Frente al silencio.

Frente al silencio.

viernes, 24 de agosto de 2018

Oscar Wilde




Fragmentos:




      Después de una larga e infructuosa espera me he decidido a escribirte, y ello tanto por ti como por mí, pues me repugna saber que he permanecido en prisión durante dos largos años sin haber recibido de ti ni una sola carta, una noticia cualquiera: ninguna cosa he sabido de ti, excepto aquello que había de producirme dolor.
      Nuestra trágica y lamentable amistad, ha finalizado para mí de un modo infame, y para ti con escándalo público. Pero, el recuerdo de nuestra antigua amistad me acompaña con frecuencia y siento una gran pena al pensar que mi corazón, antes repleto de amor, está ya para siempre lleno de aborrecimiento, desprecio y amargura.

***



      Los dioses me habían dado casi todo: tenía el genio, un apellido distinguido, una elevada posición social, fama, brillantez y audacia intelectual. Yo he hecho del arte una filosofía, y de la filosofía un arte; he enseñado a los hombres a pensar de otro modo, y he dado otro color a las cosas. Cuanto decía o hacía asombraba a las gentes. Me apoderé del drama, la forma más objetiva que se conoce del arte, y lo transformé en un medio de expresión tan personal como una poesía lírica, o un soneto, y al mismo tiempo amplié su campo de acción con la psicología. Drama, novela, poesía en prosa y poesía en verso, diálogo espiritual o fantástico, cuanto yo toqué lo revestí de una belleza nueva. Y además le impuse el artificio y le di su carácter natural, e hice de ambos su imperio legítimo. Y mostré que la verdad y la falsedad son únicamente formas intelectuales.
      Para mí, el arte era una realidad suprema, y la vida un modo de la ficción. Desperté la imaginación de mi siglo, haciéndola envolverme en mitos y leyendas. Resumí en una frase todos los sistemas filosóficos, y toda la existencia en un epigrama.

***



      Muchos hombres, al ser puestos en libertad, se llevan la cárcel consigo y la ocultan en su corazón, como una infamia secreta, y acaban por arrastrarse en un agujero como desgraciados envenenados, hasta morir. Es penoso que la sociedad les impulse a ello. La sociedad se arroga el derecho de infligir al individuo atroces castigos, pero también posee el vicio supremo de la superficialidad, y no llega a darse cuenta de lo que hace. Al hombre que ya ha terminado su condena, lo abandona a su suerte, o sea que se despreocupa de él, justo en el momento en que más deber para con él tiene. Se avergüenza verdaderamente de sus propias acciones, y evita a aquellos a quienes a castigado como se huye de un acreedor a quien no se puede pagar, o de alguien a quien se ha provocado un daño irreparable. Yo, por mi parte, puedo pretender que, así como yo me comprendo lo que he padecido, la sociedad se comprenda cuanto me ha infligido, y que no quede ni en ella ni en mí ningún tipo de amargura ni de odio.

***







Había perdido mi nombre, mi posición, mi felicidad, mi libertad, mi fortuna. Era un preso, y era un pobre, pero me quedaba mi bien más preciado: mis hijos. Y de repente la ley me los arrebata. El golpe fue tan atroz, que no supe qué hacer. Me puse de rodillas, incliné la cabeza, lloré y dije: <<El cuerpo de un niño es como el cuerpo del Señor; ya no soy digno de ninguno de los dos>>. Y ese momento fue sin duda el que me salvó. En ese momento comprendí que sólo me quedaba aceptarlo todo. Y desde entonces, por curioso que resulte, soy feliz, pues he llegado hasta la esencia última de mi alma. Había mostrado ser su enemigo en muchos aspectos, y la encontré esperándome como un amigo. Al entrar en contacto con el alma, uno se vuelve otra vez niño, y como dijo Cristo, es lo que uno ha de ser. Es trágico pensar que pocas son las personas que se hallan en posesión de su alma antes de morir.

***



      Vivir para los demás no era el objetivo concreto y consciente de su doctrina. Su base era otra muy distinta. Dice: <<Perdonad a vuestros enemigos>>, y ello no implica el amor a nuestros enemigos, sino a nosotros mismos. Pues el amor es más hermoso que el odio.

