Frente al silencio.

Frente al silencio.

martes, 14 de agosto de 2018

Gonzalo T. Malvido




Don Raúl, doctor en Filología Románica por Salamanca, y los cuervos.




      Estaba aquella tarde don Raúl merendando su cotidiano café con churros, sentado como siempre a la mesa camilla junto al balcón y, como en tantísimas otras ocasiones a la misma o distinta hora, reconfortando su espíritu con la panorámica que desde allí se divisaba factor determinante cuando años atrás se había instalado en aquel sexto piso sobre la placita de Monterrey, no sólo de la decisión de alquilarlo sino sobre todo de la elección de aquel cuarto con balcón como gabinete de trabajo: el triple contrapunto de la afiligranada torre del frontero palacio con cúpula de la iglesia de la Purísima y la tejada cubierta de las Úrsulas vibrando al sol de poniente sobre el monótono arpegio de patios y verdores conventuales, y no estaba mal la imagen, a cuya contemplación había dedicado desde aquellos lejanos días innumerables horas en busca de inspiración para sus trabajos; el primero de todos, la tesis doctoral, consistente en un estudio comparativo del poema <<Castilla>> de Manuel Machado y los fragmentos correspondientes del Cantar del Mio Cid, y el más reciente, rematado pocos días antes, que precisamente trataba de la comedura de coco, en términos vulgares contemporáneos, que en realidad había supuesto en sus respectivos momentos aquellas muestras de monumentalidad artística allí plasmadas a la vista ante su balcón (la dorada torre de Monterrey, la cúpula romana de la Purísima, el airoso ábside tan graciosamente retejado de las Úrsulas, órdenes todos de idénticas pretensiones de poder y dominio no obstante su diversidad de formal; y, si no, allí estaban aquellas estéticas al alcance de quien quisiera analizarlas de otro modo. Una auténtica evolución, sí señor, a través de los años, tanto de su pensamiento como de su personalidad).
      Y, como siempre en parecido trance, mordisqueando un churro en espera del archiconocido ángulo de incidencia del sol de atardecer en la ostentosa cúpula gris que durante unos momentos inundaría su mente de ideas, imágenes y metáforas; cuando, de repente, llamó su atención el vuelo de una pareja de cuervos que avanzaban batiendo sus agoreras alas por el mar de luz que comenzaba a anegar los tejados, las torres y las copas de los árboles. Primero la cúpula, a la izquierda <<a la exida de Vivar ovo la corneja diestra, y a la entrada en Burgos óvola siniestra>>, recordó don Raúl, subrayando su ocurrencia con media sonrisa mientras mojaba un nuevo churro en el café con leche, y enseguida la torre, le hurtaron unos instantes el vuelo escandido por el doble, pausado y negro aleteo. No eran frecuentes los cuervos sobre la ciudad; en realidad, no recordaba haber visto a ninguno, desde aquel balcón, a lo largo de los muchos años que llevaba viviendo en la casa: no se le habría olvidado el detalle; palomas, cigüeñas, golondrinas, sí, incluso urracas, pero cuervos, nunca; ¡y así irrumpiendo por la izquierda en la tan conocida panorámica! Jamás, segurísimo.
      Y ya los cuervos, en el transcurso de estas reflexiones acompañadas de churro empapado, habían pasado tras los tres principales hitos de la panorámica; además de perdido notoriamente altura en su vuelo. Y don Raúl, picado por la curiosidad de saber dónde se posarían, se levantó y salió al balcón masticando el último trozo del último churro, <<Lo que hace la deformación profesional>>, pensó; y recordó, deslavazadas, algunas otras referencias literarias a cuento con agoreras aves.
      Mas hete aquí que, por imposible que pareciese, los pajarracos habían desaparecido del espacio que abarcaba su mirada. Una breve composición de lugar le deparó, sin embargo, la convicción de que entonces tenían que haberse posado en algún punto muy próximo, pues de lo contrario, aun teniendo en cuenta la pérdida de altura observada durante el último tramo del doble vuelo, justo a la derecha de las úrsulas, deberían seguir a la vista. Intrigado, don Raúl oteó las proximidades y, ante el negativo resultado de su escrutinio, se inclinó todo lo que el balcón y su agilidad le permitían para indagar en las inmediaciones menos visibles. ¡Ah, allí estaban, sobre un alero!
      Sólo que entonces el balcón hizo ¡crac!, se desprendió de su asiento y se precipitó en el vacío, arrastrando en la caída a don Raúl, aún asido a la barandilla, el cual recorrió los seis pisos que lo separaban de la calle anulado casi por el horror inminente y sin otra idea que la negra evidencia de la corvina superstición medieval. Y su alarido al estrellarse contra la acera quedó ahogado por el metálico estrépito del choque del balcón contra la piedra.



Gonzalo T. Malvido. "Doce cuentos ejemplares". 1996, Alfaguara.




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