EL
REY DE BASTOS
Odio
los días festivos porque me alejan del despacho. Los odio también
por otros dos motivos: porque mi suegra aprovecha para poner en
práctica las recetas que recorta de las revistas y porque mi mujer
me obliga a ponerme chándals y prendas deportivas para andar por
casa. Así las cosas, parece innecesario señalar que las Navidades
no me inspiran precisamente gozo y regocijo. A la altísima
concentración de días festivos que en esas fechas suele producirse
se añade, además, la única cosa que se me antoja tan detestable
como los propios días festivos: la necesidad de ir de compras.
En
esto, como en casi todo lo demás, mi mujer y yo nos parecemos bien
poco. Ella disfruta recorriendo tiendas, preguntando precios,
estudiando escaparates. Durante el resto del año tengo al menos la
excusa del despacho, que me exime del deber de acompañarla. En
Navidades esa excusa carece de valor.
―¿Pretendes
que cargue yo con la responsabilidad de elegir todos los regalos?
―suele
protestar.
La
responsabilidad de los regalos: un concepto que no entiendo, pero
que, a fuerza de oírlo un año tras otro, ha acabado adquiriendo un
alto de poder de persuasión.
Tendrían
que ver en esas ocasiones mi cara de disgusto. Me pruebo con desgana
las prendas que mi muer escoge, expreso a regañadientes las
opiniones que me solicita, empiezo a soltar bufidos en cuanto la veo
indecisa.. De vez en cuando busco algún pretexto y me quedo a
esperarla en la calle. Las Navidades pasadas, para no entrar en unos
grandes almacenes atestados de gente, alegué que me hacía ilusión
tener una foto de Santi, nuestro hijo, con el rey mago de la entrada.
A mi mujer le pareció muy buena idea, así que nos dijimos adiós y
Santi y yo nos pusimos en la cola de los que aguardaban para la foto.
Aquel
rey mago llevaba puesta una gran corona dorada que, en su parte
superior, se cerraba en una especie de acerico de terciopelo. Su
melena y sus barbas tenían la longitud y el color reglamentarios:
largas y blanquisímas. El resto de su indumentaria estaba compuesta
por una capa de raso azul celeste, una amplia túnica roja y un
cordón trenzado en torno a la cintura. En contradicción con todo
ello, unos mocasines más bien gastados asomaban por el extremo de la
túnica y desmentían el ilusorio esplendor del personaje. Los niños
iban pasando y el rey mago se los sentaba en las rodillas y les hacía
preguntas previsibles: ¿qué nos has pedido este años?, ¿has sido
bueno?, ¿te has portado bien con papá y mamá? En aquella voz
impostada había algo que me resultaba lejanamente familiar.
Mi
hijo, emocionado, se mantenía abrazado a mi pierna. Cuando le tocó
el turno pude ver al rey de cerca. Sus ojos eran los ojos de Bastos.
Su frente era la de Bastos. Era Bastos. Lo había reconocido a pesar
de la barba y del disfraz y de los treinta años transcurridos.
Levantó Bastos a mi hijo y le preguntó si ya había escrito su
carta a los reyes. <<Parece mentira...>>, pensé. Bastos
había sido mi mejor amigo en el colegio. Él era entonces el mejor
en todo, el que mejor jugaba al fútbol, el que mejor tocaba la
guitarra, el más gamberro y más brillante.
Pasó
Bastos una mano por la cabeza de mi hijo y le desordenó el peinado.
―¿Has
sido obediente este año? ¿Cuántas veces te ha tenido que castigar
tu papá? ―le
preguntó, y al decir esta última palabra me envió una rápida
mirada que no me reconoció.
Natural.
Mi amistad no debió de ser memorable: yo de niño no jugaba al
fútbol ni sabía tocar ningún instrumento, y no era gamberro ni
brillante. Una breve punzada en el estómago precedió a una secreta
pero intensa satisfacción. Yo era un segundón entonces, pero cómo
había cambiado todo. Si nos hubiéramos conocido más tarde, habría
sido al revés: yo me habría olvidado de él, y él me seguiría
recordando. Pensé: <<Tengo doce empleados en mi despacho. El
oficial, los auxiliares, las secretarias, el notificador. Él ni
siquiera tendría un sitio en mi jerarquía. Detrás del último, ahí
está él, con sus zapatos gastados y su barba postiza.>> Me
devolvió Bastos a mi hijo, nuevamente sin reconocerme. <<Sí,
Bastos, eras el rey y lo sigues siendo>>, bromeé para mis
adentros, y una sensación de bienestar recorrió todo mi cuerpo.
Volvimos
a casa cargados de paquetes. Aquel encuentro casual me había
transmitido una rara inquietud. Antes de acostarme abrí el cajón de
las fotos. Al fondo de todo encontré la que buscaba. Era una foto de
curso. Treinta niños y un cura en las escaleras de entrada al
colegio. En la fila de en medio estábamos nosotros dos, Bastos y yo.
Yo llevaba el flequillo igualado a la altura de las cejas y miraba
hacia la cámara con expresión temerosa. Bastos, en cambio, tenía
la cabeza ladeada y observaba con indiferencia algún objeto o
persona situado a la derecha del fotógrafo. Había algo en nuestras
respectivas actitudes que revelaba con nitidez cuál de los dos era
superior y cuál inferior. Sin pensarlo dos veces, rompí la foto.
Eso me hizo sentir mejor, como si todo lo mediocre de mi pasado
hubiera sido abolido limpia y definitivamente.
Al
cabo de una semana descubrí una foto nueva entre las que estaban
colocadas encima del televisor.
―¿Te
gusta? La hemos recibido esta mañana ―dijo
mi mujer.
Era
la foto del niño en las rodillas del rey mago. Con aquella mirada
temerosa, mi hijo no podía sino recordarme a mí mismo, al niño que
yo era a su misma edad. El rey mago observaba a alguien situado a su
izquierda, casi fuera de la foto. Ese alguien era yo, y en aquella
mirada brillaba un desprecio antiguo y burlón que no me resultaba
desconocido.
Ignacio
Martínez de Pisón. "Foto de familia". 1998, Anagrama.
No hay comentarios:
Publicar un comentario