Frente al silencio.

Frente al silencio.

jueves, 31 de octubre de 2019

Thomas Bernhard (El origen)



Fragmentos:


Siempre me había gustado ir a los cementerios, eso me venía de mi abuela por parte de madre, que había sido una apasionada visitadora de cementerios y, sobre todo, de depósitos de cadáveres y capillas ardientes, y que, muy a menudo, y de pequeño, me llevaba con ella a los cementerios para enseñarme los muertos, los que fueran, sin parentesco alguno con ella, pero sin embargo expuestos siempre en los cementerios, siempre la fascinaron los muertos, los muertos expuestos, y siempre trató de transmitirme esa fascinación que era una pasión, sin embargo, al levantar a mi persona hacia los muertos expuestos solo me había aterrorizado siempre, todavía hoy veo con mucha frecuencia cómo me llevaba a los depósitos de cadáveres y me levantaba hacia los muertos expuestos y cómo me sostenía en alto tanto tiempo como podía aguantar, una y otra vez sus lo ves, lo ves, lo ves, y cómo me sostenía hasta que yo lloraba, y entonces me dejaba en el suelo y miraba ella todavía largo rato a los muertos expuestos, antes de que saliéramos otra vez del lugar de las capillas ardientes.
***


Quien está a favor del deporte tiene a las masas de su lado, quien está a favor de la cultura, las tiene en contra, decía mi abuelo, y por eso todos los gobiernos están siempre a favor del deporte y en contra de la cultura. Como toda dictadura, también la nacionalsocialista se hizo poderosa y casi dominó al mundo por el deporte de masas. En todos los Estados las masas han sido conducidas con andadores, en todas las épocas, por medio del deporte, no puede haber un Estado tan pequeño ni tan insignificante que no lo sacrifique todo por el deporte. Pero qué grotesco era, sin embargo, ir al campo de deportes de Gnigl para competir allí por insignias de vencedor, pasado por delante de centenares de heridos graves de guerra, en su mayoría casi totalmente mutilados, que eran descargados literalmente en la estación central como una mercancía engorrosa y defectuosamente embalada.
***




La comunidad, como sociedad, no descansa hasta que no ha elegido a uno como víctima entre muchos o pocos y, a partir de entonces, ese se convierte en el que, por todos y en toda ocasión, es taladrado por el dedo acusador de todos. La comunidad, como sociedad, encuentra siempre al más débil y lo expone sin escrúpulos a sus risas y a sus siempre nuevas y siempre horribles torturas de burla y de escarnio, y para inventar inventos siempre nuevos y siempre más hirientes para esas torturas de burla y escarnio es de lo más inventivo. Solo hay que mirar siempre a las familias, en las que encontramos siempre una víctima de la burla y el escarnio, donde hay tres seres humanos uno es siempre objeto de burlas y escarnio, y una comunidad mayor, como sociedad, no puede existir siquiera sin una de esas víctimas o sin varias de esas víctimas.



Thomas Bernhard. “El origen”. 1990, Anagrama.




jueves, 24 de octubre de 2019

Karl Ove Knausgard




Fragmentos:


      La vida es sencilla para el corazón: late mientras puede. Luego se para. Antes o después, algún día ese movimiento martilleante se para por sí mismo y la sangre empieza a correr hacia el punto más bajo del cuerpo, donde se concentra en una pequeña hoya, visible desde fuera como una zona oscura y blanda en la piel cada vez más blanca, a la vez que la temperatura baja, los miembros se endurecen y el intestino se vacía. Los cambios de las primeras horas ocurren tan lentamente y se realizan con tanta seguridad que recuerdan algo ritual, como si la vida capitulara según determinadas reglas, una especie de gentlemen´s agreement por el que se rigen también los representantes de lo muerto, ya que siempre esperan a que la vida se haya retirado para iniciar la invasión del nuevo paisaje. Entonces, en cambio, es irrevocable. Nada puede ya detener a las enormes colonias de bacterias que empiezan a expandirse por el interior del cuerpo. Si lo hubieran intentado tan solo unas horas antes, se habrían encontrado con una gran resistencia, pero ahora todo está quieto en torno a ellas, y penetran cada vez más en lo húmedo y lo oscuro. Alcanzan los canales de Havers, las criptas de Lieberkühn, las islas de Langerhans. Alcanzan la cápsula de Bowman en los riñones, la columna de Clarke en la médula espinal, la sustancia negra del mesencéfalo. Y alcanzan el corazón.

