Frente al silencio.

Frente al silencio.

viernes, 23 de febrero de 2018

Horacio




<<Carpe diem>>

No pretendas saber, pues no está permitido,
el fin que a mí y a ti, Leucónoe,
nos tienen asignados los dioses,
ni consultes los números babilónicos.
Mejor será aceptar lo que venga
ya sean muchos los inviernos que Júpites
te conceda, o sea éste el último,
el que ahora hace que el mar Tirreno
rompa contra los opuestos cantiles.
No seas loca, filtra tus vinos
y adapta al breve espacio de tu vida
una esperanza larga.
Mientras hablamos, huye el tiempo envidioso.
Vive el día de hoy. Captúralo.
No fíes del incierto mañana.





A Delio

Acuérdate de conservar una mente tranquila
en la adversidad, y en la buena fortuna
abstente de una alegría ostentosa,
Delio, pues tienes que morir,
y ello aunque hayas vivido triste en todo momento
o aunque, tumbado en retirada hierba,
los días de fiesta, hayas disfrutado
de las mejores cosechas de Falerno.
¿Por qué al enorme pino y al plateado álamo
le gusta unir la hospitalaria sombra
de sus ramas? ¿Por qué la linfa fugitiva
se esfuerza en deslizarse por sinuoso arroyo?
Manda traer aquí vinos, perfumes y rosas
esas flores tan efímeras, mientras
tus bienes y tu edad y los negros hilos
de las tres Hermanas te lo permitan.
Te irás del soto que compraste, y de la casa,
y de la quinta que baña el rojo Tíber;
te irás, y un heredero poseerá
las riquezas que amontonaste.
Que seas rico y descenciente del venerable
Ínaco nada importa, o que vivas
a la intemperie, pobre y de ínfimo linaje:
serás víctima de Orco inmisericorde.
Todos terminaremos en el mismo lugar.
La urna da vueltas para todos.
Más tarde o más temprano ha del salir
la suerte que nos embarcará
rumbo al eterno exilio.




A Póstumo

¡Ay, ay, Póstumo, Póstumo
fugaces se deslizan los años
y la piedad no detendrá
las arrugas, ni la inminente vejez,
ni la indómita muerte!
No, amigo, ni aunque inmolases cada día
trescientos toros al inexorable Plutón,
el que retiene al tres veces enorme
Gerión y a Ticio en las tristes aguas
que habremos de surcar todos cuántos
nos alimentamos de los frutos de la tierra,
seamos reyes o pobres campesinos.
Vano será que nos abstengamos
den cruento Marte y de las rotas
olas del ronco Adriático;
vano que en los otoños hurtemos
los cuerpos al dañino Austro.
Hemos de ver el negro Cocito
que vaga con corriente lánguida,
y la infante raza de Dánao,
y al eólida Sísifo, condenado
a eterno tormento.
Habremos de dejar tierra y casa
y dulce esposa; y de todos estos
árboles que cultivas ninguno,
salvo los odiosos cipreses,
te seguirá a ti, su dueño efímero;
y un sucesor más digno que tú
consumirá el cécubo que guardaste
con cien llaves y teñirá
las losas con el soberbio vino,
el mejor en las cenas de los pontífeces.






A Baco

¿Adónde, Baco, me arrebatas, lleno de ti?
¿A qué bosques, a qué cavernas
soy arrastrado velozmente por una mente nueva?
¿En qué antro seré oído
meditando introducir la gloria eterna
del egregio César en los astros y en la asamblea
de Júpiter? Cantaré lo insigne, lo nuevo,
lo que ninguna boca ha cantado.
No de otro modo que la insomne bacante
se queda atónita mirando desde la cumbre el Hebro,
la Tracia blanca por la nieve
y el Ródope hollado por pie bárbaro:
así a mí me complace, extraviado,
admirar las riberas y los bosques desiertos.
¡Oh señor poderoso de las náyades
y de las bacantes capaces de derribar
los elevados fresnos con las manos!
Nada pequeño, ni en tono humilde,
nada mortal celebraré. Dulce peligro
es, oh Leneo, seguir al dios que ciñe sus sienes
con verde pámpano.




El don de la Musa

A aquel a quien miraste, Melpómene, al nacer,
con ojos apacibles no lo ensalzará púgil
el esfuerzo en el Istmo, ni un fogoso caballo
lo conducirá vencedor en carro de Acaya,
ni la guerra, caudillo adornado con hojas
de Delos, lo presentará al Capitolio
por haber aplastado hinchadas jactancias de reyes;
antes bien, las aguas que bañan la fértil Tíbur
y las tupidas cabelleras de los bosques
lo harán célebre en el canto eolio.
El pueblo de Roma, la primera de las ciudades,
juzga digno situarme entre los coros amables de sus poetas,
y ya me muerde menos el envidioso diente.
¡Oh Piéride, que templas el dulce ruido de mi lira de oro!
¡Oh tú, que, si quisieras, darías la armonía del cisne
a los peces mudos! Todo es regalo tuyo,
si me señala el dedo de los que pasan
como cultivador de la romana cítara.
Mi inspiración y mi buena fama, si es que la tengo,
son sólo tuyas.



ANTOLOGÍA DE LA POESÍA LATINA. 2004, Alianza Editorial.





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