EFECTOS
SECUNDARIOS
En
la terraza de un edificio de la calle principal de una ciudad donde
siempre hace calor, un hombre espera a una mujer. Ha preparado un
escenario íntimo: dos bombillas de color rojo y una música que va
de la más cálida rumba tropical a clásicas sonatas de hace tres o
cuatro siglos. Ha puesto la mesa cuidadosamente y ha llamado a su
hermana para saber si el tenedor debe ir a la derecha y el cuchillo a
la izquierda, o viceversa.
Ella
sale de la bañera. Se seca delante del espejo. Piensa que tiene unos
pechos bien proporcionados, mucho más turgentes que los de sus
amigas. Se peina echando la melena a uno y otro lado. Inclina la
cabeza: se gusta. Hace días que ha decidido ponerse una blusa negra
y la minifalda blanca. Para esta ocasión, también ha elegido unos
pendientes africanos en forma de luna. Se ha pintado ligeramente los
ojos. Los labios, no.
Respecto
a la cena, no se ha complicado la vida. Ha comprado platos preparados
que sólo hay que calentar antes de servir, y un vino blanco, de
cosecha normal, para no tener que hablar de él. Ha cambiado las
sábanas, por si acaso, y se ha lavado los dientes dos veces. Como es
de temperamento impaciente, ha paseado por la casa mirando el reloj
cada tres minutos, repitiéndose que las mujeres nunca son puntuales.
Baja
con el ascensor hasta el aparcamiento. El portero le mira las piernas
descaradamente. Arranca el coche y, derrapando, sale a la avenida.
Conecta la radio. Por el paseo, bordea la playa y esquiva manadas de
bañistas congestionados y embrutecidos por tantas horas de sol. Gira
a la derecha, se detiene delante de un semáforo y enfila la calle
principal. Aparca delante de un descapotable donde una pareja
descarga un colchón de agua.
Cuando
abre la puerta tiene que hacer un esfuerzo sobrehumano para mirarla
fijamente a los ojos y no bajar la vista. Se besan en la mejilla.
Excitado, descubre que no lleva sostenes. Le pregunta si quiere tomar
algo y ella contesta: <<Un whisky.>> Saca los cubitos del
congelador y comprueba, de nuevo, si los vasos están limpios. Echa
tres dedos de Johnny Walker y una pastilla verde y redonda que se
disuelve rápidamente.
Para
su gusto, él se ha perfumado demasiado. La casa también apesta a
diferentes ambientadores. Acepta el whisky mientras comenta las
ventajas de vivir en un piso céntrico. Le acompaña a la terraza. Se
entusiasma con la vista. Reconoce los letreros de neón, los
rascacielos, las chimeneas, y se admira todavía más cuando ve la
mesa puesta, el candelabro y las bombillas rojas.
El
piensa que, por ahora, la cosa funciona. Ella no ha notado el sabor
de la pastilla. Se le acerca y le pregunta por el trabajo. Mientras
ella contesta, no la escucha, la mira. Los ojos son dos almendras
abiertas con un corazón de canica de cristal, brillante y oscuro.
Los labios, anchos como gajos de naranja, separan las palabras con un
tono de voz plácido, perfecto. Le recuerda a una actriz, pero no
sabe cuál.
Se
sientan. Debajo de la mesa, ella se saca el zapato y se frota el
tobillo con un pie. El va a la cocina y regresa con el primer plato y
un descorchador. Prueban en vino pero no hacen ningún comentario.
Ella mastica y procura, en todo momento, no abrir demasiado la boca.
Mientras tanto, escucha que él le recomienda comprarse un horno
eléctrico. Dice que son más pequeños, más limpios y menos
peligrosos.
El
habla todo el rato. Salta nerviosamente de un tema a otro. No sabe si
lo que dice es o no una tontería. La pastilla no tardará en hacerle
efecto, pero decide ponerle otra en la copa de vino. No sabe cómo
hacerlo sin que ella se dé cuenta, pero piensa que ya encontrará la
manera. Para hacer tiempo, se sirve más vino.
Sopla
una brisa suave que apaga las velas, pero ella tiene calor. Podría
ser el efecto del vino, aunque no es normal que dos copas la afecten
tanto. Separa las piernas y se quita el otro zapato. El contacto del
pie con la baldosa le refresca momentáneamente la sangre. Le mira.
No es un hombre vulgar, piensa. Tiene una cara interesante, dura, que
contrasta con una mirada ingenua, casi infantil.
Cuando
se levanta para ir a buscar el segundo plato, vuelca la copa de ella,
adrede. La rompe. Ella quiere ayudarle a recoger los trozos de
cristal, pero él se niega. En la cocina coge otra copa, le quita el
polvo, la llena de vino, echa la pastilla y espera a que se disuelva.
Después, saca la carne del horno, la huele y la deja sobre la
bandeja.