***


      Lo único que no envejece de la cara son los ojos. Son igual de claros el día que nacemos que el día que morimos. Es cierto que sus venas pueden reventar y las retinas se vuelven más mates, pero su luz no cambia nunca. Hay un cuadro que me acerco a ver cada vez que voy a Londres y que me conmueve con la misma fuerza cada vez. Es el autorretrato del Rembrandt tardío. Los cuadros del Rembrandt tardío suelen caracterizarse por una rudeza casi inaudita, en la que todo está subordinado a la expresión de ese determinado momento, como resplandeciente y sagrado, hasta ahora algo inigualado en el arte, con la posible excepción de lo que Hölderlin logra en sus poemas tardíos, por muy incomparable que suene, porque donde la luz de Hölderlin conjurada en el lenguaje es etérea y celestial, la luz de Rembrandt es conjurada con el color: el de la tierra, el del metal y el de la materia: pero este cuadro, que se encuentra en la National Gallery, está pintado de un modo algo más cercano al clasicismo realista, más cerca de la expresión del joven Rembrandt. Pero lo que representa es al viejo Rembrandt. A la vejez. Todos los detalles del rostro son visibles, todas las huellas de la vida están estampadas en él, se dejan seguir. La cara tiene surcos, arrugas, bolsas, está ajada por el tiempo. Pero los ojos son claros, y aunque no son jóvenes, al menos parecen fuera de ese tiempo que por lo demás caracteriza su cara.

***



      Yo tenía casi treinta años cuando vi un cuerpo muerto por primera vez. Fue en el verano de 1998, ua tarde del mes de julio, en una capilla de Kristiansand. Había muerto mi padre. Yacía sobre una mesa en medio de la sala. El cielo estaba nublado, la luz dentro era grisácea, en el césped fuera de la ventana se movía lentamente un cortacésped. Yo estaba con mi hermano. El agente de la funeraria había salido para dejarnos a solas con el muerto, del que nos encontrábamos a unos metros de distancia, mirándolo fijamente. Tenía los ojos y la boca cerrados, la parte de arriba de su cuerpo estaba vestida con una camisa blanca, la de abajo con un pantalón negro. Me estremecí al pensar que por primera vez sería capaz de escrutar ese rostro sin impedimento alguno. Tenía la sensación de estar abusando de él. Al mismo tiempo sentía hambre, algo insaciable me exigía que mirase sin parar ese cuerpo muerto que unos días antes había sido mi padre. Estaba familiarizado con sus facciones, me había criado con esa cara, y aunque no la había visto con la misma frecuencia en los últimos años, apenas pasó una sola noche sin que soñara con ella. Estaba familiarizado con las facciones, pero no con la expresión que había adquirido. Un oscuro tono amarillento de la piel, además de la perdida de la elasticidad, contribuían a que la cara pareciera tallada en madera. Lo leñoso imposibilitaba cualquier sentimiento de cercanía. Ya no estaba viendo a un ser humano, sino algo que se parecía a un ser humano. Al mismo tiempo procedía de entre nosotros, y lo que había sido seguía dentro de mí como un velo sobre lo muerto.



Karl Ove Knausgard. “La muerte del padre (Mi lucha.I)”. 2012, Anagrama.

jueves, 17 de octubre de 2019

Mircea Cartarescu



Fragmentos:


      ...Como si, al escribir, cada línea que trazo en la página con el bolígrafo se cubriera de moho y cada página que dejo atrás, cubierta con mi escritura, se abarquillara, amarilleara y se retorciera como una hoja seca. Pero yo seguiría escribiendo igualmente cada vez más rápido, para que no me alcancen el desastre y la desgracia.
      ...Como si, al releerme, cada fotón que choca contra mi página, rebota y atraviesa mi retina envejeciera sobre la marcha, se arrugara como un grano de pimienta y, en lugar de luz, brotara de él un polvo sofocante, como el polvillo de las alas de las mariposas muertas, clavadas con un alfiler oxidado en el insectario.
      ...Como si, al comer, la cuchara en la que la sopa gira lentamente, arrastrando en su giro un fideo, se oxidara en el trayecto del plato a la boca, se corroyera y cayera convertida en migajas de óxido sobre la holanda pura del mantel, y solo una bola de sopa, blanda y en continua remodelación, siguiera levitando en el vacío hasta llenarse también ella de gusanos y tijeretas.
      ...Como si, al hacer el amor, los billones de barquitos de papel liberados por mi vientre penetraran en el vientre de mi esposa, en el interior de una geografía desconocida y extraña, atravesaran gargantas terribles, cataratas implacables, naufragaran por las trompas traslúcidas, ardieran al rozar las paredes y fueran atrapados por seres sin ojos hasta que un solo velerito se detuviera en las aguas tranquilas que rodean la abrumadora, redonda fortaleza. Y allí, bajo un cielo de tormenta, esperara la ruina, la ruina total, la ruina ilimitada. No ha quedado ni una piedra de aquella ciudadela ovariana.
      ...Como si los puentes se derrumbaran a mi paso.
      ...Como si las estrellas explotaran después de caer dormido.
      ...Como si mi memoria fuera un osario.
      ...Como si nuestra mente fuera una campana resquebrajada.

