Fragmentos:
―Hace
veinte años, una Nochebuena, mi mejor amigo mató a su hermana y se
tiró por un barranco.
***
Y ahora, cuando por
primera vez en mucho tiempo yo había concebido la posibilidad de
mirar hacia atrás, Juan Alberto se cruzaba en mi camino. ¿Qué
probabilidades había de que eso sucediera aquella precisa tarde?
Nunca he creído demasiado en las señales del destino, pero confieso
que, mientras contemplaba su coche perderse en la distancia, pasó
por mi cabeza la idea ingenua de que alguien o algo lo había puesto
delante de mí justo ese día.
Creo que fue en ese
momento cuando me convencí de que tenía que escribir ese libro. Y
también ese instantes comencé a tomar conciencia de lo que
significaría hacerlo, de las heridas que reabriría, del daño que
podría causar.
Hoy, tiempo después,
cuando este libro ha comenzado a escribirse y ya no hay vuelta atrás,
pienso que si el azar hizo que me encontrase aquel día con Juan
Alberto, no fue para convencerme de que esta era la historia que
tenía que contar, sino todo lo contrarios: disuadirme, para
advertirme de que hay aguas que es mejor no remover, lugares en los
que es mejor no entrar, que no todas las historias tienen que ser
contadas, que escribiendo no siempre se gana, que a veces también
naufragamos ante el dolor de los demás.
***
Si realmente
existieran los viajes en el tiempo, si uno pudiera viajar al pasado,
o abrir una ventana por donde verlo todo, supongo que la sensación
se parecería mucho a lo que to experimenté esa noche. Porque eso
era lo que realmente había sucedido allí: había viajado al pasado
y me había visto a mí mismo. Y la observación del pasado
transforma el presente. Viajar en el tiempo siempre modifica las
cosas. Mi visión de aquellas imágenes había removido algo en mi
interior. Algo que aún no sabía muy bien lo que era pero que, por
un momento, me hizo experimentar el presente con cierta distancia.
Todas las certidumbres de mi mundo se vinieron abajo ante la
incertidumbre de mi yo pasado. La culpa, la inquietud, la
inseguridad..., todo se apoderó de mí. Yo, que todo lo sabía, que
había logrado un entorno confortable donde todo estaba hecho a mi
medida, de repente perdí pie. Mi yo de aquel tiempo jamás
entendería aquello en lo que me había convertido. ¿Estaba bien lo
que pretendía hacer, lo que pretendía escribir? Esas preguntas me
las había hecho en alguna ocasión, y aunque me habían obsesionado,
nunca me habían llegado a producir ese desasosiego. Pero esa noche
vinieron desde un tiempo diferente, se introdujeron en mi cuerpo y ya
no supe cómo sacarlas de allí.
***
Crucé la calle que
dividía el cementerio y comencé a bajar hacia la tumba de mi amigo,
esperando que ya no hubiese nadie frente a ella. Sin embargo, al
llegar a la altura del panteón, observé que sus hermanos seguían
allí. Ya era tarde para cambiar de dirección. Y aunque pasé de
largo, no pude evitar que me vieran. El menor apenas ladeó la
mirada. El mayor sí que me saludó moviendo ligeramente la cabeza.
Yo también le hice un gesto con la mía. Y en ese momento todo se me
vino abajo. El malestar que había experimentado un año y medio
antes, cuando nuestras miradas se cruzaron el día de la romería de
la Virgen de la Huerta, regresó con una fuerza inusitada. ¿Qué era
lo que estaba haciendo? Allí estaba la familia de mi amigo, ajena a
lo que yo escribía, concentrada en un dolor privado que mi libro
podría resquebrajar. ¿Cómo me sentiría yo si alguien escribiera
sobre mis padres? ¿Hasta qué punto nos pertenecen las vidas de los
demás? ¿Quiénes son, en realidad, los demás? ¿Los amigos? ¿La
familia? ¿Qué derechos tenemos sobre ellos y sobre su memoria?
***
Al entrar en el bar,
Leo saludó a un chico con el pelo largo al que yo no conocía y
estuvo unos minutos hablando con él. Al rato, lo acompañó hasta
donde yo estaba y me lo presentó.
―¿Te
acuerdas que te dije que conocía a alguien que podría echarte una
mano con el expediente judicial? Pues aquí lo tienes: Vicente.
Lo
saludé. Me llamó la atención su melena canosa sobre los hombros y
su camiseta de Iron Maiden, descolorida y algo raída por los puños.
Tenía pinta de cualquier cosa menos de funcionario de Justicia.
Había coincidido con Leo en los juzgados de Cartagena, pero hacía
tiempo que se habían perdido la pista. También conocía a muchos de
los escritores del grupo y me sorprendí cuando dijo que había leído
mis novelas.
―Es
un friki de la literatura ―dijo
Leo―.
Lo raro es que no os hubieseis conocido antes.
―¿También
escribes? ―le
pregunté.
―No,
tío, yo soy un Bartleby. Eso os lo dejo a vosotros. Pero leer... es
mi enfermedad. El heavy y la literatura. Satán y Vila-Matas.
―Satam
Aliv(E) ―bromeé.
―Ahí
te he visto bien. Cómo se nota que eres de la secta.
―Tal
para cual ―dijo
Leo―.
Os dejo solos.
***
¿Podemos
recordar con cariño a quien ha cometido el peor de los crímenes?
¿Es legítimo hacerlo después de haber comprendido la parte del
otro? ¿Podemos amar sin perdonar? ¿Es posible llevar flores a la
tumba de un asesino?
Nunca
he sabido qué contestar. El vacío, la zona de sombra, no deja
espacio a las palabras; tampoco al pensamiento. Esa mañana, sin
embargo, el lenguaje no fue necesario. Miré el ramo de claveles a
los pies del panteón y la realidad me ofreció la respuesta.
Miguel Ángel Hernández. "El dolor de los demás". 2018, Anagrama.
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