Don
Raúl, doctor en Filología Románica por Salamanca, y los cuervos.
Estaba
aquella tarde don Raúl merendando su cotidiano café con churros,
sentado como siempre a la mesa camilla junto al balcón y, como en
tantísimas otras ocasiones a la misma o distinta hora, reconfortando
su espíritu con la panorámica que desde allí se divisaba ―factor
determinante cuando años atrás se había instalado en aquel sexto
piso sobre la placita de Monterrey, no sólo de la decisión de
alquilarlo sino sobre todo de la elección de aquel cuarto con balcón
como gabinete de trabajo―:
el triple contrapunto de la afiligranada torre del frontero palacio
con cúpula de la iglesia de la Purísima y la tejada cubierta de las
Úrsulas vibrando al sol de poniente sobre el monótono arpegio de
patios y verdores conventuales, y no estaba mal la imagen, a cuya
contemplación había dedicado desde aquellos lejanos días
innumerables horas en busca de inspiración para sus trabajos; el
primero de todos, la tesis doctoral, consistente en un estudio
comparativo del poema <<Castilla>> de Manuel Machado y
los fragmentos correspondientes del Cantar del Mio Cid, y el más
reciente, rematado pocos días antes, que precisamente trataba de la
comedura de coco, en términos vulgares contemporáneos, que en
realidad había supuesto en sus respectivos momentos aquellas
muestras de monumentalidad artística allí plasmadas a la vista ante
su balcón (la dorada torre de Monterrey, la cúpula romana de la
Purísima, el airoso ábside tan graciosamente retejado de las
Úrsulas, órdenes todos de idénticas pretensiones de poder y
dominio no obstante su diversidad de formal; y, si no, allí estaban
aquellas estéticas al alcance de quien quisiera analizarlas de otro
modo. Una auténtica evolución, sí señor, a través de los años,
tanto de su pensamiento como de su personalidad).
Y,
como siempre en parecido trance, mordisqueando un churro en espera
del archiconocido ángulo de incidencia del sol de atardecer en la
ostentosa cúpula gris que durante unos momentos inundaría su mente
de ideas, imágenes y metáforas; cuando, de repente, llamó su
atención el vuelo de una pareja de cuervos que avanzaban batiendo
sus agoreras alas por el mar de luz que comenzaba a anegar los
tejados, las torres y las copas de los árboles. Primero la cúpula,
a la izquierda ―<<a
la exida de Vivar ovo la corneja diestra, y a la entrada en Burgos
óvola siniestra>>, recordó don Raúl, subrayando su
ocurrencia con media sonrisa mientras mojaba un nuevo churro en el
café con leche―,
y enseguida la torre, le hurtaron unos instantes el vuelo escandido
por el doble, pausado y negro aleteo. No eran frecuentes los cuervos
sobre la ciudad; en realidad, no recordaba haber visto a ninguno,
desde aquel balcón, a lo largo de los muchos años que llevaba
viviendo en la casa: no se le habría olvidado el detalle; palomas,
cigüeñas, golondrinas, sí, incluso urracas, pero cuervos, nunca;
¡y así irrumpiendo por la izquierda en la tan conocida panorámica!
Jamás, segurísimo.
Y
ya los cuervos, en el transcurso de estas reflexiones acompañadas de
churro empapado, habían pasado tras los tres principales hitos de la
panorámica; además de perdido notoriamente altura en su vuelo. Y
don Raúl, picado por la curiosidad de saber dónde se posarían, se
levantó y salió al balcón masticando el último trozo del último
churro, <<Lo que hace la deformación profesional>>,
pensó; y recordó, deslavazadas, algunas otras referencias
literarias a cuento con agoreras aves.
Mas
hete aquí que, por imposible que pareciese, los pajarracos habían
desaparecido del espacio que abarcaba su mirada. Una breve
composición de lugar le deparó, sin embargo, la convicción de que
entonces tenían que haberse posado en algún punto muy próximo,
pues de lo contrario, aun teniendo en cuenta la pérdida de altura
observada durante el último tramo del doble vuelo, justo a la
derecha de las úrsulas, deberían seguir a la vista. Intrigado, don
Raúl oteó las proximidades y, ante el negativo resultado de su
escrutinio, se inclinó todo lo que el balcón y su agilidad le
permitían para indagar en las inmediaciones menos visibles. ¡Ah,
allí estaban, sobre un alero!
Sólo
que entonces el balcón hizo ¡crac!, se desprendió de su asiento y
se precipitó en el vacío, arrastrando en la caída a don Raúl, aún
asido a la barandilla, el cual recorrió los seis pisos que lo
separaban de la calle anulado casi por el horror inminente y sin otra
idea que la negra evidencia de la corvina superstición medieval. Y
su alarido al estrellarse contra la acera quedó ahogado por el
metálico estrépito del choque del balcón contra la piedra.
Gonzalo
T. Malvido. "Doce cuentos ejemplares". 1996, Alfaguara.
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