I
PLATERO
Platero
es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo
de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de
sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro.
Lo
dejo suelto, y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico,
rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas... Lo
llamo dulcemente: <<¿Platero?>>, y viene a mí con un
trotecillo alegre que parece que se ríe, en no sé qué cascabeleo
ideal...
Come
cuanto le doy. Le gustan las naranjas mandarinas, las uvas
moscateles, todas de ámbar, los higos morados, con su cristalina
gotita de miel...
Es
tierno y mimoso igual que un niño, que una niña...; pero fuerte y
seco por dentro, como de piedra.
Cuando
paso sobre él, los domingos, por las últimas calles del pueblo, los
hombres de campo, vestidos de limpio y despaciosos, se quedan
mirándolo:
―Tien´
asero...
Tiene
acero. Acero y plata de luna, al mismo tiempo.
V
ESCALOFRÍO
La
luna viene con nosotros, grande, redonda, pura. En los prados
soñolientos se ven, vagamente, no sé qué cabras negras, entre las
zarzamoras... Alguien se esconde, tácitos, a nuestro pasar... Sobre
el vallado, un almendro inmenso, níveo de flor y de luna, revuelta
la copa con una nube blanca, cobija el camino aseteado de estrellas
de marzo... Un olor penetrante a naranjas..., humedad y silencio...
La
cañada de las brujas...
―¡Platero,
qué...frío!
Platero,
no sé si con su miedo o con el mío, trota, entra en el arroyo, pisa
la luna y la hace pedazos. Es como si un enjambre de claras rosas de
cristal se enredara, queriendo retenerlo, a su trote...
Y
trota Platero, cuenta arriba, encogida la grupa cual si alguien le
fuese a alcanzar, sintiendo ya la tibieza suave, que parece que nunca
llega, del pueblo que se acerca...
XI
EL
MORIDERO
Tú,
si te mueres antes que yo, no irás Platero mío, en el carrillo del
pregonero, a la marisma inmensa, ni al barranco del camino de los
montes, como los otros pobres burros, como los caballos y los perros
que no tienen quien los quiera. No serás, descarnadas y sangrientas
tus costillas por los cuervos ―tal
la espina de un barco sobre el ocaso grana―,
el espectáculo feo de los viajantes de comercio que van a la
estación de San Juan, en el coche de las seis; ni, hinchado y rígido
entre las almejas podridas de la gavia, el susto de los niños que,
temerarios y curiosos, se asoman al borde de la cuesta, cogiéndose a
las ramas, cuando salen las tardes de domingo, al otoño, a comer
piñones tostados por los pinares.
Vive
tranquilo, Platero. Yo te enterraré al pie del pino grande y redondo
del huerto de la Piña, que a ti tanto te gusta. Estarás al lado de
la vida alegre y serena. Los niños jugarán y coserán las niñas en
sus sillitas bajas a tu lado. Sabrás los versos que la soledad me
traiga. Oirás cantar a las muchachas cuando lavan en el naranjal y
el ruido de la noria será gozo y frescura de tu paz eterna. Y, todo
el año, los jilgueros, los chamarices y los verdones te pondrán, en
la salud perenne de la copa, un breve techo de música entre tu sueño
tranquilo y el infinito cielo azul constante de Moguer.
XVIII
LA
FANTASMA
La
mayor diversión de Anilla la Manteco, cuya fogosa y fresca juventud
fue manadero sin fin de alegrones, era vestirse de fantasma. Se
envolvía toda en una sábana, añadía harina al azucenón de su
rostro, se ponía dientes de ajo en los dientes, y cuando, ya después
de cenar, soñábamos, medio dormidos, en la salita, aparecía ella
de improviso por la escalera de mármol, con un farol encendido,
andando lenta, imponente y muda. Era, vestida ella de aquel modo,
como si su desnudez se hubiese hecho túnica. Sí. Daba espanto la
visión sepulcral que traía de los altos oscuros, pero, al mismo
tiempo, fascinaba su blancura sola, con no sé qué plenitud
sensual...
Nunca
olvidaré, Platero, aquella noche de setiembre. La tormenta palpitaba
sobre el pueblo hacía una hora, como un corazón malo, descargando
agua y piedra entre la desesperadora insistencia del relámpago y del
trueno. Rebosaba ya el aljibe e inundaba el patio. Los últimos
acompañamientos ―el
coche de las nueve, las ánimas, el cartero―
habían ya pasado... Fui, tembloroso, a beber al comedor, y en la
verde blancura de un relámpago, vi el eucalipto de las Velarde ―el
árbol del cuco, como le decíamos, que cayó aquella noche―,
doblado todo sobre le tejado del alpende...
De
pronto, un espantoso ruido seco, como la sombra de un grito de luz
que nos dejó ciegos, conmovió la casa. Cuando volvimos a la
realidad, todos estábamos en sitio diferente del que teníamos un
momento antes y como solos todos, sin afán ni sentimiento de los
demás. Uno se quejaba de la cabeza, otro de los ojos, otro del
corazón... Poco a poco fuimos tornando a nuestros sitios.
Se
alejaba la tormenta... La luna, entre unas nubes enormes que se
rajaban de abajo a arriba, encendía de blanco en el patio el agua
que todo lo colmaba. Fuimos mirándolo todo. Lord iba y venía a la
escalera del corral, ladrando como loco. Lo seguimos... Platero;
abajo ya, junto a la flor de noche que, mojada, exhalaba un
nauseabundo olor, la pobre Anilla, vestida de fantasma, estaba
muerta, aún encendido el farol en su mano negra por el rayo.
LVII
PASEO
Por
los hondos caminos del estío, colgados de tiernas madreselvas, ¡cuán
dulcemente vamos! Yo leo, o canto, o digo versos al cielo. Platero
mordisquea la hierba escasa de los vallados en sombra, la flor
empolvada de las malvas, las vinagreras amarillas. Está parado más
tiempo que andando. Yo lo dejo...
El
cielo azul, azul, azul, asateado de mis ojos en arrobamiento, se
levanta, sobre los almendros cargados, a sus últimas glorias. Todo
el campo, silencioso y ardiente, brilla. En el río, una velita
blanca se eterniza, sin viento. Hacia los montes la compacta humareda
de un incendio hincha sus redondas nubes negras.
Pero
nuestro caminar es bien corto. Es como un día suave e indefenso, en
medio de la vida múltiple. ¡Ni la apoteosis del cielo, ni el
ultramar a que va el río, ni siquiera la tragedia de las llamas!
Cuando,
entre un olor a naranjas, se oye el hierro alegre y fresco de la
noria, Platero rebuzna y retoza alegremente. ¡Qué sencillo placer
diario! Ya en la alberca, yo lleno de mi vaso y bebo aquella nieve
líquida. Platero sume en el agua umbría su boca, y bebotea, aquí y
allá, en lo más limpio, avaramente...
Juan
Ramón Jiménez. “Platero y yo”. 1999, Editorial Optima.
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