LXXIX
ALEGRÍA
Platero
juega con Diana, la bella perra blanca que se parece a la luna
creciente, con la vieja cabra gris, con los niños...
Salta
Diana, ágil y elegante, delante del burro, sonando su leve
campanilla, y hace como que le muerde los hocicos. Y Platero,
poniendo las orejas de punta, cual dos cuernos de pita, la embiste
blandamente y la hace rodar sobre la hierba en flor.
La
cabra va al lado de Platero, rozándose a sus patas, tirando con los
dientes de la punta de las espadañas de la carga. Con una clavellina
o con una margarita en la boca, se pone frente a él, le topa en el
testuz, y brinca luego, y bala alegremente, mimosa igual que una
mujer...
Entre
los niños, Platero es de juguete. ¡Con qué paciencia sufre sus
locuras! ¡Cómo va despacito, deteniéndose, haciéndose el tonto,
para que ellos no se caigan! ¡Cómo los asusta, iniciando, de
pronto, un trote falso!
¡Claras
tardes del otoño moguereño! Cuando el aire puro de octubre afila
los límpidos sonidos, sube del valle un alborozo idílico de
balidos, de rebuznos, de risas de niños, de ladreos y de
campanillas...
LXXXVIII
TARDE
DE OCTUBRE
Han
pasado las vacaciones y, con las primeras hojas amarillas, los niños
han vuelto al colegio. Soledad. El sol de la casa, también con hojas
caídas, parece vacío. En la ilusión suenan gritos lejanos y
remotas risas...
Sobre
los rosales, aún con flor, cae la tarde, lentamente. Las lumbres del
ocaso prenden las últimas rosas, y el jardín, alzando como una
llama de fragancia hacia el incendio del poniente, huele todo a rosas
quemadas. Silencio.
Platero,
aburrido como yo, no sabe qué hacer. Poco a poco se viene a mí,
duda un punto, y, al fin, confiado, pisando seco y duro en los
ladrillos, se entra conmigo por la casa...
CIII
LA
FUENTE VIEJA
Blanca
siempre sobre el pinar siempre verde; rosa o azul, siendo blanca, en
la aurora; de oro o malva en la tarde, siendo blanca; verde o
celeste, siendo blanca, en la noche; la fuente vieja, Platero, donde
tantas veces me has visto parado tanto tiempo; encierra en sí, como
una clave o una tumba, toda la elegía del mundo, es decir, el
sentimiento de la vida verdadera.
En
ella he visto el Partenón, las Pirámides, las catedrales todas.
Cada vez que una fuente, un mausoleo, un pórtico me desvelaron con
la insistente permanencia de su belleza, alternaba en mi duermevela
su imagen con la imagen de la Fuente vieja.
De
ella fui a todo. De todo torné a ella. De tal manera está en su
sitio, tal armoniosa sencillez la eterniza, el color y la luz son
suyos tan por entero, que casi se podría coger de ella en la mano,
como su agua, el caudal completo de la vida. La pintó Böcklin sobre
Grecia; Fray Luis la tradujo; Beethoven la inundó de alegre llanto;
Miguel Ángel se la dio a Rodin.
Es
la cuna y es la boda; es la canción y es el soneto; es la realidad y
es la alegría; es la muerte.
Muerta
está ahí, Platero, esta noche, como una carne de mármol entre lo
oscuro y blando verdor rumoroso, muerta, manando de mi alma el agua
de mi eternidad.
CXX
NOCHE
PURA
Las
almenadas azoteas blancas se cortan secamente sobre el alegre cielo
azul, gélido y estrellado. El norte silencioso acaricia, vivo, con
su pura agudeza.
Todos
creen que tienen frío y se esconden en las casas y las cierran.
Nosotros, Platero, vamos a ir despacio, tú con tu lana y con mi
manta, yo con mi alma, por el limpio pueblo solitario.
¡Qué
fuerza de adentro me eleva, cual si fuese yo una torre de piedra
tosca con remate de plata libre! ¡Mira cuánta estrella! ¡De tantas
como son, marean. Se diría el cielo un mundo de niños; que le está
rezando a la tierra un encendido rosario de amor ideal.
¡Platero,
Platero! ¡Diera yo toda mi vida y anhelara que tú quisieras dar la
tuya, por la pureza de esta alta noche de enero, sola clara y dura!
CXXXVI
LA
MUY ILUSTRE
CIUDAD
DE PLATERO
Al
volver de nuevo a Moguer, como antes lo vi tanto con Platero, no lo
puedo ya ver sin él, de modo que ahora voy a todo con su recuerdo.
A
su recuerdo es a quien le hablo, porque no me gusta la soledad y me
da la compañía mejor que cualquier persona.
Además,
como viví tanto a su lado, cada lugar despierta nuevos recuerdos de
él.
No
es redundancia, es necesidad de apoyarme en su recuerdo porque sin él
los míos estarán solos como el sol y la luna del campo sin
nosotros.
Juan
Ramón Jiménez. “Platero y yo”. 1999, Editorial Optima.
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