***



      Se me dijo a menudo que era demasiado individualista. Ahora soy mucho más individualista que antes. Necesito extraer de mí mucho más de lo que antes sacaba, y pedirle menos al mundo. En verdad, mi ruina no es consecuencia de un exceso, sino de falta de individualismo. La única acción vergonzosa de mi vida, la única imperdonable y por siempre despreciable, fue atreverme a pedir a la sociedad ayuda y protección. Desde el punto de vista individualista, esa apelación de auxilio era demasiado torpe. ¿Qué disculpa invocar a mi favor?
      Una vez que puse en marcha las fuerzas de la sociedad, ésta se volvió contra mí, diciendo: <<Viviste desafiando mis leyes, ¿y ahora recurres a mis leyes para que te protejan? Pues bien: ahora te haremos sentir todo el peso de ellas, y tendrás que soportar sus consecuencias>>. Y el resultado de esto fue que ahora me vea en un calabozo. Y, durante el transcurso de mis tres procesos, he podido sentir amargamente la ignominiosa ironía de mi situación. Pienso que nunca ningún hombre cayó de manera tan innoble, y precipitado por tan vergonzosos instrumentos, como yo. En Dorian Gray se leen estas palabras: <<Siempre es poco el cuidado que se pone en la elección de los enemigos>>. Nunca habría pensado que yo mismo, por culpa de unos parias, llegaría a convertirme en un paria. Y por eso es tanto el desprecio que me tengo.

***





Oscar Wilde."De Profundis". 2013, Plutón Ediciones.



miércoles, 22 de agosto de 2018

Luis Cernuda (I)




DIRÉ CÓMO NACISTEIS


Diré cómo nacisteis, placeres prohibidos,
Como nace un deseo sobre torres de espanto,
Amenazadores barrotes, hiel descolorida,
Noche petrificada a fuerza de puños,
Ante todos, incluso el más rebelde,
Apto solamente en la vida sin muros.

Corazas infranqueables, lanzas o puñales,
Todo es bueno si deforma un cuerpo;
Tu deseo es beber esas hojas lascivas
O dormir en ese agua acariciadora.
No importa;
Ya declaran tu espíritu impuro.

No importa la pureza, los dones que un destino
Levantó hacia las aves con manos imperecederas;
No importa la juventud, sueño más que hombre,
La sonrisa tan noble, playa de seda bajo la tempestad
De un régimen caído.

Placeres prohibidos, planetas terrenales,
Miembros de mármol con sabor de estío,
Jugo de esponjas abandonadas por el mar,
Flores de hierro, resonantes como el pecho de un hombre.

Soledades altivas, coronas derribadas,
Libertades memorables, manto de juventudes;
Quien insulta esos frutos, tinieblas en la lengua,
Es vil como un rey, como sombra de rey
Arrastrándose a los pies de la tierra
Para conseguir un trozo de vida.

No sabía los límites impuestos,
Límites de metal o papel,
Ya que el azar le hizo abrir los ojos bajo una luz tan
      alta,
Adonde no llegan realidades vacías,
Leyes hediondas, códigos, ratas de paisajes desnudos.

Extender entonces la mano
Es hallar una montaña que prohibe,
Un bosque impenetrable que niega,
Un mar que traga adolescentes rebeldes.

Pero si la ira, el ultraje, el oprobio y la muerte,
Ávidos dientes sin carne todavía,
Amenazan abriendo sus torrentes,
De otro lado vosotros, placeres prohibidos,
Bronce de orgullo, blasfemia que nada precipita,
Tendéis en una mano el misterio,
Sabor que ninguna amargura corrompe,
Cielos, cielos relampagueantes que aniquilan.

Abajo, estatuas anónimas
Sombras de sombras, miserias, preceptos de niebla;
Una chispa de aquellos placeres
Brilla en la hor avengativa
Su fulgor puede destruir vuestro mundo.



I

Donde habite el olvido,
En los vastos jardines sin aurora;
Donde yo sólo sea
Memoria de una piedra sepultada entre ortigas
Sobre la cual el viento escapa a sus insomnios.

Donde mi nombre deje
Al cuerpo que designa en brazos de los siglos,
Donde el deseo no exista.

En esa gran región donde el amor, ángel terrible,
No esconda como acero
En mi pecho su ala,
Sonriendo lleno de gracia aérea mientras crece el tormento.

Allá donde termine este afán que exige un dueño a
       imagen suya,
Sometiendo a otra vida su vida,
Sin más horizonte que otros ojos frente a frente.

Donde penas y dichas no sean más que nombres,
Cielo y tierra nativos en torno de un recuerdo;
Donde al fin quede libre sin saberlo yo mismo,
Disuelto en niebla, ausencia,
Ausencia leve como carne de niño.

Allá, allá lejos;
Donde habite el olvide.



XI

No quiero, triste espíritu, volver
Por los lugares que cruzó mi llanto,
Latir secreto entre los cuerpos vivos
Como yo también fui.

