Frente al silencio.

Frente al silencio.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

John Kennedy Toole.



CINCO. (IV) Fragmento.






Querido lector:

Un gran escritor es el amigo y benefactor de sus lectores.
                                                                                      
                                                                                       Macaulay.

Ha concluido ya, lector amable, otra jornada laboral. Como ya expliqué, he logrado extender una especie de pátina sobre las turbulencias y delirios de nuestra oficina. Poco a poco, se han eliminado todas las actividades no esenciales. De momento, estoy decorando diligentemente nuestra bulliciosa colmena de abejas burocráticas (tres). La analogía de las tres abejas me trae a la memoria tres A que describen muy adecuadamente mis actividades como trabajador administrativo: alejamiento, ahorro, armonía. Alejamiento de los empleados superfluos, con la armonía y el ahorro consiguientes. Hay también tres A que describen muy adecuadamente las actividades y características de ese bufón que tenemos de jefe administrativo: adoquín, animal, anormal, abominable, alcahuete, asqueroso, aguafiestas, agresor. (Me temo que, en este caso, la lista se me ha ido un poco de la mano.) He llegado a la conclusión de que nuestro jefe administrativo no cumple más función que la de obstaculizar y confundir. Si no fuera por él, el otro empleado (La Dama del Comercio* En español en el original) y yo estaríamos satisfechos y tranquilos, cumpliendo con nuestros deberes en una atmósfera de consideración mutua. Estoy seguro de que estos métodos dictatoriales son, en parte, la causa de ese deseo que la señorita T tiene de jubilarse.

Puedo, por fin, describirte ya, lector amable, nuestra fábrica. Esta tarde, ya plenamente satisfecho tras concluir la cruz (¡Si! Está terminada y proporciona a nuestra oficina una dimensión espiritual imprescindible), salí a visitar la algarabía y el estruendo, los chirridos y silbidos de la fábrica.

