levy Pants, donde el techo agujereado amenaza con derrumbarse en cualquier momento. Y, ¿quién sabe?, aquella gente quizá tuviese cosas mucho mejores que hacer que haraganear por Levy Pants; por ejemplo, componer jazz o crear bailes nuevos o hacer todas esas cosas que ellos hacen con tanta facilidad. No era extraño que reinara tanta apatía en la fábrica. Aun así era increíble que tanta disparidad como la que había entre el estancamiento de la producción en la fábrica y el tráfago febril de la oficina pudiesen albergarse dentro del mismo seno (Levy Pants). Si yo hubiera sido uno de los obreros (y habría sido un obrero muy grande y particularmente aterrador, como dije antes), habría irrumpido mucho antes en la oficina y exigido un salario decente.

Debo introducir aquí una nota. Cuando yo asistía esporádicamente, a las clases de graduados, conocí un día en la cafetería a la señorita Myrna Minkoff, joven pregraduada, una escandalosa y ofensiva doncella del Bronx. Esta especialista del universo del Gran Hormiguero se sintió atraída a la mesa en la cual tenía yo mi corte, por la singularidad y el magnetismo de mi ser. Cuando la magnificencia y la originalidad de mi visión del mundo se hizo patente a través de la conversación, la Minkoff empezó a atacarme a todos los niveles, llegando incluso, en determinado momento, a darme patadas, bastante vigorosas, por debajo de la mesa. Yo la fascinaba y la confundía al mismo tiempo; era, en suma, demasiado para ella. El provincianismo de los ghettos de Gotham no la había preparado para el carácter único y singular de Vuestro Chico Trabajador. Myrna, en fin, creía que todos los seres humanos que vivían al sur y al oeste del río Hudson eran vaqueros iletrados o (peor aún) protestantes blancos, una clase de seres humanos que como grupo se especializó en la ignorancia, la crueldad y la tortura. (No deseo yo defender concretamente a los blancos protestantes; tampoco les tengo en demasiada estima.)

Los modales brutales de Myrna pronto alejaron a mis cortesanos de la mesa, y nos quedamos solos, todo café frío y palabras ardientes. Cuando manifesté mi desacuerdo con sus rebuznos y parloteos, me dijo que yo era evidentemente un antisemita. Sus razonamientos eran una mixtura de medias verdades y de tópicos, su visión del mundo un compuesto de concepciones erróneas que se derivaban de una historia de nuestra nación, escrita desde la perspectiva de un túnel de metro. Escudriñó en su gran valija negra y me asaltó (casi literalmente) con pringosos ejemplares de Hombres y masas y ¡Ahora! Y A las barricadas y Agitación y Cambio y diversos manifiestos y panfletos pertenecientes a organizaciones de las que ella era el miembro más activo: Estudiantes por la libertad, Juventud por el sexo, Los musulmanes negros, Amigos de Lituania, Los hijos del mestizaje, Consejos de ciudadanos blancos. Myrna estaba, en fin, terriblemente comprometida con su sociedad; yo, por mi parte, más viejo y más sabio, estaba terriblemente descomprometido.

Había conseguido sacarle algo de dinero a su padre para venir a la universidad a ver cómo estaban las cosas <<por el sur>>. Desgraciadamente, me encontró a mí. El trauma de nuestro primer encuentro alimentó el masoquismo mutuo y desembocó en una especie de affair(platónica, claro está). (Myrna era decididamente masoquista. Sólo era feliz cuando un perro policía hundía sus colmillos en sus leotardos negros o cuando la arrastraban por los pies escaleras abajo para sacarla de una audiencia del Senado.) He de admitir que siempre sospeché que Myrna estaba interesada en mí sensualmente; mi actitud rigurosa hacia el sexo le intrigaba. En cierto modo, me convertí para ella en otra especie de causa. Logré, no obstante, desbaratar todos sus intentos de asaltar la fortaleza de mi cuerpo y mi inteligencia. Myrna y yo, por separado, confundíamos a la mayoría de los estudiantes, pero en pareja confundíamos doblemente a aquellos sonrientes cabezas de chorlito sureños, que constituían la mayor parte del cuerpo estudiantil. Según tengo entendido, los rumores que corrían por el campus nos ligaban a las intrigas más inconcebiblemente depravadas.

La panacea de Myrna, para cualquier cosa, desde arcas caídas hasta depresión nerviosa, era el sexo. Propagó diligentemente esta doctrina con desastrosas consecuencias para dos bellezas sureñas a las que tomó bajo su protección, con el propósito de renovar sus mentes atrasadas. Siguiendo el consejo de Myrna y con la solícita colaboración de varios jóvenes, una de estas sencillas muchachas sufrió una crisis nerviosa; la otra intentó, sin éxito, abrirse las venas con una botella rota de coca-cola. La explicación de Myrna fue que las chicas eran, en esencia, demasiado reaccionarias; y predicó con renovado vigor la libertad sexual en todas las aulas y pizzerias, logrando que casi la violase un bedel de la Facultad de Sociología. Yo, entretanto, procuraba guiarla por el camino de la verdad.