***


      Abandoné la prosa y, en el bochornoso verano siguiente, abrumado por la soledad como nunca antes, sin dinero para poder salir, sin amigos con los que quedar, empecé a dar unos paseos diarios, rituales, para rebajar mi angustia hasta unos límites soportables; en cierto modo, hacía lo mismo que los granes obsesos, que a veces salen a los espacios y describen círculos amplios durante horas muertas. Solo entonces tomé conciencia del hecho de que no conocía la ciudad, de que Bucarest era para mí (y eso seguiría siendo) solo lo que veía en aquellos sueños límpidos y raros, en los que a veces me elevaba en el aire hasta la hilera más alta de las ventanas de algún edificio imponente y aislado y contemplaba el interior lleno de dactilógrafas verdosas. Terminaba la educación secundaria en la escuela 28, junto al Circo Estatal, y todavía no había estado en el centro de la ciudad. Todo mi mundo era el de mi madre, una mujer sencilla, procedente del campo, que había fijado su radio de acción entre Obor y Dorobanti, con una ramificación en Floreasca, una zona delimitada por los tres cines que frecuentábamos: Volga, Melodia y Floreasca. Rara vez salía de allí y cuando lo hacía me invadía un sentimiento de extrañeza, de inseguridad metafísica, como si hubiera descendido a otro territorio.
***



      Siempre, cuando en el período irreal de las fiestas navideñas me levanto muy temprano y las ventanas están completamente heladas, y a través de su cristal deformado la nieve oblicua cae con saña, y yo estoy inquieto en la cocina con la luz encendida en algún sitio de las profundidades de la casa suena un despertador tengo la misma visión de lector maleado. Mientras bebo el café ardiente, sueño con el Libro. Más descabellado que Cien años de soledad, más profundo que El castillo, más infinito que En busca del tiempo perdido. Imagino un gran equipo de escritores trabajando durante varias generaciones en un solo libro que se pueda leer desde la infancia, cuando empiezas a distinguir las letras, hasta el lecho de muerte, cuando ya no las distingues. Un libro que reemplace tu vida, pero sin los momentos, los días, los meses, los años monótonos de la vida. En la adolescencia, acurrucado en la cama, solía leer algunas veces desde la mañana hasta la noche, se me olvidaba comer y casi respirar porque las páginas que de hecho, casi no veía describían a gente de verdad, nubes de verdad, ciudades de verdad, pero cuando levantaba los ojos, no veía más que sombras desoladoras. Me daba cuenta de que anochecía solo cuando las páginas se volvían rojas como el fuego antes de tornarse cenicientas.
      El drama de mi vida empezó después, cuando en vez de Libro me vi obligado a vivir la realidad. Me temo que de ahora en adelante nadie va a vivir en los libros, tal y como han hecho mi generación y las precedentes. Y que la utopía de la lectura quedará ahí, en una colina lejana, como un gran laberinto en ruinas.



Mircea Cartarescu. “El ojo castaño de nuestro amor”. Impedimenta, 2016.



viernes, 4 de octubre de 2019

Letitia Ilea




POEMA PARA LOS AMIGOS

mis amigos se han hecho mayores
otra generación hace literatura ahora
ellos tienen hijos y llevan corbata
tienen un leve principio de barriga no están tristes
inspiran expiran ostentosamente tienen buen color
ya no se cuelan llevas bolsas pesadas
hablan alto escuchan el parte meteorológico
tienen muchos conocidos ya no escriben poemas
cuando están solos miran la televisión
cuando tienden la ropa entrevén el cielo

ellas han dejado de fumar y van meticulosamente maquilladas
son mujeres sin complejos no sufren de insomnio
quedamos a veces y me proponen seguir su ejemplo
ver cómo se han convertido sus buhardillas en pisos
me tratan como si fuera una cámara para filmar

mientras tanto yo invento nuevas bocanadas de humo
con los ojos cerrados reparto los números ganadores
escucho jazz llevo zapatillas por la calle
escribo cartas y espero