La escena que contemplaron mis ojos fue apremiante y repelente al mismo tiempo. En Levy Pants se ha preservado para la posteridad la cárcel-fábrica de inicios de la era industrial. Si la Smithsonian Institution, ese sobre sorpresa de los desechos de nuestra nación, pudiera, de algún modo, empaquetar herméticamente esa fábrica y transportarla a la capital de los Estados Unidos de Norteamérica, con todos sus obreros inmovilizados en actitud de trabajo, los visitantes que acudieran a ese discutible museo defecarían sin duda en sus chillones atuendos turísticos. Es una escena que combina lo peor de La cabaña del tío Tom y de Metrópolis, de Fritz Lang. Es la esclavitud de los negros mecanizada; ejemplifica el progreso que ha hecho pasar al negro de recoger algodón a cortarlo y coserlo. (Si estuviesen aún en la etapa recolectora de su evolución, al menos estarían en un entorno campestre saludable cantando y comiendo sandías, como se supone que hacen, según creo, cuando están en grupos al fresco. * En español en el original). Sentí que se sublevaban mis profundas y enérgicas convicciones respecto a la injusticia social. Mi válvula tuvo una violenta reacción.
[Respecto a las sandías, he de decir para que no se ofenda alguna organización profesional de derechos civiles, que nunca he sido un observador de las costumbres populares norteamericanas. Quizá me equivoque. Supongo que hoy la gente coge el algodón con una mano mientras que con la otra sostiene un transistor pegado a la oreja para que vomite boletines sobre coches usados y suavizantes para el pelo y peinados Corona Real y Vino Gallo en sus tímpanos, con un cigarrillo mentolado con filtro colgando de sus labios y amenazando con incendiar todo el algodonal. Aunque resido en las riberas del río Mississippi (Río famoso gracias a versos y canciones atroces, el motivo que más predomina es el que intenta convertir el río en una imagen paterna sustituta. En realidad, el río Mississippi es una masa de agua siniestra y traicionera cuyos remolinos y corrientes se llevan anualmente muchas vidas. No he conocido a nadie que se hubiera aventurado a introducir siquiera la punta del pie en sus asquerosas aguas contaminadas, en las que bullen heces, residuos industriales y mortíferos insecticidas. Hasta los peces se están muriendo. En consecuencia, el Mississippi como Padre-Dios-Moisés-Papi-Falo-Pa es un símbolo totalmente falso, creado, imagino, por el funesto farsante llamado Mark Twain. Esta incapacidad de establecer contacto con la realidad, es, sin embargo, característica de casi todo el <<arte>> de Norteamérica. Cualquier relación entre el arte norteamericano y el marco geográfico norteamericano es pura coincidencia; pero esto se debe sólo a que la nación como conjunto no tiene contacto alguno con la realidad. Esta es sólo una de las razones por las que siempre me he visto forzado a vivir en los márgenes de nuestra sociedad, consignado en el Limbo reservado a los que conocen la realidad cuando la ven), nunca he visto crecer el algodón y no tengo el menor deseo de verlo. La única excursión que hice en toda mi vida fuera de Nueva Orleans, me arrastró a través del vértigo hasta el remolino de la desesperación: Baton Rouge. En alguna futura entrega, una narración retrospectiva, quizá relate aquel peregrinaje a través de los pantanos, una jornada por el desierto de la que volví destrozado física, mental y espiritualmente. Nueva Orleans es, por otra parte, una metrópolis cómoda, en la que reina cierta apatía y cierto estancamiento que considero inofensivos. Por lo menos, el clima es suave; además, es aquí, en la Ciudad de la Media Luna, donde tengo asegurado un techo sobre mi cabeza y un Dr. Nut en el estómago, aunque ciertos parajes de África del Norte (Tánger, etc.) han atraído de cuando en cuando mi interés. Pero el viaje en barco seguramente me enervaría y desde luego no soy lo bastante perverso para intentar un viaje aéreo, aun en el caso de que pudiera permitírmelo. Los autobuses son ya suficientemente aterrados para hacerme aceptar el statu quo. Ojalá eliminasen esos autocares Scenecruisers; soy de la opinión de que su altura infringe algún artículo de las normas de tráfico interestatal respecto a espacio libre en túneles o algo así. Puede que algunos de ustedes, lectores queridos, con formación jurídica, recuerden el artículo en cuestión. No hay duda de que deberían eliminar esos chismes. El simple hecho de saber que corren atronadores por alguna carretera en esta noche oscura, me estremece.]

La fábrica es un edificio grande, tipo granero, que alberga piezas de tela, mesas de cortar, máquinas de coser inmensas y hornos que proporcionan el vapor necesario para el planchado. El efecto global es más bien surrealista, especialmente cuando uno ve a Les Africans moviéndose por allí, consagrados en sus tareas en este medio mecanizado. He de admitir que la ironía que todo esto encerraba cautivó mi imaginación. Surgió en mi mente una cosa de Joseph Conrad, aunque no logro recordar exactamente cuál en este momento. Quizás me equiparase a Kurtz, de El Corazón de las tinieblas, cuando, lejos de las oficinas mercantiles de Europa, se enfrentó con el horror final. Recuerdo que me imaginé con un salakof y unos pantalones de montar blancos de lino, mi rostro enigmático tras el velo de mosquitera.

Los hornos mantienen el lugar más bien cálido y sofocante en estos días frescos, pero sospecho que, en verano, los obreros gozan una vez más del clima de sus antepasados, un calor tropical algo ampliado por esos grandes artilugios que queman cabrón y producen vapor. Tengo entendido que la fábrica no funciona actualmente a pleno rendimiento, y observé que sólo funcionaba uno de aquellos artilugios, quemando carbón, y lo que parecía una de las mesas de cortar. Además, sólo vi terminar unos pantalones mientras estuve allí, aunque los trabajadores se movían sin cesar con piezas de tela de todo tipo. Una mujer estaba planchando, según comprobé, ropa de niño; y otra parecía hacer notables progresos con los fragmentos de satén color fucsia que estaba uniendo en una de las grandes máquinas de coser. Tuve la impresión de que confeccionaba un vestido de noche de mucho colorido, y bastante lascivo, además. He de decir que me admiró la eficacia con que manejaba el material, moviéndolo de un lado a otro bajo aquella inmensa aguja eléctrica. Esta mujer era sin duda una trabajadora muy diestra, y pensé que era doblemente lamentable que no consagrase su talento a la creación de unos pantalones… para Levy Pants. Evidentemente había un problema moral en la fábrica.

