Caravaggio
pintó
un cuadro que se perdió para siempre
en
un terremoto en Nápoles.
Era
una Resurrección de Cristo
distinta
al resto.
El
resucitado
salía
del sepulcro por su propio pie
con
la mirada perdida
y
una inequívoca expresión de dolor.
Nada
de volar por encima de los centuriones,
ni
pan de oro, ni cetros, ni la angustia policromada.
La
herida del costado seguía abierta
pero
no manaba sangre.
En
ese cuadro que ya no existe,
si
el observador pudiera fijarse con atención
en
el cielo estrellado,
podría
percibir
las
extrañas luces
de
unos platillos volantes
que
se alejaban veloces de este planeta
pero
que no tardarían en volver.
En
las paredes del sexo
de
una mujer
escribes
la
plegaria
del
goce
que
estalla luminosa en los espejos
sin
sujeto ni predicado.
No
tiene sentido
desdecirse
a
estas alturas,
cuando
existe
un bosque
que
aguarda
el
arrepentimiento
húmedo
y sincero
del
pirómano.
Pero
a ti toda esa mierda
no
te vale de nada.
Sueñas
con
campos y campos de heno,
cerillas
y
una lata de gasolina.
Un
paseo
por
el jardín,
uns
fotos,
un
intercambio de regalos
y
unos ejemplares firmados de "El Almuerzo Desnudo".
"In
Utero"
en
versión remasterizada,
agua
con soda
y
unas gotas de bourbon.
Profetas
del resentimiento
que
se pondrán de acuerdo en dos cosas:
1)
En cualquier parte del mundo
volverá
a
nacer, con los dientes apretados,
el
héroe de la clase trabajadora
y
morirá al terminar el día.
2)
El Big Bang
será(n)
unos
pocos
guepardos
que
alzancen
la
velocidad de la luz
para
morir en los brazos de nadie.
Roberto
R. Antúnez. "Ovnis en la noche americana". 2016, La
Penúltima editorial.
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