Fragmentos:
La
vida es sencilla para el corazón: late mientras puede. Luego se
para. Antes o después, algún día ese movimiento martilleante se
para por sí mismo y la sangre empieza a correr hacia el punto más
bajo del cuerpo, donde se concentra en una pequeña hoya, visible
desde fuera como una zona oscura y blanda en la piel cada vez más
blanca, a la vez que la temperatura baja, los miembros se endurecen y
el intestino se vacía. Los cambios de las primeras horas ocurren tan
lentamente y se realizan con tanta seguridad que recuerdan algo
ritual, como si la vida capitulara según determinadas reglas, una
especie de gentlemen´s
agreement por el que
se rigen también los representantes de lo muerto, ya que siempre
esperan a que la vida se haya retirado para iniciar la invasión del
nuevo paisaje. Entonces, en cambio, es irrevocable. Nada puede ya
detener a las enormes colonias de bacterias que empiezan a expandirse
por el interior del cuerpo. Si lo hubieran intentado tan solo unas
horas antes, se habrían encontrado con una gran resistencia, pero
ahora todo está quieto en torno a ellas, y penetran cada vez más en
lo húmedo y lo oscuro. Alcanzan los canales de Havers, las criptas
de Lieberkühn, las islas de Langerhans. Alcanzan la cápsula de
Bowman en los riñones, la columna de Clarke en la médula espinal,
la sustancia negra del mesencéfalo. Y alcanzan el corazón.
***
Lo
único que no envejece de la cara son los ojos. Son igual de claros
el día que nacemos que el día que morimos. Es cierto que sus venas
pueden reventar y las retinas se vuelven más mates, pero su luz no
cambia nunca. Hay un cuadro que me acerco a ver cada vez que voy a
Londres y que me conmueve con la misma fuerza cada vez. Es el
autorretrato del Rembrandt tardío. Los cuadros del Rembrandt tardío
suelen caracterizarse por una rudeza casi inaudita, en la que todo
está subordinado a la expresión de ese determinado momento, como
resplandeciente y sagrado, hasta ahora algo inigualado en el arte,
con la posible excepción de lo que Hölderlin logra en sus poemas
tardíos, por muy incomparable que suene, porque donde la luz de
Hölderlin conjurada en el lenguaje es etérea y celestial, la luz de
Rembrandt es conjurada con el color: el de la tierra, el del metal y
el de la materia: pero este cuadro, que se encuentra en la National
Gallery, está pintado de un modo algo más cercano al clasicismo
realista, más cerca de la expresión del joven Rembrandt. Pero lo
que representa es al viejo Rembrandt. A la vejez. Todos los detalles
del rostro son visibles, todas las huellas de la vida están
estampadas en él, se dejan seguir. La cara tiene surcos, arrugas,
bolsas, está ajada por el tiempo. Pero los ojos son claros, y aunque
no son jóvenes, al menos parecen fuera de ese tiempo que por lo
demás caracteriza su cara.
***
Yo
tenía casi treinta años cuando vi un cuerpo muerto por primera vez.
Fue en el verano de 1998, ua tarde del mes de julio, en una capilla
de Kristiansand. Había muerto mi padre. Yacía sobre una mesa en
medio de la sala. El cielo estaba nublado, la luz dentro era
grisácea, en el césped fuera de la ventana se movía lentamente un
cortacésped. Yo estaba con mi hermano. El agente de la funeraria
había salido para dejarnos a solas con el muerto, del que nos
encontrábamos a unos metros de distancia, mirándolo fijamente.
Tenía los ojos y la boca cerrados, la parte de arriba de su cuerpo
estaba vestida con una camisa blanca, la de abajo con un pantalón
negro. Me estremecí al pensar que por primera vez sería capaz de
escrutar ese rostro sin impedimento alguno. Tenía la sensación de
estar abusando de él. Al mismo tiempo sentía hambre, algo
insaciable me exigía que mirase sin parar ese cuerpo muerto que unos
días antes había sido mi padre. Estaba familiarizado con sus
facciones, me había criado con esa cara, y aunque no la había visto
con la misma frecuencia en los últimos años, apenas pasó una sola
noche sin que soñara con ella. Estaba familiarizado con las
facciones, pero no con la expresión que había adquirido. Un oscuro
tono amarillento de la piel, además de la perdida de la elasticidad,
contribuían a que la cara pareciera tallada en madera. Lo leñoso
imposibilitaba cualquier sentimiento de cercanía. Ya no estaba
viendo a un ser humano, sino algo que se parecía a un ser humano. Al
mismo tiempo procedía de entre nosotros, y lo que había sido seguía
dentro de mí como un velo sobre lo muerto.
Karl
Ove Knausgard. “La muerte del padre (Mi lucha.I)”. 2012,
Anagrama.
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