No quiero recordar
Un instante feliz entre tormentos;
Goce o pena, es igual,
Todo es triste al volver.

Aún va conmigo como una luz lejana
Aquel destino niño.
Aquellos dulces ojos juveniles,
Aquella antigua herida.

No, no quisiera volver,
Sino morir aún más,
Arrancar una sombra,
Olvidar un olvido.





LA GLORIA DEL POETA


Demonio hermano mío, mi semejante,
Te vi palidecer, colgado como la luna matinal,
Oculto en una nube por el cielo,
Entre las horribles montañas,
Una llama a guisa de flor tras la menuda oreja tentadora,
Blasfemando lleno de dicha ignorante,
Igual que un niño cuando entona su plegaria,
y burlándote cruelmente al contemplar mi cansancio de
     la tierra.

Más no eres tú,
Amor mío hecho eternidad,
Quien deba reír de este sueño, de esta impotencia, de esta
       caída,
Porque somos chispas de un mismo fuego
y un mismo soplo nos lanzó sobre las ondas tenebrosas
De Qna extraña creación, donde los hombres
Se acaban como un fósforo al trepar los fatigosos años de
       sus vidas.
Tu carne como la mía
Desea tras el agua y el sol el roce de la sombra;
Nuestra palabra anhela
El muchacho semejante a una rama florida
Que pliega la gracia de su aroma y color en el aire
      cálido de mayo;
Nuestros ojos el mar monótono y diverso,
Poblado por el grito de las aves grises en la tormenta,
Nuestra mano hermosos versos que arrojar al desdén de
       los hombres.
Los hombres tú los conoces, hermano mío;
Mírales cómo enderezan su invisible corona
Mientras se borran en las sombras con sus mujeres al
       brazo,
Carga de suficiencia inconsciente,
Llevando a comedida distancia del pecho,
Como sacerdotes católicos la forma de su triste dios,
Los hijos conseguidos en unos minutos que se hurtaron al
       sueño
Para dedicarlos a la cohabitación, en la densa tiniebla
       conyugal
De sus cubiles, escalonados los unos sobre los otros.
Mírales perdidos en la naturaleza,
Cómo enferman entre los graciosos castaños o los
        taciturnos plátanos.
Cómo levantan con avaricia el mentón,
Sintiendo un miedo oscuro morderles los talones;
Mira cómo desertan de su trabajo el séptimo día autori-
      zado,
Mientras la caja, el mostrador, la clínica, el bufete, el des-
       pacho oficial
Dejan pasar el aire con callado rumor por su ámbito so-
       litario.
Escúchales brotar interminables palabras
Aromatizadas de facilidad violenta,
Reclamando un abrigo para el niñito encadenado bajo el
        sol divino
O una bebida tibia, que resguarde aterciopeladamente.
El clima de sus fauces,
A quienes dañaría la excesiva frialdad del agua natural.
Oye sus marmóreos preceptos
Sobre lo útil, lo normal y lo hermoso;
Oyeles dictar la ley al mundo, acotar el amor, dar canon
        a la belleza inexpresable,
Mientras deleitan sus sentidos con altavoces delirantes;
Contempla sus extraños cerebros
Intentando levantar, hijo a hijo, un complicado edificio
       de arena
Que negase con torva frente lívida la refulgente paz de
       las estrellas.

Ésos son, hermano mío,
Los seres con quienes mueren a solas,
Fantasmas que harán brotar un día
El solemne erudito, oráculo de estas palabras mías ante
       alumnos extraños,
Obteniendo por ello renombre,
Más una pequeña casa de campo en la angustiosa sierra
       inmediata a la capital;
En tanto tú, tras irisada niebla,
Acaricias los rizos de tu cabellera
Y contemplas con gesto distraído desde la altura.
Esta sucia tierra donde el poeta se ahoga.

Sabes sin embargo que mi voz es la tuya,
Que mi amor es el tuyo;
Deja, oh, deja por una larga noche.
Resbalar tu cálido cuerpo oscuro,
Ligero como un látigo,
Bajo el mío, momia de hastío sepulta en anónima yacija,
Y que tus besos, ese venero inagotable,
Viertan en mí la fiebre de una pasión a muerte entre los
       dos;
Porque me cansa la vana tarea de las palabras,
Como al niño las dulces piedrecillas
Que arroja a un lago, para ver estremecerse su calma
Con el reflejo de una gran ala misteriosa.
Es hora ya, es más que tiempo
De que tus manos cedan a mi vida
El amargo puñal codiciado del poeta;
De que lo hundas, con sólo un golpe limpio,
En este pecho sonoro y vibrante, idéntico a un laúd,
Donde la muerte únicamente,
La muerte únicamente,
Puede hacer resonar la melodía prometida.