SOBRE PÉRDIDAS Y GANANCIAS

aquí se necesita método
qué se tiene que colocar a la izquierda qué a la derecha
quién tiene el valor de contar las bolitas rojas y negras
es bien sabido que las rojas se convierten con facilidad en negras
y a causa de las negras a menudo te sale sangre de la nariz
y qué si vuelvo a pensar en pérdidas y ganancias
el cerezo sigue viejo y seco
las patas de gallo de los ojos ya no se van al lavarse
he perdido he ganado no he hecho balance
ahora soy tan solo el tejado de una casa
en la que no sabré nunca qué hay
no voy a poner orden no voy a abrir las ventanas
no voy a regar las plantas
a veces miro dentro a escondidas
ante mí se abren mil caminos
por los que ya no puedo ir
veo mil países que no voy a poder recorrer nunca
escucho cantidad de voces hablando lenguas
en las que yo ni tan siquiera sé decir “sí” o “no”
en las que las palabras “pérdidas” y “ganancias”
significan lo mismo




QUÉ QUEDARÁ

y después de haberlo dicho todo
qué quedará
después de haber masticado todos los recuerdos
dónde nos esconderemos
después de haber llorado todas las lágrimas
cuánto más tendremos que caminar

lo he dicho todo y aún quedaría
he recordado cada momento y he olvidado bastante
he llorado lo que tenía que llorar
y las lágrimas de ahora no son mías

estamos aquí cara a cara
como dos fotografías mal reveladas
por el objetivo la imagen tenía profundidad contraste
los rostros tenían los contornos claros
ahora vemos solo el humo no el fuego
solo las piedras duras no el agua corriendo

podremos todavía decir recordar algo
por este camino ya no pasa nadie






LAS COSAS QUE TEMO

si escribo sobre las cosas que temo
éstas no van a palidecer
si cuento el sueño
en el que ya no alcanzo a papá
va a resultar que nosotros dos
nunca hemos sabido mucho
el uno del otro
un poema sobre el temor
que ya no voy a escribir jamás
es muy probable que sea un poema malo
las cosas que temo sobre las que escribo
no son enfermedades vencidas sino enfermedades sin remedio
blandos espejos de los que
ya no puedo apartar la mirada




DE ANTES

unos paquetes de libros
salvados del traslado
el viejo perro de peluche libretas del colegio
la mochila roja
ruidos secos por entonces vivía papá
qué más podría decir
por el humo del cigarrillo aquel fuego
hemos enterrado el ascua y nos hemos ido
cada uno por su lado
en el aire todavía persistían poemas casi materiales
ahora llueve
sobre el mercadillo de antigüedades
que ahora es tu vida




Letitia Ilea. “Sobre pérdidas y ganancias”. 2014, Valparaíso Ediciones.





martes, 1 de octubre de 2019

Miguel Ángel Hernández



Fragmentos:



      ―Hace veinte años, una Nochebuena, mi mejor amigo mató a su hermana y se tiró por un barranco.

***

      
      Y ahora, cuando por primera vez en mucho tiempo yo había concebido la posibilidad de mirar hacia atrás, Juan Alberto se cruzaba en mi camino. ¿Qué probabilidades había de que eso sucediera aquella precisa tarde? Nunca he creído demasiado en las señales del destino, pero confieso que, mientras contemplaba su coche perderse en la distancia, pasó por mi cabeza la idea ingenua de que alguien o algo lo había puesto delante de mí justo ese día.
Creo que fue en ese momento cuando me convencí de que tenía que escribir ese libro. Y también ese instantes comencé a tomar conciencia de lo que significaría hacerlo, de las heridas que reabriría, del daño que podría causar.
      Hoy, tiempo después, cuando este libro ha comenzado a escribirse y ya no hay vuelta atrás, pienso que si el azar hizo que me encontrase aquel día con Juan Alberto, no fue para convencerme de que esta era la historia que tenía que contar, sino todo lo contrarios: disuadirme, para advertirme de que hay aguas que es mejor no remover, lugares en los que es mejor no entrar, que no todas las historias tienen que ser contadas, que escribiendo no siempre se gana, que a veces también naufragamos ante el dolor de los demás.

