Frente al silencio.

Frente al silencio.

martes, 6 de marzo de 2018

Manuel Vilas (II)




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      Llevo mucho tiempo sin beber.
      En España, la ayuda que recibe un exalcohólico es facilitarle que vuelva a beber. Yo creo que en España no existe el perdón a los pecados.
      De ahí que al final nadie puede salir del alcohol en España, de ahí la expectación que despierta un exalcohólico español: a ver cuándo cae, a ver cuándo vuelve a beber.
      Dará gusto verlo caer otra vez.
      Ya de esta última no se levantará.
      Y aplaudiremos. Y diremos: <<Se veía venir>>.
      Ese es el misterio de España por el que se preguntan los historiadores y se preguntan los escritores inteligentes y se preguntan los intelectuales honestos: ver caer a la gente, eso nos pone a mil.
      No somos buena gente entre nosotros. Cuando salimos fuera parecemos buena gente, pero entre nosotros nos acuchillamos. Es como un atavismo: el español quiere que mueran todos los españoles para quedarse solo en la península ibérica, para poder ir a Madrid y que no haya nadie, para poder ir a Sevilla y que no haya nadie, para poder ir a Barcelona y que no haya nadie.
      Y yo lo entiendo, porque soy de aquí.
      El último español, cuando todos los demás españoles estén ya muertos, será feliz al fin.





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      Alguna vez me presentaba a esas amigas últimas. Eran gente al borde la marginación. Las amigas burguesas y acomodadas que tuvo en la década de los setenta la abandonaron cuando a mi padre le empezó a ir mal. Entonces podía haber desmontado ese inquietante salón, porque ese salón existía para enseñárselo a esas amigas ricas, que se fueron, desaparecieron cuando mi padre dejó de tener suerte en su trabajo de viajante y se empobreció. La verdad es que a mi padre le fue económicamente bien seis o siete años, no creo que llegara a la década. En esos años mis padres se hicieron amigos de matrimonios pudientes, pero nunca consiguieron estar a la altura de esa gente, porque esa gente siempre tuvo mucho dinero, y mis padres no.
      Joder, podía haber desmontado el salón y haber instalado una ducha para que nos pudiéramos lavar. Vivía confundida, trastornada, y no lo sabía y era una gamberra histórica. Era una mujer que se movía por impulsos, y que no tenía la más mínima previsión. Así que íbamos hechos unos guarros, pero teníamos un salón espléndido en el que no nos podíamos sentar. Porque estábamos esperando a sus amigas pequeñoburguesas que ya no venían, que ya no vendrían nunca. Hasta que con dieciocho años no me fui de esa casa, no supe qué era ducharse en condiciones.
      Dejaron de venir a finales de los setenta, las amigas aquellas emperifolladas. El patrimonio social de mi madre se desintegró. Durante los pocos años en los que a mi padre le fue bien, mi madre consiguió camuflarse con una clase social que más tarde acabaría echándola de su seno.
      Y el cuarto de baño quedó sin reformar. Mi madre perseguía la estimación social, que se evaporó, y yo persigo la estimación literaria, que también se está evaporando. Por eso, creo que no hay ninguna diferencia entre las quimeras de mi madre y las mías.
      Los dos somos víctimas de España, y del anhelo de prosperidad; prosperidad material o prosperidad intelectual son la misma prosperidad. Algo hizo mal ella, y algo estoy haciendo mal yo.
      Pero es hermoso que seamos tan iguales. Y si los dos hemos fracasado, es más hermoso aún. Es amor. Estamos juntos de nuevo. Puede que ella lo planeara así. Entonces ha valido la pena mi fracaso, porque me lleva a ella, y es con ella con quien quiero estar para siempre.



Manuel Vilas. "Ordesa". 2018, Alfaguara  




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