Luis Cernuda. "La realidad y el deseo" (1924-1962). 1983, Ediciones F. C. E España, S. A.


martes, 14 de agosto de 2018

Gonzalo T. Malvido




Don Raúl, doctor en Filología Románica por Salamanca, y los cuervos.




      Estaba aquella tarde don Raúl merendando su cotidiano café con churros, sentado como siempre a la mesa camilla junto al balcón y, como en tantísimas otras ocasiones a la misma o distinta hora, reconfortando su espíritu con la panorámica que desde allí se divisaba factor determinante cuando años atrás se había instalado en aquel sexto piso sobre la placita de Monterrey, no sólo de la decisión de alquilarlo sino sobre todo de la elección de aquel cuarto con balcón como gabinete de trabajo: el triple contrapunto de la afiligranada torre del frontero palacio con cúpula de la iglesia de la Purísima y la tejada cubierta de las Úrsulas vibrando al sol de poniente sobre el monótono arpegio de patios y verdores conventuales, y no estaba mal la imagen, a cuya contemplación había dedicado desde aquellos lejanos días innumerables horas en busca de inspiración para sus trabajos; el primero de todos, la tesis doctoral, consistente en un estudio comparativo del poema <<Castilla>> de Manuel Machado y los fragmentos correspondientes del Cantar del Mio Cid, y el más reciente, rematado pocos días antes, que precisamente trataba de la comedura de coco, en términos vulgares contemporáneos, que en realidad había supuesto en sus respectivos momentos aquellas muestras de monumentalidad artística allí plasmadas a la vista ante su balcón (la dorada torre de Monterrey, la cúpula romana de la Purísima, el airoso ábside tan graciosamente retejado de las Úrsulas, órdenes todos de idénticas pretensiones de poder y dominio no obstante su diversidad de formal; y, si no, allí estaban aquellas estéticas al alcance de quien quisiera analizarlas de otro modo. Una auténtica evolución, sí señor, a través de los años, tanto de su pensamiento como de su personalidad).
      Y, como siempre en parecido trance, mordisqueando un churro en espera del archiconocido ángulo de incidencia del sol de atardecer en la ostentosa cúpula gris que durante unos momentos inundaría su mente de ideas, imágenes y metáforas; cuando, de repente, llamó su atención el vuelo de una pareja de cuervos que avanzaban batiendo sus agoreras alas por el mar de luz que comenzaba a anegar los tejados, las torres y las copas de los árboles. Primero la cúpula, a la izquierda <<a la exida de Vivar ovo la corneja diestra, y a la entrada en Burgos óvola siniestra>>, recordó don Raúl, subrayando su ocurrencia con media sonrisa mientras mojaba un nuevo churro en el café con leche, y enseguida la torre, le hurtaron unos instantes el vuelo escandido por el doble, pausado y negro aleteo. No eran frecuentes los cuervos sobre la ciudad; en realidad, no recordaba haber visto a ninguno, desde aquel balcón, a lo largo de los muchos años que llevaba viviendo en la casa: no se le habría olvidado el detalle; palomas, cigüeñas, golondrinas, sí, incluso urracas, pero cuervos, nunca; ¡y así irrumpiendo por la izquierda en la tan conocida panorámica! Jamás, segurísimo.
      Y ya los cuervos, en el transcurso de estas reflexiones acompañadas de churro empapado, habían pasado tras los tres principales hitos de la panorámica; además de perdido notoriamente altura en su vuelo. Y don Raúl, picado por la curiosidad de saber dónde se posarían, se levantó y salió al balcón masticando el último trozo del último churro, <<Lo que hace la deformación profesional>>, pensó; y recordó, deslavazadas, algunas otras referencias literarias a cuento con agoreras aves.
      Mas hete aquí que, por imposible que pareciese, los pajarracos habían desaparecido del espacio que abarcaba su mirada. Una breve composición de lugar le deparó, sin embargo, la convicción de que entonces tenían que haberse posado en algún punto muy próximo, pues de lo contrario, aun teniendo en cuenta la pérdida de altura observada durante el último tramo del doble vuelo, justo a la derecha de las úrsulas, deberían seguir a la vista. Intrigado, don Raúl oteó las proximidades y, ante el negativo resultado de su escrutinio, se inclinó todo lo que el balcón y su agilidad le permitían para indagar en las inmediaciones menos visibles. ¡Ah, allí estaban, sobre un alero!
      Sólo que entonces el balcón hizo ¡crac!, se desprendió de su asiento y se precipitó en el vacío, arrastrando en la caída a don Raúl, aún asido a la barandilla, el cual recorrió los seis pisos que lo separaban de la calle anulado casi por el horror inminente y sin otra idea que la negra evidencia de la corvina superstición medieval. Y su alarido al estrellarse contra la acera quedó ahogado por el metálico estrépito del choque del balcón contra la piedra.