Busqué al señor Palermo, el encargado, que suele estar siempre, por otra parte, a sólo unos pasos de la botella, como pueden testificar las muchas confusiones que se han producido, cayéndose entre las mesas de cortar y las máquinas de coser. Le busqué sin ningún éxito. Debía estar trasegando un almuerzo líquido en una de las muchas tabernas de los alrededores de nuestra empresa. En los alrededores de Levy Pants hay un bar en cada esquina, indicio de que en la zona los salarios son abismalmente bajos. En calles en las que los habitantes están particularmente desesperados, hay hasta tres y cuatro bares en cada cruce.

Yo, en mi inocencia, sospeché que la raíz de la apatía que había observado entre los obreros era aquel jazz indecoroso que emitían los altavoces estridentes de las paredes. La psique bombardeada por esos ritmos no puede aguantar mucho tiempo, y se descompone y atrofia. En consecuencia, busqué y apagué el interruptor que controlaba la música.
Esta acción mía produjo un griterío general de protesta, bastante estridente y desafiantemente grosero, del conjunto de los trabajadores, que empezaron a mirarme hoscamente. Así que puse de nuevo la música, con una amplia sonrisa y un gesto amistoso, en una tentativa de reconocer mi error de juicio y ganarme la confianza de los trabajadores. (Sus inmensos ojos blancos estaban ya etiquetándome como un <<Myster Charlie>>. Tendría que luchar para mostrarles mi dedicación casi psicótica a ayudarles.)

Era evidente que la presión constante de aquella música les había creado una reacción así pavloviana al ruido, reacción que creían ya un placer. Como he pasado incontables horas de mi vida viendo a esos niños corrompidos de la televisión bailando al ritmo de tal género de música, conocía el espasmo físico que podía producir en teoría, e intenté allí mi propia versión conservadora del mismo, para pacificar aún más a los obreros. He de admitir que mi cuerpo se movió con sorprendente agilidad; no carezco de un cierto sentido innato del ritmo, sin duda mis ancestros debieron destacar bailando en las praderas y páramos de la Hiberna legendaria. Ignorando las miradas de los trabajadores, comencé a dar vueltas bajo uno de los altavoces gritando, contorsionándome y mascullando locamente: <<¡Adelante! ¡Adelante! ¡Hazlo, muchacho, hazlo! ¡Escuchad lo que voy a deciros! ¡Buf! >>. Me di cuenta de que había recuperado terreno cuando varios obreros empezaron a señalarme y a reírse. Me reí a mi vez para demostrar que compartía su alegría. De Casibus Virorum Illustrium! ¡De la Caída de los Grandes Hombres! Se produjo mi caída. Literalmente. Mi peculiar organismo, debilitado por las vueltas (sobre todo en la región de las rodillas), se sublevó al fin y caí a plomo al suelo en mi insensata tentativa de ejecutar uno de los pasos más egregiamente perversos, uno que había visto muchas veces en la televisión. Los obreros parecieron inquietarse un tanto y me ayudaron a levantarme muy cortésmente, sonriendo del modo más cordial. Advertí entonces que ya no tenía que temer por le faux pas de apagarles la música.
Pese a lo que han estado sometidos, los negros son una gente bastante agradable en general. Yo había tenido poca relación con ellos, en realidad, pues sólo me relaciono con mis iguales, y como no tengo iguales, no me relaciono con nadie. Al hablar con algunos obreros, todos los cuales parecían deseosos de hablar conmigo, descubrí que cobraban aún menos que la señorita Trixie.

