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Un
día dejó de preocuparse de su coche, un Seat Málaga antiguo.
Siempre se había angustiado por su coche obsesivamente, por
cuidarlo, por tenerlo siempre en perfecto estado. Lo abandonó en un
garaje y dejó de conducir.
Fui
yo mismo a ver el coche, y estaba lleno de polvo.
Se
lo dije: <<Papá, el coche está lleno de polvo>>.
Me
miró, y parecía que eso sí le hacía mella.
<<Era
un buen coche, haz lo que quieras con él>>, dijo.
Cuando
se desentendió de su coche, supe que mi padre iba a morir pronto;
supe que eso era el final.
Fue
uno de los momentos más tristes de mi vida, mi padre me estaba
diciendo adiós por una maquina interpuesta.
En
vez de decirme: <<Tenemos que hablar, esto se acaba>>, me
dijo: <<Era un buen coche>>. Dios mío, cuánta
hermosura. Viniera de donde viniera el espíritu de mi padre, estaba
tocado del don de la elegancia, del don de lo inesperado, de la
ingenua originalidad.
Del
estilo.
Me
senté en una silla de la cocina, y me lo quedé mirando. Me puse
muy nervioso. Me angustié mucho. Solo yo en todo el universo sabía
lo que significaban esas palabras, <<haz lo que quieras con
él>>.
Me
estaba diciendo algo devastador: <<Haz lo que quieras conmigo,
no percibo tu amor>>.
No
percibo tu amor.
No
te amé lo suficiente, y tú a mí tampoco.
Fuimos
condenadamente iguales.
67
Recuerdo
con ternura el esmero de mi madre, poco antes de su muerte, por
seguir llevando sus uñas pintadas de rojo; eso me conmovía.
Me
quedaba mirando su mano anciana, aún enarbolando un sentido de la
belleza y de la memoria, con aquellas uñas de peluquería. La
coquetería de mi madre anciana me parecía delicada, amable. Quería
mostrarse ante los demás con elegancia, y a mí eso me parecía
maravilloso. Que fuera con las uñas pintadas era un don. Pero aun
así no le cogí la mano nunca por propia voluntad, salvo cuando
tenía que ayudarla a caminar, entonces sí le cogía la mano.
Agradecí
esa obligación, porque me permitía cogerla de la mano sin perder el
pudor, la distancia, la lejanía. Le cogía la mano por obligación
facultativa, no por voluntad.
Y
no cogí la mano de mi padre moribundo. Nadie me enseñó a hacerlo.
Me daba pánico hacerlo, me daba miedo, un miedo que iba agigantando
mi soledad. El miedo a una mano, que acabó consintiendo la gran
soledad en la que vivo.
Manuel
Vilas. "Ordesa". 2018, Alfaguara.
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