Gonzalo T. Malvido. "Doce cuentos ejemplares". 1996, Alfaguara.




domingo, 12 de agosto de 2018

David González




      VERGÜENZA


          a mí siempre me dieron vergüenza
          mucha vergüenza
          los días festivos
          los domingos en especial: ese día

          cuando niño
          ya me despertaba enfermo
          solo porque más tarde
          a media mañana
          tendría que ir desde el portal de mi casa
          hasta el asiento de atrás
          del Seat Seiscientos de mi padre
          uno de los primeros padres de mi calle en tener coche
          bajo la curiosa codiciosa y penetrante mirada
          de mis amigos y vecinos
          unos en la calle
y        otros asomados a sus ventanas:

           me sentía
           puedes creerme
           como un condenado a muerte en su paseíllo
           hasta la plaza mayor donde tendría lugar
           su ejecución pública puesto que

           a mí siempre me dio vergüenza
           mucha vergüenza
           poseer más cosas que los demás
           poseer más cosas que mis amigos y vecinos:

           por eso ahora
           que vivo de prestado
y         que por no tener no tengo
           ni salud
           ni amor
           ni suelto para coger el autobús
           me siento un hombre afortunado:

           mis amigos y vecinos e incluso sus hijos
           al conducir uno o más automóviles
           me han liberado de mi sentimiento de vergüenza
           quitándome un gran peso de encima puesto que

           a mí siempre me pareció una indecencia
           poseer más cosas que los demás
           poseer más cosas que mis amigos y vecinos
y         encima hacer pública ostentación de ello:

           por si esto fuera poco
           cada vez que me encuentro por la calle
           en uno de esos días invernales de lluvia torrenciales
           con mis amigos y vecinos e incluso con sus hijos
           yo caminando
y         ellos al volante de sus bugatis
           tengo la inmensa fortuna
           de que siempre aminoren la velocidad
           para saludarme con la mano y con la bocina
o         para apartarse del bordillo de la acera
y         no ponerme perdido
           con el agua de los charcos:




      EL ÚLTIMO MONO


          no soy
          a mi edad
          la persona más importante
          en la vida de otras:

          esa a la que
          de todas las que conoces
          de todas a las que quieres
          salvarías la vida
          si solo pudieses salvar
          una:

                    esa

           por la que llegado el caso
           sacrificarías tu propia vida
           literalmente hablando
           con tal de salvar la suya:

            la persona más importante
            en la vida de otras:
            ni siquiera en la de esas
            en que estás pensando:
            en la de Manuela por ejemplo
            ocupaba un honroso quinto puesto:

            no soy
            en definitiva
            a mis cincuenta y dos años
            la persona más importante
            en la vida de nadie
            en la          de nadie
            en la tuya tampoco:

            pero no sé de qué me extraño
            cuando ni tan siquiera lo soy
            la persona más importante
            en la mía propia:






Fragmento :

No iba solo. Me acompañaba Bella, una piba que venía de la Argentina, Bella de Aránzazu, de Buenos Aires, ciudad de la que, igualmente, también era natural Raúl Núñez... Mejor de lo que la describe su propio nombre, que es el de pila, yo no lo puedo hacer. Bella. Eso es. Así la recuerdo y así quiero seguir recordándola. Bella. Muy linda. Con su vestido de algodón, de escote cuadrado, estilo hippie, en donde siempre era el mismo día, uno claro, fresco y luminoso. Un día de primavera en todo caso, de los primeros. Uno de esos días, festivos, en los que, para que me entiendas, el sol luce azul y la brisa, cuando entra de la mar, le mete el vestido entre los muslos, marcándole, bien a las claras, su abultada, codiciada, concha. Solo se lo quitaba, el vestido, para coger. Este verbo, coger, además de la acepción por todos conocida, follar, tenía también, para Bella, estas otras dos: ducharse con agua caliente y dormir a pierna suelta, al menos por esa noche, en una cama de verdad, bajo techo, calentita y a salvo de crueles monstruos de la intemperie. Su ocupación en la vida, la única que yo le conocía, consistía en dibujar a sus semejantes, sin su consentimiento previo, en un cuaderno artístico que la acompañaba allá donde fuera, apretado contra el pecho como una colegiala, que era exactamente lo que parecía. En esos dibujos, al correr del lápiz, exageraba hasta la deformación, hasta la distorsión, el aspecto físico y los rasgos faciales de sus inadvertidos modelos. Luego firmaba el satírico retrato, arrancaba la hoja del bloc y le ofrecía la caricatura a quién sin saberlo había sido objeto de ella.