Siempre he sentido, en cierto modo, una especie de afinidad con la gente de color, porque su situación es igual a la mía: nos hallamos fuera del círculo de la sociedad norteamericana. Mi exilio es voluntario, por supuesto. Es evidente, sin embargo, que muchos negros desean convertirse en miembros activos de la clase media norteamericana. La verdad es que no puedo entender por qué. He de admitir que este deseo suyo me lleva a poner en entredicho sus juicios de valor. Pero si quieren integrarse en la burguesía, no es asunto mío, en realidad. Pueden ratificar si quieren su propia condenación. Yo, personalmente, protestaría con todas mis fuerzas si sospechase que alguien intentaba auparme a la clase media. Lucharía contra el individuo descarriado que intentase auparme, desde luego. La lucha tomaría la forma de manifestaciones de protesta con los carteles y pancartas tradicionales, que, en este caso, dirían: <<Muera la clase media>>, <<Abajo la clase media>>. No me importaría tampoco lanzar uno o dos cócteles molotov. Además, evitaría meticulosamente sentarme junto a miembros de la clase media en restaurantes y en transportes públicos, manteniendo incólumes la honradez y la grandeza intrínsecas de mi ser. Si un blanco de clase media fuera lo bastante suicida como para sentarse a mi lado, imagino que le golpearía sonoramente en la cabeza y en los hombros con una manzana, arrojando, con suma destreza, uno de mis cócteles molotov a un autobús en marcha atiborrado de blancos de clase media con la otra. Aunque el asedio durase un mes o un año, estoy seguro de que al final me dejarían todos en paz, una vez evaluado el total de carnicería y de destrucción de propiedad.

Admiro el terror que son capaces de inspirar los negros en los corazones de algunos miembros del proletariado blanco y sólo desearía (ésta es una confesión muy personal) poseer la misma capacidad de aterrar. El que es negro aterra simplemente por serlo; yo, sin embargo, tengo que esforzarme un poco para lograr el mismo fin. Quizá debería haber sido negro. Sospecho que habría sido un negro muy grande y muy aterrador, un negro que apretase continuamente su muslo monumental contra los muslos marchitos de las viejecitas blancas en los transportes públicos y provocase más de un grito de pánico. Además, si fuera negro, mi madre no me presionaría para que encontrara un trabajo bueno, pues no habría ningún trabajo bueno a mi disposición. Y además mi madre, una vieja negra agotada, estaría demasiado abatida por años de duro trabajo como doméstica para salir a jugar a los bolos de noche. Ella y yo viviríamos muy agradablemente en alguna choza mohosa de los suburbios, en un estado de paz sin ambiciones, comprendiendo satisfechos que no se nos quería, y que luchar y esforzarse no tenía sentido.

Sin embargo, no quiero presenciar el asqueroso espectáculo de la ascensión de los negros al seno de la clase media. Considero este movimiento una gran ofensa a su integridad como pueblo. Pero volvamos a lo nuestro, es decir, a Levy Paants, la mercantil musa de esta empresa concreta. Un proyecto para el futuro podría ser una historia social de Estados Unidos desde mi ventajosa posición como observador; si El diario de un chico trabajador alcanza algún éxito en las librerías, quizá esboce una semblanza de nuestra nación con mi pluma. Nuestra nación necesita el escrutinio de un observador completamente objetivo como vuestro Chico Trabajador; tengo ya en mis archivos una colección bastante formidable de notas y apuntes en la que se analiza el mundo contemporáneo con una cierta perspectiva.

