Frente al silencio.

Frente al silencio.

viernes, 16 de febrero de 2018

Sergi Pàmies




EFECTOS SECUNDARIOS




      En la terraza de un edificio de la calle principal de una ciudad donde siempre hace calor, un hombre espera a una mujer. Ha preparado un escenario íntimo: dos bombillas de color rojo y una música que va de la más cálida rumba tropical a clásicas sonatas de hace tres o cuatro siglos. Ha puesto la mesa cuidadosamente y ha llamado a su hermana para saber si el tenedor debe ir a la derecha y el cuchillo a la izquierda, o viceversa.

      Ella sale de la bañera. Se seca delante del espejo. Piensa que tiene unos pechos bien proporcionados, mucho más turgentes que los de sus amigas. Se peina echando la melena a uno y otro lado. Inclina la cabeza: se gusta. Hace días que ha decidido ponerse una blusa negra y la minifalda blanca. Para esta ocasión, también ha elegido unos pendientes africanos en forma de luna. Se ha pintado ligeramente los ojos. Los labios, no.

      Respecto a la cena, no se ha complicado la vida. Ha comprado platos preparados que sólo hay que calentar antes de servir, y un vino blanco, de cosecha normal, para no tener que hablar de él. Ha cambiado las sábanas, por si acaso, y se ha lavado los dientes dos veces. Como es de temperamento impaciente, ha paseado por la casa mirando el reloj cada tres minutos, repitiéndose que las mujeres nunca son puntuales.

      Baja con el ascensor hasta el aparcamiento. El portero le mira las piernas descaradamente. Arranca el coche y, derrapando, sale a la avenida. Conecta la radio. Por el paseo, bordea la playa y esquiva manadas de bañistas congestionados y embrutecidos por tantas horas de sol. Gira a la derecha, se detiene delante de un semáforo y enfila la calle principal. Aparca delante de un descapotable donde una pareja descarga un colchón de agua.

      Cuando abre la puerta tiene que hacer un esfuerzo sobrehumano para mirarla fijamente a los ojos y no bajar la vista. Se besan en la mejilla. Excitado, descubre que no lleva sostenes. Le pregunta si quiere tomar algo y ella contesta: <<Un whisky.>> Saca los cubitos del congelador y comprueba, de nuevo, si los vasos están limpios. Echa tres dedos de Johnny Walker y una pastilla verde y redonda que se disuelve rápidamente.

      Para su gusto, él se ha perfumado demasiado. La casa también apesta a diferentes ambientadores. Acepta el whisky mientras comenta las ventajas de vivir en un piso céntrico. Le acompaña a la terraza. Se entusiasma con la vista. Reconoce los letreros de neón, los rascacielos, las chimeneas, y se admira todavía más cuando ve la mesa puesta, el candelabro y las bombillas rojas.

      El piensa que, por ahora, la cosa funciona. Ella no ha notado el sabor de la pastilla. Se le acerca y le pregunta por el trabajo. Mientras ella contesta, no la escucha, la mira. Los ojos son dos almendras abiertas con un corazón de canica de cristal, brillante y oscuro. Los labios, anchos como gajos de naranja, separan las palabras con un tono de voz plácido, perfecto. Le recuerda a una actriz, pero no sabe cuál.

      Se sientan. Debajo de la mesa, ella se saca el zapato y se frota el tobillo con un pie. El va a la cocina y regresa con el primer plato y un descorchador. Prueban en vino pero no hacen ningún comentario. Ella mastica y procura, en todo momento, no abrir demasiado la boca. Mientras tanto, escucha que él le recomienda comprarse un horno eléctrico. Dice que son más pequeños, más limpios y menos peligrosos.

      El habla todo el rato. Salta nerviosamente de un tema a otro. No sabe si lo que dice es o no una tontería. La pastilla no tardará en hacerle efecto, pero decide ponerle otra en la copa de vino. No sabe cómo hacerlo sin que ella se dé cuenta, pero piensa que ya encontrará la manera. Para hacer tiempo, se sirve más vino.

      Sopla una brisa suave que apaga las velas, pero ella tiene calor. Podría ser el efecto del vino, aunque no es normal que dos copas la afecten tanto. Separa las piernas y se quita el otro zapato. El contacto del pie con la baldosa le refresca momentáneamente la sangre. Le mira. No es un hombre vulgar, piensa. Tiene una cara interesante, dura, que contrasta con una mirada ingenua, casi infantil.

      Cuando se levanta para ir a buscar el segundo plato, vuelca la copa de ella, adrede. La rompe. Ella quiere ayudarle a recoger los trozos de cristal, pero él se niega. En la cocina coge otra copa, le quita el polvo, la llena de vino, echa la pastilla y espera a que se disuelva. Después, saca la carne del horno, la huele y la deja sobre la bandeja.