***


Fragmento:

Me fijo, asimismo, a saber por qué, en la luz. Está de pie sobre la mesilla de noche, hermana pequeña del aparador del salón, en la que también hay un plato hondo de cristal, una cuchara y una servilleta de papel arrugada. La luz, con absoluto desprecio y falta de consideración, arroja nuestras Sombras contra las blancas paredes, donde se hacen grandes y fuertes. Tomo conciencia entonces que son ellas, esas Sombras alargadas y siniestras, negras sombras, las que conspiran a nuestras espaldas y toman por nosotros algunas de las decisiones más importantes y trascendentales de nuestra azarosa existencia: las que, en definitiva, cierran y sellan oscuros y vejatorios tratos. Vendemos nuestras almas, cantaba Wendy Orlean Williams, solo si el precio es el correcto.

***


David González. "Kiepenkerl". 2018, Ruleta Rusa Ediciones.





miércoles, 8 de agosto de 2018

Ignacio Martínez de Pisón




EL REY DE BASTOS



      Odio los días festivos porque me alejan del despacho. Los odio también por otros dos motivos: porque mi suegra aprovecha para poner en práctica las recetas que recorta de las revistas y porque mi mujer me obliga a ponerme chándals y prendas deportivas para andar por casa. Así las cosas, parece innecesario señalar que las Navidades no me inspiran precisamente gozo y regocijo. A la altísima concentración de días festivos que en esas fechas suele producirse se añade, además, la única cosa que se me antoja tan detestable como los propios días festivos: la necesidad de ir de compras.
      En esto, como en casi todo lo demás, mi mujer y yo nos parecemos bien poco. Ella disfruta recorriendo tiendas, preguntando precios, estudiando escaparates. Durante el resto del año tengo al menos la excusa del despacho, que me exime del deber de acompañarla. En Navidades esa excusa carece de valor.
      ―¿Pretendes que cargue yo con la responsabilidad de elegir todos los regalos? suele protestar.
      La responsabilidad de los regalos: un concepto que no entiendo, pero que, a fuerza de oírlo un año tras otro, ha acabado adquiriendo un alto de poder de persuasión.
      Tendrían que ver en esas ocasiones mi cara de disgusto. Me pruebo con desgana las prendas que mi muer escoge, expreso a regañadientes las opiniones que me solicita, empiezo a soltar bufidos en cuanto la veo indecisa.. De vez en cuando busco algún pretexto y me quedo a esperarla en la calle. Las Navidades pasadas, para no entrar en unos grandes almacenes atestados de gente, alegué que me hacía ilusión tener una foto de Santi, nuestro hijo, con el rey mago de la entrada. A mi mujer le pareció muy buena idea, así que nos dijimos adiós y Santi y yo nos pusimos en la cola de los que aguardaban para la foto.
      Aquel rey mago llevaba puesta una gran corona dorada que, en su parte superior, se cerraba en una especie de acerico de terciopelo. Su melena y sus barbas tenían la longitud y el color reglamentarios: largas y blanquisímas. El resto de su indumentaria estaba compuesta por una capa de raso azul celeste, una amplia túnica roja y un cordón trenzado en torno a la cintura. En contradicción con todo ello, unos mocasines más bien gastados asomaban por el extremo de la túnica y desmentían el ilusorio esplendor del personaje. Los niños iban pasando y el rey mago se los sentaba en las rodillas y les hacía preguntas previsibles: ¿qué nos has pedido este años?, ¿has sido bueno?, ¿te has portado bien con papá y mamá? En aquella voz impostada había algo que me resultaba lejanamente familiar.
      Mi hijo, emocionado, se mantenía abrazado a mi pierna. Cuando le tocó el turno pude ver al rey de cerca. Sus ojos eran los ojos de Bastos. Su frente era la de Bastos. Era Bastos. Lo había reconocido a pesar de la barba y del disfraz y de los treinta años transcurridos. Levantó Bastos a mi hijo y le preguntó si ya había escrito su carta a los reyes. <<Parece mentira...>>, pensé. Bastos había sido mi mejor amigo en el colegio. Él era entonces el mejor en todo, el que mejor jugaba al fútbol, el que mejor tocaba la guitarra, el más gamberro y más brillante.
      Pasó Bastos una mano por la cabeza de mi hijo y le desordenó el peinado.
      ―¿Has sido obediente este año? ¿Cuántas veces te ha tenido que castigar tu papá? le preguntó, y al decir esta última palabra me envió una rápida mirada que no me reconoció.
      Natural. Mi amistad no debió de ser memorable: yo de niño no jugaba al fútbol ni sabía tocar ningún instrumento, y no era gamberro ni brillante. Una breve punzada en el estómago precedió a una secreta pero intensa satisfacción. Yo era un segundón entonces, pero cómo había cambiado todo. Si nos hubiéramos conocido más tarde, habría sido al revés: yo me habría olvidado de él, y él me seguiría recordando. Pensé: <<Tengo doce empleados en mi despacho. El oficial, los auxiliares, las secretarias, el notificador. Él ni siquiera tendría un sitio en mi jerarquía. Detrás del último, ahí está él, con sus zapatos gastados y su barba postiza.>> Me devolvió Bastos a mi hijo, nuevamente sin reconocerme. <<Sí, Bastos, eras el rey y lo sigues siendo>>, bromeé para mis adentros, y una sensación de bienestar recorrió todo mi cuerpo.
      Volvimos a casa cargados de paquetes. Aquel encuentro casual me había transmitido una rara inquietud. Antes de acostarme abrí el cajón de las fotos. Al fondo de todo encontré la que buscaba. Era una foto de curso. Treinta niños y un cura en las escaleras de entrada al colegio. En la fila de en medio estábamos nosotros dos, Bastos y yo. Yo llevaba el flequillo igualado a la altura de las cejas y miraba hacia la cámara con expresión temerosa. Bastos, en cambio, tenía la cabeza ladeada y observaba con indiferencia algún objeto o persona situado a la derecha del fotógrafo. Había algo en nuestras respectivas actitudes que revelaba con nitidez cuál de los dos era superior y cuál inferior. Sin pensarlo dos veces, rompí la foto. Eso me hizo sentir mejor, como si todo lo mediocre de mi pasado hubiera sido abolido limpia y definitivamente.
      Al cabo de una semana descubrí una foto nueva entre las que estaban colocadas encima del televisor.
      ―¿Te gusta? La hemos recibido esta mañana dijo mi mujer.
      Era la foto del niño en las rodillas del rey mago. Con aquella mirada temerosa, mi hijo no podía sino recordarme a mí mismo, al niño que yo era a su misma edad. El rey mago observaba a alguien situado a su izquierda, casi fuera de la foto. Ese alguien era yo, y en aquella mirada brillaba un desprecio antiguo y burlón que no me resultaba desconocido.