El
calor no cede. La blusa se le pega a la espalda. Siente una vibración
en la nuca. Se acerca el tenedor a los labios. La carne se le funde
en la boca como un terrón de azúcar. El ha vuelto a encender las
velas. Ella mira fijamente cómo una gota de cera cambia de forma y
se escurre por el candelabro. Debajo de la mesa, tropieza con la
pierna de él, pero no la separa. Ríen y se burlan del marido de una
amiga común.
Corta
el melón. Con el cuchillo, separa las semillas. Dice que esa fruta
le gusta mucho porque nunca sabe si será buena o no. Sonríe. Hace
rato que la pierna de ella le frota la rodilla, pero disimula. Se
levanta para preparar el café y lo aprovecha para aumentar el
volumen de la música. Suena una canción cubana que habla de un
hombre que se emborracha no para olvidar, sino para recordar.
Mientras
prepara el café, ella pasea por la terraza. Se ha cansado de estar
sentada. Cierra los ojos y respira profundamente, como para contener
la fiebre que le escuece en las mejillas. Descalza, se acerca a la
ventana de la cocina. El ha encendido el fuego y vigila la cafetera.
Parece contento. Silba, da pasos de baile y salta de una baldosa a
otra. Además de interesante, es divertido, piensa.
La
lengua de ella es como una esponja lenta, suave y ancha. Le limpia
los dientes y los labios. Le pinta el paladar como si fuera una
cúpula. Le lame la barbilla y le muerde las clavículas. Le baja por
el pecho. El la coge por la cabeza, Se detiene donde se detiene y
cierra los ojos cuando ha de cerrar los ojos. No grita, no dice nada,
no se mueve. Se vacía lentamente, hasta la última gota, como una
jeringuilla.
Duda.
No sabe si levantarse y escupir o bien tragarse el líquido. Respira
por la nariz. No puede mover la cabeza porque él la agarra del pelo
con fuerza controlada. Suda. Mientras lame, se desabrocha la blusa.
No se lo traga, se lo bebe. Nota el gusto agridulce, la densidad, la
sorpresa, como si acabara de probar, por vez primera, una bebida
misteriosa, exótica y deliciosa a la vez.
Piensa
que la cama hace ruido. Que parece mentira que los fabricantes no
prevean esas cosas. Al mismo tiempo, acaricia los pechos, el cuello y
la boca de la chica. El efecto de la pastilla ha sido fulgurante. No
se lo esperaba. No le ha dejado servir el café. Le ha saltado a la
bragueta, le ha bajado los pantalones y ahora, y por atrás, la
penetra lentamente.
No
quiere que se pare, ni que la saque, ni tampoco que se duerma. Quiere
estallar, cambiar de piel, abrirse, romperse, si es necesario. Se
mueve. El cuerpo no le pesa, al contrario. Una conga de escalofríos
le atraviesa la médula: traca de orgasmos. Pirotecnia. Festival.
Abre la boca y cada grito resuena por la escalera, como una alarma.
No
puede más. Si cierra los ojos, se marea. Si los abre, se asusta. El
esfuerzo le obliga a respirar como si fuera un asmático. No le queda
ni sudor. Cuando baja la cabeza, para reposar unos segundos, ella le
tira del cabello. Vuelta a empezar. Las piernas se le doblan. Ella
no se da cuenta, pero hace rato que él sólo siente unos inmensos
deseos de escapar.
Debajo
del ombligo, nota un pinchazo creciente que la distrae, durante una
décima de segundo, de un placer probablemente irrepetible. Sabe que
está en el límite; que, más allá, la cosa se complica; que si
continúa, el corazón le estallará como una olla a presión. Sigue,
no obstante sin dudar, orgullosa de haber descubierto ―le
parece―
la distancia más corta entre dos puntos.
Con
dificultad, consigue cambiar de postura. Como la cama está a punto
de romperse, procura controlar los movimientos de ella, pero es
imposible. Cuando no es un brazo que golpea la cabecera, son las
rodillas que agujerean el colchón. Del placer de hace un momento, ha
pasado a un estado de franca preocupación, pese a que,
sorprendentemente, sigue empalmado.
El
ritmo es trepidante. Para no perderse dentro de la espiral de calor
que le taladra las entrañas, le clava las uñas en la nuca mientras
grita algo semejante a: <<¡Aaaggrrrpffaaa!>> Espasmos.
Debajo de los pechos (mucho más turgentes que los de sus amigas) el
motor se ahoga, la máquina falla. A partir de aquí, todo es inercia
y un descenso lento, sin obstáculos.
Piensa:
<<Ahora me acuerdo, se parece a Rachel Ward.>> Es un poco
más delgada pero tiene la misma mirada cálida. Le gustaría
decírselo, pero no puede. De entrada, la voz se le resquebraja y la
piel se le endurece, rápidamente. Entre las piernas, hay un momento
de silencio. Se abrazan y, tanto el uno como el otro, mueren sin
darse cuenta.
Sergi
Pàmies. “Infección”. 1988, Anagrama.
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