Hemos de apresurarnos a volver en las alas de la prosa a la fábrica y a sus gentes, que fueron quienes provocaron mi digresión, quizá demasiado extensa. Como decía, acababan de levantarme del suelo, y mi actuación y la subsiguiente caída de nalgas habían provocado un gran sentimiento de camaradería. Les di las gracias cordialmente, ellos por su parte, con su acento inglés del siglo diecisiete, inquirieron sobre mi condición con la mayor solicitud. Yo estaba ileso, y, dado que el orgullo es un Pecado Mortal que creo que en general eludo, nada había resultado dañado.

Pasé entonces a preguntarles por la fábrica, pues tal era el propósito de mi visita. Se mostraron muy dispuestos a hablar conmigo y parecieron interesarse aún más en mí como persona. Al parecer, las tediosas horas entre las mesas de cortar hacían que fuese doblemente agradable la presencia de un visitante. Charlamos con toda libertad, aunque los trabajadores se mostraban en general evasivos respecto a su trabajo. En realidad, parecían más interesados en mí que en ninguna otra cosa; no me molestaron sus atenciones y eludí tranquilamente todas sus preguntas hasta que se hicieron, por último, más bien personales. Algunos de ellos, que habían aparecido de vez en cuando por la oficina, formularon preguntas muy agudas sobre la cruz y los otros adornos; una dama apasionada pidió permiso (que le fue concedido, claro está) para reunir de vez en cuando a algunos de sus cofrades al pie de la cruz a cantar espirituales. (Yo aborrezco los espirituales y todos esos perversos himnos calvinistas del siglo diecinueve, pero estaba dispuesto a soportar que atacasen mis tímpanos si unas canciones de coro hacían felices a aquellos trabajadores.) Cuando les pregunté por sus salarios, descubrí que la paga semanal media es de menos de treinta (30) dólares. Mi considerada opinión es que un individuo se merece más que eso como salario por el simple hecho de estar en una fábrica cinco días por semana, sobre todo si la fábrica es como la de Levy Pants, donde el techo agujereado amenaza con derrumbarse en cualquier momento. Y, ¿quién sabe?, aquella gente quizá tuviese cosas mucho mejores que hacer que haraganear por Levy Pants; por ejemplo, componer jazz o crear bailes nuevos o hacer todas esas cosas que ellos hacen con tanta facilidad. No era extraño que reinara tanta apatía en la fábrica. Aun así era increíble que tanta disparidad como la que había entre el estancamiento de la producción en la fábrica y el tráfago febril de la oficina pudiesen albergarse dentro del mismo seno (Levy Pants). Si yo hubiera sido uno de los obreros (y habría sido un obrero muy grande y particularmente aterrador, como dije antes), habría irrumpido mucho antes en la oficina y exigido un salario decente.

Debo introducir aquí una nota. Cuando yo asistía esporádicamente, a las clases de graduados, conocí un día en la cafetería a la señorita Myrna Minkoff, joven pregraduada, una escandalosa y ofensiva doncella del Bronx. Esta especialista del universo del Gran Hormiguero se sintió atraída a la mesa en la cual tenía yo mi corte, por la singularidad y el magnetismo de mi ser. Cuando la magnificencia y la originalidad de mi visión del mundo se hizo patente a través de la conversación, la Minkoff empezó a atacarme a todos los niveles, llegando incluso, en determinado momento, a darme patadas, bastante vigorosas, por debajo de la mesa. Yo la fascinaba y la confundía al mismo tiempo; era, en suma, demasiado para ella. El provincianismo de los ghettos de Gotham no la había preparado para el carácter único y singular de Vuestro Chico Trabajador. Myrna, en fin, creía que todos los seres humanos que vivían al sur y al oeste del río Hudson eran vaqueros iletrados o (peor aún) protestantes blancos, una clase de seres humanos que como grupo se especializó en la ignorancia, la crueldad y la tortura. (No deseo yo defender concretamente a los blancos protestantes; tampoco les tengo en demasiada estima.)