Ignacio Martínez de Pisón. "Foto de familia". 1998, Anagrama.




viernes, 3 de agosto de 2018

Roberto R. Antúnez




Caravaggio
pintó un cuadro que se perdió para siempre
en un terremoto en Nápoles.
Era una Resurrección de Cristo
distinta al resto.
El resucitado
salía del sepulcro por su propio pie
con la mirada perdida
y una inequívoca expresión de dolor.
Nada de volar por encima de los centuriones,
ni pan de oro, ni cetros, ni la angustia policromada.
La herida del costado seguía abierta
pero no manaba sangre.
En ese cuadro que ya no existe,
si el observador pudiera fijarse con atención
en el cielo estrellado,
podría percibir
las extrañas luces
de unos platillos volantes
que se alejaban veloces de este planeta
pero que no tardarían en volver.



En las paredes del sexo
de una mujer
escribes
la plegaria
del goce
que estalla luminosa en los espejos
sin sujeto ni predicado.
No tiene sentido
desdecirse
a estas alturas,
cuando
existe un bosque
que aguarda
el arrepentimiento
húmedo y sincero
del pirómano.
Pero a ti toda esa mierda
no te vale de nada.
Sueñas
con campos y campos de heno,
cerillas
y una lata de gasolina.




Un paseo
por el jardín,
uns fotos,
un intercambio de regalos
y unos ejemplares firmados de "El Almuerzo Desnudo".
"In Utero"
en versión remasterizada,
agua con soda
y unas gotas de bourbon.
Profetas del resentimiento
que se pondrán de acuerdo en dos cosas:

1) En cualquier parte del mundo
volverá
a nacer, con los dientes apretados,
el héroe de la clase trabajadora
y morirá al terminar el día.

2) El Big Bang
será(n)
unos pocos
guepardos
que
alzancen
la velocidad de la luz
para morir en los brazos de nadie.