Tras unos cuantos semestres, Myrna desapareció de la universidad, diciendo, a su modo ofensivo: <<Este lugar no puede enseñarme nada que ya no sepa>> Los leotardos negros, la tupida mata de pelo y la valija monstruosa desaparecieron; el campus, con sus hileras de palmeras, volvió al letargo y besuqueo tradicionales. He vuelto a ver a esa ramera liberada algunas veces, pues, de cuando en cuando, se embarca en una <<gira de inspección>> por el Sur, parando en Nueva Orleans para arengarme e intentar seducirme con sus lúgubres cantos de cárcel y cadena y de cuadrilla, que rasguea en su guitarra. Myrna es muy sincera. Por desgracia, también es muy ofensiva.

Cuando la vi tras su último <<viaje de inspección>>, estaba bastante sucia y desvencijada. Había hecho paradas por el Sur rural, para enseñar a los negros canciones populares que había aprendido en la Biblioteca del Congreso. Parece ser que los negros preferían la música contemporánea y que encendían sus transistores ruidosa y desafiantemente cuando Myrna iniciaba una de sus lúgubres endechas. Aunque los negros habían procurado ignorarla, los blancos habían mostrado gran interés por ella. Bandas de blancos pobres y fanáticos la habían echado de los pueblos, le habían pinchado los neumáticos, le habían azotado los brazos. La habían perseguido sabuesos, le habían aplicado aguijadas eléctricas, la habían mordido perros policías, la habían rozado ligeramente con perdigones. Ella habría disfrutado infinito, y me había enseñado muy orgullosa (y, podría añadir, muy sugestivamente) la marca de un colmillo en la parte superior de uno de sus muslos. Mis ojos perplejos e incrédulos apreciaron que en aquella ocasión llevaba medias oscuras y no leotardos. Pero no se encendió por ello mi sangre.

Mantenemos una correspondencia regular, y el tema habitual de sus cartas es el de urgirme a participar en manifestaciones, desfiles y ocupaciones, sentadas y cosas de ese género. Pero yo no como en restaurantes baratos ni nado, así que he ignorado hasta el presente sus consejos. El tema subsidiario de su correspondencia es instarme a ir a Manhattan, para que ella y yo podamos alzar nuestra bandera de confusión gemela en aquel centro de horrores mecanizados. Si alguna vez me siento bien de veras, quizá haga el viaje. Por el momento, esa almizcleña jovencita probablemente esté en el fondo de un túnel de metro, atravesando el Bronx, corriendo en una asamblea de protesta social a alguna orgía de canciones populares, si no es algo peor. Algún día, las autoridades de nuestra sociedad la detendrán simplemente por ser quien es. La cárcel dará al fin sentido a su vida y acabará con sus frustraciones.

Un reciente comunicado suyo fue más audaz y más ofensivo de lo habitual. Hay que tratar con ella a su propio nivel, y así pensé en ella cuando examinaba las condiciones ínfimas de la fábrica. He estado confinado durante demasiado tiempo en el aislamiento miltoniano y en la meditación. No hay duda de que ha llegado la hora de introducirme valerosamente en nuestra sociedad, no al modo tedioso y pasivo de la escuela de acción social de Myrna Minkoff, sino con gran estilo y celo.

El lector será testigo de una decisión valerosa, audaz y agresiva del autor, una decisión que revela una militancia, una profundidad y un vigor totalmente inesperados en persona de tanta suavidad y sosiego. Mañana describiré con detalle mi respuesta a las Myrna Minkoff del mundo. El resultado puede, por otra parte, derribar (demasiado literalmente) al señor González como centro de poder dentro de Levy Pants. Hemos de enfrentarnos a ese enemigo. Una de esas organizaciones de derechos civiles, una de las más poderosas, me cubrirá, con toda seguridad, de laureles.

Noto un dolor casi insoportable en los dedos como consecuencia del ejercicio excesivo que he realizado al escribir esto. He de dejar el lápiz, mi motor de la verdad, y bañar mis manos agarrotadas en un poco de agua caliente. Mi profunda devoción a la causa de la justicia me ha llevado a esta extensa diatriba, y creo que mi círculo dentro de un círculo, mi experiencia en Levy Pants, asciende hacia nuevos éxitos y nuevas alturas.

Nota sanitaria: Manos agarrotadas, válvula temporalmente abierta (a medias).

Nota social: Nada hoy; mamá ha vuelto a salir; parecía una cortesana; uno de sus secuaces, quizás le interese al lector, ha demostrado su incurabilidad revelando una atracción fetichista por los autobuses Greyhound.

Voy a rezar a San Martín de Porres, santo patrón de los mulatos, para que triunfe nuestra causa en la fábrica. Dado que se le invoca también contra las ratas, quizá nos ayude también en la oficina.

Hasta luego,
Gary, vuestro Chico Trabajador Activista.







John Kennedy Toole. “La conjura de los necios”. 1989, Editorial Anagrama.