Los modales brutales de Myrna pronto alejaron a mis cortesanos de la mesa, y nos quedamos solos, todo café frío y palabras ardientes. Cuando manifesté mi desacuerdo con sus rebuznos y parloteos, me dijo que yo era evidentemente un antisemita. Sus razonamientos eran una mixtura de medias verdades y de tópicos, su visión del mundo un compuesto de concepciones erróneas que se derivaban de una historia de nuestra nación, escrita desde la perspectiva de un túnel de metro. Escudriñó en su gran valija negra y me asaltó (casi literalmente) con pringosos ejemplares de Hombres y masas y ¡Ahora! Y A las barricadas y Agitación y Cambio y diversos manifiestos y panfletos pertenecientes a organizaciones de las que ella era el miembro más activo: Estudiantes por la libertad, Juventud por el sexo, Los musulmanes negros, Amigos de Lituania, Los hijos del mestizaje, Consejos de ciudadanos blancos. Myrna estaba, en fin, terriblemente comprometida con su sociedad; yo, por mi parte, más viejo y más sabio, estaba terriblemente descomprometido.

Había conseguido sacarle algo de dinero a su padre para venir a la universidad a ver cómo estaban las cosas <<por el sur>>. Desgraciadamente, me encontró a mí. El trauma de nuestro primer encuentro alimentó el masoquismo mutuo y desembocó en una especie de affair(platónica, claro está). (Myrna era decididamente masoquista. Sólo era feliz cuando un perro policía hundía sus colmillos en sus leotardos negros o cuando la arrastraban por los pies escaleras abajo para sacarla de una audiencia del Senado.) He de admitir que siempre sospeché que Myrna estaba interesada en mí sensualmente; mi actitud rigurosa hacia el sexo le intrigaba. En cierto modo, me convertí para ella en otra especie de causa. Logré, no obstante, desbaratar todos sus intentos de asaltar la fortaleza de mi cuerpo y mi inteligencia. Myrna y yo, por separado, confundíamos a la mayoría de los estudiantes, pero en pareja confundíamos doblemente a aquellos sonrientes cabezas de chorlito sureños, que constituían la mayor parte del cuerpo estudiantil. Según tengo entendido, los rumores que corrían por el campus nos ligaban a las intrigas más inconcebiblemente depravadas.

La panacea de Myrna, para cualquier cosa, desde arcas caídas hasta depresión nerviosa, era el sexo. Propagó diligentemente esta doctrina con desastrosas consecuencias para dos bellezas sureñas a las que tomó bajo su protección, con el propósito de renovar sus mentes atrasadas. Siguiendo el consejo de Myrna y con la solícita colaboración de varios jóvenes, una de estas sencillas muchachas sufrió una crisis nerviosa; la otra intentó, sin éxito, abrirse las venas con una botella rota de coca-cola. La explicación de Myrna fue que las chicas eran, en esencia, demasiado reaccionarias; y predicó con renovado vigor la libertad sexual en todas las aulas y pizzerias, logrando que casi la violase un bedel de la Facultad de Sociología. Yo, entretanto, procuraba guiarla por el camino de la verdad.

Tras unos cuantos semestres, Myrna desapareció de la universidad, diciendo, a su modo ofensivo: <<Este lugar no puede enseñarme nada que ya no sepa>> Los leotardos negros, la tupida mata de pelo y la valija monstruosa desaparecieron; el campus, con sus hileras de palmeras, volvió al letargo y besuqueo tradicionales. He vuelto a ver a esa ramera liberada algunas veces, pues, de cuando en cuando, se embarca en una <<gira de inspección>> por el Sur, parando en Nueva Orleans para arengarme e intentar seducirme con sus lúgubres cantos de cárcel y cadena y de cuadrilla, que rasguea en su guitarra. Myrna es muy sincera. Por desgracia, también es muy ofensiva.