Roberto R. Antúnez. "Ovnis en la noche americana". 2016, La Penúltima editorial.




miércoles, 1 de agosto de 2018

Ángel Paniagua





RAZÓN DE LA IMPOSTURA


Ahora que ya tengo la certeza
de haber pertenecido amado, roto,
ganado, recompuesto y, al final,
perdido siempre, puedo reclamarle
a la tierra un lugar donde fingir
que mi vida fue bella, tierna, hermosa,
y que nada me puso nunca al borde
de las acostumbradas deserciones.

Debo fingir si quiero que las horas
me miren con piedad y no voceen
mis pérdidas, publiquen mis caídas
ni se ensañen con los espacios blancos
que empiezan a entreverse en mi mirada,
la nostalgia de viajes que no hice,
los libros sin leer que en los estantes
recelan de entregarme sus secretos.

Ahora debo fingir, no cabe duda,
habitar el silencio de una oscura
terraza, donde sólo mis deseos
no cumplidos y el fuego de las lágrimas
por esas tantas horas imposibles
iluminen mi vida, mientras busco
en todos esos libros la respuesta
al enigma perdido de estos años.




NOCTURNO INSANO


Aquí, en esta casa donde todo
parece respirar mientras me ahogo,
donde cada sillón y cada libro
me están robando el aire, aquí termino
de comprender al fin que el orden
de esta atmósfera insana desconoce
mi nombre y mis sentidos.
                                          No es mi casa
este pobre habitáculo de rara
orientación, en el que apenas puedo
tener todas mis cosas: no lo siento
como propio y por eso no estoy nunca
sentado aquí, leyendo ante la luna
o ante el sol de la tarde, más que algunos
minutos, una hora, el tiempo justo
para fraguar un plan de huída, el mismo
de ayer y de mañana.
                                  Los motivos
no importan mucho y siempre tienen poco
de veraces: es fácil cuando sólo
se ha de responder ante la propia
conciencia ir dejando que la ropa
usada se amontone y que la pila
de platos crezca muda cada día.

La desgana, el desorden, la basura
interior, suelen ser también de ayuda
para que la derrota aún me sea
más flagrante si cabe y ya no pueda
fingir que me importaba.
                                       Aquí termino
de comprender que el aire que respiro
lo emponzoñé yo mismo con la torpe
decisión de encerrar tras los barrotes
de esta jaula sin fe mi ansia errante.








LA VOZ QUE NOS RECLAMA


I


Hay un silencio inane que se viste
con ropas encendidas
y hay una voz oscura que dibuja
los órdenes del tiempo y sus condenas.

Ese silencio y esa voz se nutren
de nuestros pensamientos más ocultos
y conforman el hábil entramado
con que el tiempo parece oscurecernos.

Su reseco lamento se difunde
como una luz estéril, un sonido
creciente que domina y nos alcanza
hasta hacer de nosotros sus esclavos.

Ese silencio y esa voz nos pertenecen
como el alma o los ojos, cada uno
puede verlos brillar en el pasado
que habita sin doler y en el futuro
que oculta sus venenos
en la definición de la esperanza.

Ese silencio y esa voz vinieron
sólo a vernos caer sobre la hierba
de su angustia como el rocío cae
para hacerla visible sobre el alba.

Así sobre nosotros ha caído
su lamento y ha vuelto a darles vida,
vida nuestra que nunca podrá nadie
quitarles ya, si no es que antes la muerte
nos arranca su angustia y su lamento.



II

Hay un inmenso abrazo,
una fascinación enardecida
que despierta en el mundo de las sombras
el dolor y el amor y los confunde,
una voz tan oscura que los hombres
la escuchan mientras duermen,
y al despertar aún oyen sus ecos.

Y hay también unos ojos tan enormes
como toda la faz del universo:
estar en su presencia significa
haber perdido todo y conocido
la sustancia de lagos, mares, nubes,
montañas y tormentas,
haber visto
los invisibles lazos que en lo seres
producen atracción o desafecto,
los ríos de dolor que nos calientan
e iluminan: es no ser libres, nada
resulta igual que antes...
Los que sufren
están muy cerca, casi forman parte
ya de esa corriente, de esos ojos
que sólo por saberlos nos consumen
a nosotros también. Y los que aman
u odian, los que acercan a una herida
unas manos, son también parte de ella.

Infierno, cielo, nada... Sólo nombres
vacíos de sentido, construcciones
de la imaginación de los primeros
que sintieron correr bajo sus pies
esa lava, y hacer temblar la tierra
que pisaban, sintieron miedo y frío,
dudaron si rendirse y entregarse
o resistir.
Tal vez sean
sus voces las que ahora nos reclaman.



Ángel Paniagua. "Una canción extranjera". 2004, Consejería de Educación y Cultura (Murcia)