      El calor no cede. La blusa se le pega a la espalda. Siente una vibración en la nuca. Se acerca el tenedor a los labios. La carne se le funde en la boca como un terrón de azúcar. El ha vuelto a encender las velas. Ella mira fijamente cómo una gota de cera cambia de forma y se escurre por el candelabro. Debajo de la mesa, tropieza con la pierna de él, pero no la separa. Ríen y se burlan del marido de una amiga común.

      Corta el melón. Con el cuchillo, separa las semillas. Dice que esa fruta le gusta mucho porque nunca sabe si será buena o no. Sonríe. Hace rato que la pierna de ella le frota la rodilla, pero disimula. Se levanta para preparar el café y lo aprovecha para aumentar el volumen de la música. Suena una canción cubana que habla de un hombre que se emborracha no para olvidar, sino para recordar.

      Mientras prepara el café, ella pasea por la terraza. Se ha cansado de estar sentada. Cierra los ojos y respira profundamente, como para contener la fiebre que le escuece en las mejillas. Descalza, se acerca a la ventana de la cocina. El ha encendido el fuego y vigila la cafetera. Parece contento. Silba, da pasos de baile y salta de una baldosa a otra. Además de interesante, es divertido, piensa.

      La lengua de ella es como una esponja lenta, suave y ancha. Le limpia los dientes y los labios. Le pinta el paladar como si fuera una cúpula. Le lame la barbilla y le muerde las clavículas. Le baja por el pecho. El la coge por la cabeza, Se detiene donde se detiene y cierra los ojos cuando ha de cerrar los ojos. No grita, no dice nada, no se mueve. Se vacía lentamente, hasta la última gota, como una jeringuilla.

      Duda. No sabe si levantarse y escupir o bien tragarse el líquido. Respira por la nariz. No puede mover la cabeza porque él la agarra del pelo con fuerza controlada. Suda. Mientras lame, se desabrocha la blusa. No se lo traga, se lo bebe. Nota el gusto agridulce, la densidad, la sorpresa, como si acabara de probar, por vez primera, una bebida misteriosa, exótica y deliciosa a la vez.

      Piensa que la cama hace ruido. Que parece mentira que los fabricantes no prevean esas cosas. Al mismo tiempo, acaricia los pechos, el cuello y la boca de la chica. El efecto de la pastilla ha sido fulgurante. No se lo esperaba. No le ha dejado servir el café. Le ha saltado a la bragueta, le ha bajado los pantalones y ahora, y por atrás, la penetra lentamente.

      No quiere que se pare, ni que la saque, ni tampoco que se duerma. Quiere estallar, cambiar de piel, abrirse, romperse, si es necesario. Se mueve. El cuerpo no le pesa, al contrario. Una conga de escalofríos le atraviesa la médula: traca de orgasmos. Pirotecnia. Festival. Abre la boca y cada grito resuena por la escalera, como una alarma.

      No puede más. Si cierra los ojos, se marea. Si los abre, se asusta. El esfuerzo le obliga a respirar como si fuera un asmático. No le queda ni sudor. Cuando baja la cabeza, para reposar unos segundos, ella le tira del cabello. Vuelta a empezar. Las piernas se le doblan. Ella no se da cuenta, pero hace rato que él sólo siente unos inmensos deseos de escapar.

      Debajo del ombligo, nota un pinchazo creciente que la distrae, durante una décima de segundo, de un placer probablemente irrepetible. Sabe que está en el límite; que, más allá, la cosa se complica; que si continúa, el corazón le estallará como una olla a presión. Sigue, no obstante sin dudar, orgullosa de haber descubierto le parece la distancia más corta entre dos puntos.

      Con dificultad, consigue cambiar de postura. Como la cama está a punto de romperse, procura controlar los movimientos de ella, pero es imposible. Cuando no es un brazo que golpea la cabecera, son las rodillas que agujerean el colchón. Del placer de hace un momento, ha pasado a un estado de franca preocupación, pese a que, sorprendentemente, sigue empalmado.

      El ritmo es trepidante. Para no perderse dentro de la espiral de calor que le taladra las entrañas, le clava las uñas en la nuca mientras grita algo semejante a: <<¡Aaaggrrrpffaaa!>> Espasmos. Debajo de los pechos (mucho más turgentes que los de sus amigas) el motor se ahoga, la máquina falla. A partir de aquí, todo es inercia y un descenso lento, sin obstáculos.

      Piensa: <<Ahora me acuerdo, se parece a Rachel Ward.>> Es un poco más delgada pero tiene la misma mirada cálida. Le gustaría decírselo, pero no puede. De entrada, la voz se le resquebraja y la piel se le endurece, rápidamente. Entre las piernas, hay un momento de silencio. Se abrazan y, tanto el uno como el otro, mueren sin darse cuenta.








Sergi Pàmies. “Infección”. 1988, Anagrama.




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