<<Carpe
diem>>
No
pretendas saber, pues no está permitido,
el
fin que a mí y a ti, Leucónoe,
nos
tienen asignados los dioses,
ni
consultes los números babilónicos.
Mejor
será aceptar lo que venga
ya
sean muchos los inviernos que Júpites
te
conceda, o sea éste el último,
el
que ahora hace que el mar Tirreno
rompa
contra los opuestos cantiles.
No
seas loca, filtra tus vinos
y
adapta al breve espacio de tu vida
una
esperanza larga.
Mientras
hablamos, huye el tiempo envidioso.
Vive
el día de hoy. Captúralo.
No
fíes del incierto mañana.
A
Delio
Acuérdate
de conservar una mente tranquila
en
la adversidad, y en la buena fortuna
abstente
de una alegría ostentosa,
Delio,
pues tienes que morir,
y
ello aunque hayas vivido triste en todo momento
o
aunque, tumbado en retirada hierba,
los
días de fiesta, hayas disfrutado
de
las mejores cosechas de Falerno.
¿Por
qué al enorme pino y al plateado álamo
le
gusta unir la hospitalaria sombra
de
sus ramas? ¿Por qué la linfa fugitiva
se
esfuerza en deslizarse por sinuoso arroyo?
Manda
traer aquí vinos, perfumes y rosas
―esas
flores tan efímeras―,
mientras
tus
bienes y tu edad y los negros hilos
de
las tres Hermanas te lo permitan.
Te
irás del soto que compraste, y de la casa,
y
de la quinta que baña el rojo Tíber;
te
irás, y un heredero poseerá
las
riquezas que amontonaste.
Que
seas rico y descenciente del venerable
Ínaco
nada importa, o que vivas
a
la intemperie, pobre y de ínfimo linaje:
serás
víctima de Orco inmisericorde.
Todos
terminaremos en el mismo lugar.
La
urna da vueltas para todos.
Más
tarde o más temprano ha del salir
la
suerte que nos embarcará
rumbo
al eterno exilio.
A
Póstumo
¡Ay,
ay, Póstumo, Póstumo
fugaces
se deslizan los años
y
la piedad no detendrá
las
arrugas, ni la inminente vejez,
ni
la indómita muerte!
No,
amigo, ni aunque inmolases cada día
trescientos
toros al inexorable Plutón,
el
que retiene al tres veces enorme
Gerión
y a Ticio en las tristes aguas
que
habremos de surcar todos cuántos
nos
alimentamos de los frutos de la tierra,
seamos
reyes o pobres campesinos.
Vano
será que nos abstengamos
den
cruento Marte y de las rotas
olas
del ronco Adriático;
vano
que en los otoños hurtemos
los
cuerpos al dañino Austro.
Hemos
de ver el negro Cocito
que
vaga con corriente lánguida,
y
la infante raza de Dánao,
y
al eólida Sísifo, condenado
a
eterno tormento.
Habremos
de dejar tierra y casa
y
dulce esposa; y de todos estos
árboles
que cultivas ninguno,
salvo
los odiosos cipreses,
te
seguirá a ti, su dueño efímero;
y
un sucesor más digno que tú
consumirá
el cécubo que guardaste
con
cien llaves y teñirá
las
losas con el soberbio vino,
el
mejor en las cenas de los pontífeces.
A
Baco
¿Adónde,
Baco, me arrebatas, lleno de ti?
¿A
qué bosques, a qué cavernas
soy
arrastrado velozmente por una mente nueva?
¿En
qué antro seré oído
meditando
introducir la gloria eterna
del
egregio César en los astros y en la asamblea
de
Júpiter? Cantaré lo insigne, lo nuevo,
lo
que ninguna boca ha cantado.
No
de otro modo que la insomne bacante
se
queda atónita mirando desde la cumbre el Hebro,
la
Tracia blanca por la nieve
y
el Ródope hollado por pie bárbaro:
así
a mí me complace, extraviado,
admirar
las riberas y los bosques desiertos.
¡Oh
señor poderoso de las náyades
y
de las bacantes capaces de derribar
los
elevados fresnos con las manos!
Nada
pequeño, ni en tono humilde,
nada
mortal celebraré. Dulce peligro
es,
oh Leneo, seguir al dios que ciñe sus sienes
con
verde pámpano.
El
don de la Musa
A
aquel a quien miraste, Melpómene, al nacer,
con
ojos apacibles no lo ensalzará púgil
el
esfuerzo en el Istmo, ni un fogoso caballo
lo
conducirá vencedor en carro de Acaya,
ni
la guerra, caudillo adornado con hojas
de
Delos, lo presentará al Capitolio
por
haber aplastado hinchadas jactancias de reyes;
antes
bien, las aguas que bañan la fértil Tíbur
y
las tupidas cabelleras de los bosques
lo
harán célebre en el canto eolio.
El
pueblo de Roma, la primera de las ciudades,
juzga
digno situarme entre los coros amables de sus poetas,
y
ya me muerde menos el envidioso diente.
¡Oh
Piéride, que templas el dulce ruido de mi lira de oro!
¡Oh
tú, que, si quisieras, darías la armonía del cisne
a
los peces mudos! Todo es regalo tuyo,
si
me señala el dedo de los que pasan
como
cultivador de la romana cítara.
Mi
inspiración y mi buena fama, si es que la tengo,
son
sólo tuyas.
ANTOLOGÍA DE LA POESÍA LATINA. 2004, Alianza Editorial.
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