Frente al silencio.

Frente al silencio.

domingo, 4 de marzo de 2018

Manuel Vilas (I)





59


      Un día dejó de preocuparse de su coche, un Seat Málaga antiguo. Siempre se había angustiado por su coche obsesivamente, por cuidarlo, por tenerlo siempre en perfecto estado. Lo abandonó en un garaje y dejó de conducir.
Fui yo mismo a ver el coche, y estaba lleno de polvo.
      Se lo dije: <<Papá, el coche está lleno de polvo>>.
      Me miró, y parecía que eso sí le hacía mella.
      <<Era un buen coche, haz lo que quieras con él>>, dijo.
      Cuando se desentendió de su coche, supe que mi padre iba a morir pronto; supe que eso era el final.
      Fue uno de los momentos más tristes de mi vida, mi padre me estaba diciendo adiós por una maquina interpuesta.
      En vez de decirme: <<Tenemos que hablar, esto se acaba>>, me dijo: <<Era un buen coche>>. Dios mío, cuánta hermosura. Viniera de donde viniera el espíritu de mi padre, estaba tocado del don de la elegancia, del don de lo inesperado, de la ingenua originalidad.
      Del estilo.
      Me senté en una silla de la cocina, y me lo quedé mirando. Me puse muy nervioso. Me angustié mucho. Solo yo en todo el universo sabía lo que significaban esas palabras, <<haz lo que quieras con él>>.
      Me estaba diciendo algo devastador: <<Haz lo que quieras conmigo, no percibo tu amor>>.
      No percibo tu amor.
      No te amé lo suficiente, y tú a mí tampoco.
      Fuimos condenadamente iguales.






67


      Recuerdo con ternura el esmero de mi madre, poco antes de su muerte, por seguir llevando sus uñas pintadas de rojo; eso me conmovía.
      Me quedaba mirando su mano anciana, aún enarbolando un sentido de la belleza y de la memoria, con aquellas uñas de peluquería. La coquetería de mi madre anciana me parecía delicada, amable. Quería mostrarse ante los demás con elegancia, y a mí eso me parecía maravilloso. Que fuera con las uñas pintadas era un don. Pero aun así no le cogí la mano nunca por propia voluntad, salvo cuando tenía que ayudarla a caminar, entonces sí le cogía la mano.
      Agradecí esa obligación, porque me permitía cogerla de la mano sin perder el pudor, la distancia, la lejanía. Le cogía la mano por obligación facultativa, no por voluntad.
      Y no cogí la mano de mi padre moribundo. Nadie me enseñó a hacerlo. Me daba pánico hacerlo, me daba miedo, un miedo que iba agigantando mi soledad. El miedo a una mano, que acabó consintiendo la gran soledad en la que vivo.



Manuel Vilas. "Ordesa". 2018, Alfaguara. 




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