Cuando la vi tras su último <<viaje de inspección>>, estaba bastante sucia y desvencijada. Había hecho paradas por el Sur rural, para enseñar a los negros canciones populares que había aprendido en la Biblioteca del Congreso. Parece ser que los negros preferían la música contemporánea y que encendían sus transistores ruidosa y desafiantemente cuando Myrna iniciaba una de sus lúgubres endechas. Aunque los negros habían procurado ignorarla, los blancos habían mostrado gran interés por ella. Bandas de blancos pobres y fanáticos la habían echado de los pueblos, le habían pinchado los neumáticos, le habían azotado los brazos. La habían perseguido sabuesos, le habían aplicado aguijadas eléctricas, la habían mordido perros policías, la habían rozado ligeramente con perdigones. Ella habría disfrutado infinito, y me había enseñado muy orgullosa (y, podría añadir, muy sugestivamente) la marca de un colmillo en la parte superior de uno de sus muslos. Mis ojos perplejos e incrédulos apreciaron que en aquella ocasión llevaba medias oscuras y no leotardos. Pero no se encendió por ello mi sangre.

Mantenemos una correspondencia regular, y el tema habitual de sus cartas es el de urgirme a participar en manifestaciones, desfiles y ocupaciones, sentadas y cosas de ese género. Pero yo no como en restaurantes baratos ni nado, así que he ignorado hasta el presente sus consejos. El tema subsidiario de su correspondencia es instarme a ir a Manhattan, para que ella y yo podamos alzar nuestra bandera de confusión gemela en aquel centro de horrores mecanizados. Si alguna vez me siento bien de veras, quizá haga el viaje. Por el momento, esa almizcleña jovencita probablemente esté en el fondo de un túnel de metro, atravesando el Bronx, corriendo en una asamblea de protesta social a alguna orgía de canciones populares, si no es algo peor. Algún día, las autoridades de nuestra sociedad la detendrán simplemente por ser quien es. La cárcel dará al fin sentido a su vida y acabará con sus frustraciones.

Un reciente comunicado suyo fue más audaz y más ofensivo de lo habitual. Hay que tratar con ella a su propio nivel, y así pensé en ella cuando examinaba las condiciones ínfimas de la fábrica. He estado confinado durante demasiado tiempo en el aislamiento miltoniano y en la meditación. No hay duda de que ha llegado la hora de introducirme valerosamente en nuestra sociedad, no al modo tedioso y pasivo de la escuela de acción social de Myrna Minkoff, sino con gran estilo y celo.

El lector será testigo de una decisión valerosa, audaz y agresiva del autor, una decisión que revela una militancia, una profundidad y un vigor totalmente inesperados en persona de tanta suavidad y sosiego. Mañana describiré con detalle mi respuesta a las Myrna Minkoff del mundo. El resultado puede, por otra parte, derribar (demasiado literalmente) al señor González como centro de poder dentro de Levy Pants. Hemos de enfrentarnos a ese enemigo. Una de esas organizaciones de derechos civiles, una de las más poderosas, me cubrirá, con toda seguridad, de laureles.

Noto un dolor casi insoportable en los dedos como consecuencia del ejercicio excesivo que he realizado al escribir esto. He de dejar el lápiz, mi motor de la verdad, y bañar mis manos agarrotadas en un poco de agua caliente. Mi profunda devoción a la causa de la justicia me ha llevado a esta extensa diatriba, y creo que mi círculo dentro de un círculo, mi experiencia en Levy Pants, asciende hacia nuevos éxitos y nuevas alturas.

Nota sanitaria: Manos agarrotadas, válvula temporalmente abierta (a medias).

Nota social: Nada hoy; mamá ha vuelto a salir; parecía una cortesana; uno de sus secuaces, quizás le interese al lector, ha demostrado su incurabilidad revelando una atracción fetichista por los autobuses Greyhound.

Voy a rezar a San Martín de Porres, santo patrón de los mulatos, para que triunfe nuestra causa en la fábrica. Dado que se le invoca también contra las ratas, quizá nos ayude también en la oficina.

Hasta luego,
Gary, vuestro Chico Trabajador Activista.







John Kennedy Toole. “La conjura de los necios”. 1989, Editorial Anagrama.




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