Fragmentos:
...Como
si, al escribir, cada línea que trazo en la página con el bolígrafo
se cubriera de moho y cada página que dejo atrás, cubierta con mi
escritura, se abarquillara, amarilleara y se retorciera como una hoja
seca. Pero yo seguiría escribiendo igualmente cada vez más rápido,
para que no me alcancen el desastre y la desgracia.
...Como si, al releerme, cada fotón que choca contra mi página, rebota y atraviesa mi retina envejeciera sobre la marcha, se arrugara como un grano de pimienta y, en lugar de luz, brotara de él un polvo sofocante, como el polvillo de las alas de las mariposas muertas, clavadas con un alfiler oxidado en el insectario.
...Como si, al comer, la cuchara en la que la sopa gira lentamente, arrastrando en su giro un fideo, se oxidara en el trayecto del plato a la boca, se corroyera y cayera convertida en migajas de óxido sobre la holanda pura del mantel, y solo una bola de sopa, blanda y en continua remodelación, siguiera levitando en el vacío hasta llenarse también ella de gusanos y tijeretas.
...Como si, al hacer el amor, los billones de barquitos de papel liberados por mi vientre penetraran en el vientre de mi esposa, en el interior de una geografía desconocida y extraña, atravesaran gargantas terribles, cataratas implacables, naufragaran por las trompas traslúcidas, ardieran al rozar las paredes y fueran atrapados por seres sin ojos hasta que un solo velerito se detuviera en las aguas tranquilas que rodean la abrumadora, redonda fortaleza. Y allí, bajo un cielo de tormenta, esperara la ruina, la ruina total, la ruina ilimitada. No ha quedado ni una piedra de aquella ciudadela ovariana.
...Como si los puentes se derrumbaran a mi paso.
...Como si las estrellas explotaran después de caer dormido.
...Como si mi memoria fuera un osario.
...Como si nuestra mente fuera una campana resquebrajada.
...Como si, al releerme, cada fotón que choca contra mi página, rebota y atraviesa mi retina envejeciera sobre la marcha, se arrugara como un grano de pimienta y, en lugar de luz, brotara de él un polvo sofocante, como el polvillo de las alas de las mariposas muertas, clavadas con un alfiler oxidado en el insectario.
...Como si, al comer, la cuchara en la que la sopa gira lentamente, arrastrando en su giro un fideo, se oxidara en el trayecto del plato a la boca, se corroyera y cayera convertida en migajas de óxido sobre la holanda pura del mantel, y solo una bola de sopa, blanda y en continua remodelación, siguiera levitando en el vacío hasta llenarse también ella de gusanos y tijeretas.
...Como si, al hacer el amor, los billones de barquitos de papel liberados por mi vientre penetraran en el vientre de mi esposa, en el interior de una geografía desconocida y extraña, atravesaran gargantas terribles, cataratas implacables, naufragaran por las trompas traslúcidas, ardieran al rozar las paredes y fueran atrapados por seres sin ojos hasta que un solo velerito se detuviera en las aguas tranquilas que rodean la abrumadora, redonda fortaleza. Y allí, bajo un cielo de tormenta, esperara la ruina, la ruina total, la ruina ilimitada. No ha quedado ni una piedra de aquella ciudadela ovariana.
...Como si los puentes se derrumbaran a mi paso.
...Como si las estrellas explotaran después de caer dormido.
...Como si mi memoria fuera un osario.
...Como si nuestra mente fuera una campana resquebrajada.
***
Abandoné
la prosa y, en el bochornoso verano siguiente, abrumado por la
soledad como nunca antes, sin dinero para poder salir, sin amigos con
los que quedar, empecé a dar unos paseos diarios, rituales, para
rebajar mi angustia hasta unos límites soportables; en cierto modo,
hacía lo mismo que los granes obsesos, que a veces salen a los
espacios y describen círculos amplios durante horas muertas. Solo
entonces tomé conciencia del hecho de que no conocía la ciudad, de
que Bucarest era para mí (y eso seguiría siendo) solo lo que veía
en aquellos sueños límpidos y raros, en los que a veces me elevaba
en el aire hasta la hilera más alta de las ventanas de algún
edificio imponente y aislado y contemplaba el interior lleno de
dactilógrafas verdosas. Terminaba la educación secundaria en la
escuela 28, junto al Circo Estatal, y todavía no había estado en el
centro de la ciudad. Todo mi mundo era el de mi madre, una mujer
sencilla, procedente del campo, que había fijado su radio de acción
entre Obor y Dorobanti, con una ramificación en Floreasca, una zona
delimitada por los tres cines que frecuentábamos: Volga, Melodia y
Floreasca. Rara vez salía de allí y cuando lo hacía me invadía un
sentimiento de extrañeza, de inseguridad metafísica, como si
hubiera descendido a otro territorio.
***
Siempre,
cuando en el período irreal de las fiestas navideñas me levanto muy
temprano y las ventanas están completamente heladas, y a través de
su cristal deformado la nieve oblicua cae con saña, y yo estoy
inquieto en la cocina con la luz encendida ―en
algún sitio de las profundidades de la casa suena un despertador―
tengo la misma visión de lector maleado. Mientras bebo el café
ardiente, sueño con el Libro. Más descabellado que Cien años de
soledad, más profundo que El castillo, más infinito que En busca
del tiempo perdido. Imagino un gran equipo de escritores trabajando
durante varias generaciones en un solo libro que se pueda leer desde
la infancia, cuando empiezas a distinguir las letras, hasta el lecho
de muerte, cuando ya no las distingues. Un libro que reemplace tu
vida, pero sin los momentos, los días, los meses, los años
monótonos de la vida. En la adolescencia, acurrucado en la cama,
solía leer algunas veces desde la mañana hasta la noche, se me
olvidaba comer y casi respirar porque las páginas ―que
de hecho, casi no veía―
describían a gente de verdad, nubes de verdad, ciudades de verdad,
pero cuando levantaba los ojos, no veía más que sombras
desoladoras. Me daba cuenta de que anochecía solo cuando las páginas
se volvían rojas como el fuego antes de tornarse cenicientas.
El
drama de mi vida empezó después, cuando en vez de Libro me vi
obligado a vivir la realidad. Me temo que de ahora en adelante nadie
va a vivir en los libros, tal y como han hecho mi generación y las
precedentes. Y que la utopía de la lectura quedará ahí, en una
colina lejana, como un gran laberinto en ruinas.
Mircea
Cartarescu. “El ojo castaño de nuestro amor”. Impedimenta, 2016.
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