Frente al silencio.

Frente al silencio.

miércoles, 8 de agosto de 2018

Ignacio Martínez de Pisón




EL REY DE BASTOS



      Odio los días festivos porque me alejan del despacho. Los odio también por otros dos motivos: porque mi suegra aprovecha para poner en práctica las recetas que recorta de las revistas y porque mi mujer me obliga a ponerme chándals y prendas deportivas para andar por casa. Así las cosas, parece innecesario señalar que las Navidades no me inspiran precisamente gozo y regocijo. A la altísima concentración de días festivos que en esas fechas suele producirse se añade, además, la única cosa que se me antoja tan detestable como los propios días festivos: la necesidad de ir de compras.
      En esto, como en casi todo lo demás, mi mujer y yo nos parecemos bien poco. Ella disfruta recorriendo tiendas, preguntando precios, estudiando escaparates. Durante el resto del año tengo al menos la excusa del despacho, que me exime del deber de acompañarla. En Navidades esa excusa carece de valor.
      ―¿Pretendes que cargue yo con la responsabilidad de elegir todos los regalos? suele protestar.
      La responsabilidad de los regalos: un concepto que no entiendo, pero que, a fuerza de oírlo un año tras otro, ha acabado adquiriendo un alto de poder de persuasión.
      Tendrían que ver en esas ocasiones mi cara de disgusto. Me pruebo con desgana las prendas que mi muer escoge, expreso a regañadientes las opiniones que me solicita, empiezo a soltar bufidos en cuanto la veo indecisa.. De vez en cuando busco algún pretexto y me quedo a esperarla en la calle. Las Navidades pasadas, para no entrar en unos grandes almacenes atestados de gente, alegué que me hacía ilusión tener una foto de Santi, nuestro hijo, con el rey mago de la entrada. A mi mujer le pareció muy buena idea, así que nos dijimos adiós y Santi y yo nos pusimos en la cola de los que aguardaban para la foto.
      Aquel rey mago llevaba puesta una gran corona dorada que, en su parte superior, se cerraba en una especie de acerico de terciopelo. Su melena y sus barbas tenían la longitud y el color reglamentarios: largas y blanquisímas. El resto de su indumentaria estaba compuesta por una capa de raso azul celeste, una amplia túnica roja y un cordón trenzado en torno a la cintura. En contradicción con todo ello, unos mocasines más bien gastados asomaban por el extremo de la túnica y desmentían el ilusorio esplendor del personaje. Los niños iban pasando y el rey mago se los sentaba en las rodillas y les hacía preguntas previsibles: ¿qué nos has pedido este años?, ¿has sido bueno?, ¿te has portado bien con papá y mamá? En aquella voz impostada había algo que me resultaba lejanamente familiar.
      Mi hijo, emocionado, se mantenía abrazado a mi pierna. Cuando le tocó el turno pude ver al rey de cerca. Sus ojos eran los ojos de Bastos. Su frente era la de Bastos. Era Bastos. Lo había reconocido a pesar de la barba y del disfraz y de los treinta años transcurridos. Levantó Bastos a mi hijo y le preguntó si ya había escrito su carta a los reyes. <<Parece mentira...>>, pensé. Bastos había sido mi mejor amigo en el colegio. Él era entonces el mejor en todo, el que mejor jugaba al fútbol, el que mejor tocaba la guitarra, el más gamberro y más brillante.
      Pasó Bastos una mano por la cabeza de mi hijo y le desordenó el peinado.
      ―¿Has sido obediente este año? ¿Cuántas veces te ha tenido que castigar tu papá? le preguntó, y al decir esta última palabra me envió una rápida mirada que no me reconoció.
      Natural. Mi amistad no debió de ser memorable: yo de niño no jugaba al fútbol ni sabía tocar ningún instrumento, y no era gamberro ni brillante. Una breve punzada en el estómago precedió a una secreta pero intensa satisfacción. Yo era un segundón entonces, pero cómo había cambiado todo. Si nos hubiéramos conocido más tarde, habría sido al revés: yo me habría olvidado de él, y él me seguiría recordando. Pensé: <<Tengo doce empleados en mi despacho. El oficial, los auxiliares, las secretarias, el notificador. Él ni siquiera tendría un sitio en mi jerarquía. Detrás del último, ahí está él, con sus zapatos gastados y su barba postiza.>> Me devolvió Bastos a mi hijo, nuevamente sin reconocerme. <<Sí, Bastos, eras el rey y lo sigues siendo>>, bromeé para mis adentros, y una sensación de bienestar recorrió todo mi cuerpo.
      Volvimos a casa cargados de paquetes. Aquel encuentro casual me había transmitido una rara inquietud. Antes de acostarme abrí el cajón de las fotos. Al fondo de todo encontré la que buscaba. Era una foto de curso. Treinta niños y un cura en las escaleras de entrada al colegio. En la fila de en medio estábamos nosotros dos, Bastos y yo. Yo llevaba el flequillo igualado a la altura de las cejas y miraba hacia la cámara con expresión temerosa. Bastos, en cambio, tenía la cabeza ladeada y observaba con indiferencia algún objeto o persona situado a la derecha del fotógrafo. Había algo en nuestras respectivas actitudes que revelaba con nitidez cuál de los dos era superior y cuál inferior. Sin pensarlo dos veces, rompí la foto. Eso me hizo sentir mejor, como si todo lo mediocre de mi pasado hubiera sido abolido limpia y definitivamente.
      Al cabo de una semana descubrí una foto nueva entre las que estaban colocadas encima del televisor.
      ―¿Te gusta? La hemos recibido esta mañana dijo mi mujer.
      Era la foto del niño en las rodillas del rey mago. Con aquella mirada temerosa, mi hijo no podía sino recordarme a mí mismo, al niño que yo era a su misma edad. El rey mago observaba a alguien situado a su izquierda, casi fuera de la foto. Ese alguien era yo, y en aquella mirada brillaba un desprecio antiguo y burlón que no me resultaba desconocido.






Ignacio Martínez de Pisón. "Foto de familia". 1998, Anagrama.




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