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Llevo
mucho tiempo sin beber.
En
España, la ayuda que recibe un exalcohólico es facilitarle que
vuelva a beber. Yo creo que en España no existe el perdón a los
pecados.
De
ahí que al final nadie puede salir del alcohol en España, de ahí
la expectación que despierta un exalcohólico español: a ver cuándo
cae, a ver cuándo vuelve a beber.
Dará
gusto verlo caer otra vez.
Ya
de esta última no se levantará.
Y
aplaudiremos. Y diremos: <<Se veía venir>>.
Ese
es el misterio de España por el que se preguntan los historiadores y
se preguntan los escritores inteligentes y se preguntan los
intelectuales honestos: ver caer a la gente, eso nos pone a mil.
No
somos buena gente entre nosotros. Cuando salimos fuera parecemos
buena gente, pero entre nosotros nos acuchillamos. Es como un
atavismo: el español quiere que mueran todos los españoles para
quedarse solo en la península ibérica, para poder ir a Madrid y que
no haya nadie, para poder ir a Sevilla y que no haya nadie, para
poder ir a Barcelona y que no haya nadie.
Y
yo lo entiendo, porque soy de aquí.
El
último español, cuando todos los demás españoles estén ya
muertos, será feliz al fin.
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Alguna
vez me presentaba a esas amigas últimas. Eran gente al borde la
marginación. Las amigas burguesas y acomodadas que tuvo en la década
de los setenta la abandonaron cuando a mi padre le empezó a ir mal.
Entonces podía haber desmontado ese inquietante salón, porque ese
salón existía para enseñárselo a esas amigas ricas, que se
fueron, desaparecieron cuando mi padre dejó de tener suerte en su
trabajo de viajante y se empobreció. La verdad es que a mi padre le
fue económicamente bien seis o siete años, no creo que llegara a la
década. En esos años mis padres se hicieron amigos de matrimonios
pudientes, pero nunca consiguieron estar a la altura de esa gente,
porque esa gente siempre tuvo mucho dinero, y mis padres no.
Joder,
podía haber desmontado el salón y haber instalado una ducha para
que nos pudiéramos lavar. Vivía confundida, trastornada, y no lo
sabía y era una gamberra histórica. Era una mujer que se movía por
impulsos, y que no tenía la más mínima previsión. Así que íbamos
hechos unos guarros, pero teníamos un salón espléndido en el que
no nos podíamos sentar. Porque estábamos esperando a sus amigas
pequeñoburguesas que ya no venían, que ya no vendrían nunca. Hasta
que con dieciocho años no me fui de esa casa, no supe qué era
ducharse en condiciones.
Dejaron
de venir a finales de los setenta, las amigas aquellas
emperifolladas. El patrimonio social de mi madre se desintegró.
Durante los pocos años en los que a mi padre le fue bien, mi madre
consiguió camuflarse con una clase social que más tarde acabaría
echándola de su seno.
Y
el cuarto de baño quedó sin reformar. Mi madre perseguía la
estimación social, que se evaporó, y yo persigo la estimación
literaria, que también se está evaporando. Por eso, creo que no hay
ninguna diferencia entre las quimeras de mi madre y las mías.
Los
dos somos víctimas de España, y del anhelo de prosperidad;
prosperidad material o prosperidad intelectual son la misma
prosperidad. Algo hizo mal ella, y algo estoy haciendo mal yo.
Pero
es hermoso que seamos tan iguales. Y si los dos hemos fracasado, es
más hermoso aún. Es amor. Estamos juntos de nuevo. Puede que ella
lo planeara así. Entonces ha valido la pena mi fracaso, porque me
lleva a ella, y es con ella con quien quiero estar para siempre.
Manuel
Vilas. "Ordesa". 2018, Alfaguara
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