Fragmento.
Virata
se encerró en su habitación, sin prestar oídos a llamadas y
exhortaciones. Sólo cuando cayeron las sombras de la noche, se
preparó para el camino: cogió un bastón, el platillo de las
limosnas, un hacha para trabajar, un puñado de fruta como
provisiones y, para meditar, las hojas de palmera con los escritos de
la sabiduría; se arremangó la vestimenta por encima de las rodillas
y, en silencio, abandonó la casa, sin siquiera volver la cabeza
hacia su mujer, sus hijos y toda la comunidad de la hacienda: Caminó
durante toda la noche hasta que llegó al río al cual, en un momento
amargo de lucidez, había tirado su espada, lo vadeó y se dirigió
río arriba por la otra orilla, donde no había edificación alguna y
la tierra aún no conocía el arado.
Al
romper el alba, llegó a un lugar donde un rayo había caído sobre
un mango antiquísimo y frondoso y con su fuego había abierto un
claro en el bosque. A su lado pasaba el río dibujando suaves recodos
y una bandada de pájaros daba vueltas alrededor del agua mansa para
beber de ella sin miedo. Reinaba claridad en el río abierto y sombra
detrás de lo árboles. El rayo había dejado montones de leña y
astillas desparramadas por todas partes: Virata examinó el solitario
rectángulo abierto en medio del bosque. Y decidió construirse allí
una cabaña y dedicar su vida a la contemplación, lejos de los
hombres y sin culpa. (…)
Stefan
Zweig. “Los ojos del hermano eterno”. 2002, Narrativa del
Acantilado.
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