***


      Si realmente existieran los viajes en el tiempo, si uno pudiera viajar al pasado, o abrir una ventana por donde verlo todo, supongo que la sensación se parecería mucho a lo que to experimenté esa noche. Porque eso era lo que realmente había sucedido allí: había viajado al pasado y me había visto a mí mismo. Y la observación del pasado transforma el presente. Viajar en el tiempo siempre modifica las cosas. Mi visión de aquellas imágenes había removido algo en mi interior. Algo que aún no sabía muy bien lo que era pero que, por un momento, me hizo experimentar el presente con cierta distancia. Todas las certidumbres de mi mundo se vinieron abajo ante la incertidumbre de mi yo pasado. La culpa, la inquietud, la inseguridad..., todo se apoderó de mí. Yo, que todo lo sabía, que había logrado un entorno confortable donde todo estaba hecho a mi medida, de repente perdí pie. Mi yo de aquel tiempo jamás entendería aquello en lo que me había convertido. ¿Estaba bien lo que pretendía hacer, lo que pretendía escribir? Esas preguntas me las había hecho en alguna ocasión, y aunque me habían obsesionado, nunca me habían llegado a producir ese desasosiego. Pero esa noche vinieron desde un tiempo diferente, se introdujeron en mi cuerpo y ya no supe cómo sacarlas de allí.

***


      Crucé la calle que dividía el cementerio y comencé a bajar hacia la tumba de mi amigo, esperando que ya no hubiese nadie frente a ella. Sin embargo, al llegar a la altura del panteón, observé que sus hermanos seguían allí. Ya era tarde para cambiar de dirección. Y aunque pasé de largo, no pude evitar que me vieran. El menor apenas ladeó la mirada. El mayor sí que me saludó moviendo ligeramente la cabeza. Yo también le hice un gesto con la mía. Y en ese momento todo se me vino abajo. El malestar que había experimentado un año y medio antes, cuando nuestras miradas se cruzaron el día de la romería de la Virgen de la Huerta, regresó con una fuerza inusitada. ¿Qué era lo que estaba haciendo? Allí estaba la familia de mi amigo, ajena a lo que yo escribía, concentrada en un dolor privado que mi libro podría resquebrajar. ¿Cómo me sentiría yo si alguien escribiera sobre mis padres? ¿Hasta qué punto nos pertenecen las vidas de los demás? ¿Quiénes son, en realidad, los demás? ¿Los amigos? ¿La familia? ¿Qué derechos tenemos sobre ellos y sobre su memoria?

***




      Al entrar en el bar, Leo saludó a un chico con el pelo largo al que yo no conocía y estuvo unos minutos hablando con él. Al rato, lo acompañó hasta donde yo estaba y me lo presentó.
      ―¿Te acuerdas que te dije que conocía a alguien que podría echarte una mano con el expediente judicial? Pues aquí lo tienes: Vicente.
      Lo saludé. Me llamó la atención su melena canosa sobre los hombros y su camiseta de Iron Maiden, descolorida y algo raída por los puños. Tenía pinta de cualquier cosa menos de funcionario de Justicia. Había coincidido con Leo en los juzgados de Cartagena, pero hacía tiempo que se habían perdido la pista. También conocía a muchos de los escritores del grupo y me sorprendí cuando dijo que había leído mis novelas.
      ―Es un friki de la literatura dijo Leo. Lo raro es que no os hubieseis conocido antes.
      ―¿También escribes? le pregunté.
      ―No, tío, yo soy un Bartleby. Eso os lo dejo a vosotros. Pero leer... es mi enfermedad. El heavy y la literatura. Satán y Vila-Matas.
      ―Satam Aliv(E) bromeé.
      ―Ahí te he visto bien. Cómo se nota que eres de la secta.
      ―Tal para cual dijo Leo. Os dejo solos.

***


      ¿Podemos recordar con cariño a quien ha cometido el peor de los crímenes? ¿Es legítimo hacerlo después de haber comprendido la parte del otro? ¿Podemos amar sin perdonar? ¿Es posible llevar flores a la tumba de un asesino?
Nunca he sabido qué contestar. El vacío, la zona de sombra, no deja espacio a las palabras; tampoco al pensamiento. Esa mañana, sin embargo, el lenguaje no fue necesario. Miré el ramo de claveles a los pies del panteón y la realidad me ofreció la respuesta.



Miguel Ángel Hernández. "El dolor de los demás". 2018, Anagrama.