¿Por
qué detestamos las palomas callejeras?
Unas
horas antes de que el camión arramblase contra las personas que
estaban disfrutando de la noche de paz y fiesta en Niza yo estaba
preguntándome por qué tanta gente odia las palomas callejeras.
Son
sucias, las palomas: muñones en las patas, costumbre de despiojarse
en la mesa de la terraza donde estamos comiendo, y además lo cagan
todo. Pero hay pocos animales salvajes que nos soporten a nosotros y
quieran vivir en nuestras ciudades y hozar en nuestra basura. Las
detestamos pero se quedan por aquí, luego debemos de gustarles.
Quizás sea porque convertimos a sus depredadores naturales en
cojines castrados y les hacemos fotos humillantes y hemos erradicado
la fiereza que asustaba a las palomas.
Yo
creo que las odiaba un poco por contagio: era divertido hacerlo y era
fácil ponerse de acuerdo con otros para odiar a las palomas
callejeras. La imaginación encontraba motivos de sobra, los chistes
sobre palomas callejeras son accesibles, todo el mundo ha sufrido
alguna vez bajo los proyectiles apestosos que lanzan desde los cables
de la luz y desde las ramas y las cornisas de las ventanas.
Me
convertí en un ilustre odiador de las palomas callejeras. Cuando las
veía por la calle las perseguía y trataba de patearlas. Cuando se
acercaba una, la ahuyentaba a gritos y la insultaba. Mis compañeros
se partían de risa. Perseguíamos juntos a las sucias y malolientes
palomas.
Lo
hacíamos con impunidad, es raro que salga alguien en su defensa.
Ayer por la tarde, en un parque de Girona, estábamos tomando los
cafés después de la comida y dejé que las palomas del parque se
acercaran a por las migajas. Pensé en patearlas ahora que estaban
confiadas, pero entonces descubrí que son muy torpes y muy
estúpidas: si dejas una miga grande junto a una rejilla de
alcantarillado, se acercará una paloma hambrienta y al picar la miga
perderá la mayor parte por la rejilla.
Estudié
cómo se comportaban las unas con las otras. En el bordillo del
parque, un palomo grande se hinchó persiguiendo a una hembra. A
simple vista parecía feo y sucio y le faltaban dos falanges de un
dedo en la pata derecha, pero la paloma acabó fijándose en él y
dejó que se le pusiera delante. El palomo abrió el pico y la paloma
buscó dentro de su boca la comida que el palomo regurgitaba para
ella. La hembra estuvo comiendo de su pico un rato, y luego se quedó
mansa, y el palomo se le subió encima para aparearse. Por un
momento, las plumas grises del cuello del palomo brillaron con un
destello verde y violeta.
Después,
la hembra siguió picoteando con indiferencia las migajas que
encontraba por el suelo. El macho se fue para el borde del estanque y
se quedó allí, saciado frente a las aguas.
Andrea
tiene un detector de palomas moribundas. A veces vamos por la calle y
de pronto da un respingo y señala algo en el suelo. Es una paloma
que se ha colocado junto a la pared, hecha un ovillo, con la cabeza
metida entre las plumas despeinadas. Mira con resentimiento a su
alrededor, se está muriendo. Ya no emprende el vuelo cuando alguien
viene pisando demasiado cerca. Permanecerá ahí hasta que le dé el
siroco. Más tarde la veremos aplastada y destripada. Ya casi no hay
gatos que vengan a comérselas.
¿Qué
pasaría si yo fuera por ahí diciendo que ahora me gustan las
palomas? La gente me diría que son las ratas del aire; es muy
difícil luchar contra los tópicos y las ideas que quieren
explicarlo todo con cuatro palabras. El odio cuesta menos que el
aprecio. Es difícil detenerse a observar las cosas a las que nos
hemos acostumbrado.
Pasa
lo mismo en ciertos barrios de la ciudad, en ciertas secciones del
periódico. Pero un día Noé soltó una paloma desde la claraboya
del Arca porque quería saber si el diluvio había remitido y era
posible dirigirse a tierra seca. El pájaro volvió con una rama de
olivo en el pico.
Juan
Soto Ivars. "Un abuelo rojo y otro abuelo facha". 2016,
Círculo de Tiza.
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