Fragmentos:
Hoy
estoy preguntón: ¿qué diferencia existe entre el hombre que llega
a casa y se arrellana en su sillón favorito y el leopardo que duerme
cada noche en el mismo rincón de su jaula del zoo? ¿Qué diferencia
aprecian ustedes entre el elefante que le rompe una pata a la hembra
durante el frenesí del apareamiento y el joven que le estruja las
tetas a su novia antes del polvo número 5 de su vida en común,
cuando aún los cuerpos son enigmas mutuos que pugnan por desvelarse
mediante los ojos, la lengua, las uñas hirientes? ¿Qué diferencia
existe entre el polvo número 5 y el polvo número 2005? (Etcétera.)
A
los ocho o nueve meses de compartir techo con Yeri y con los niños,
yo llegaba a casa, comía, me echaba una siesta, me daba luego una
vuelta por ahí, volvía más o menos a la hora en que Yeri cerraba
el negocio, cenábamos, me liaba un canuto, veíamos una película
intrigante o algún concurso de gente avariciosa, nos íbamos a la
cama, nos tocábamos o no nos tocábamos y, en medio ya de la
duermevela semimágica, me decía a mí mismo, a la manera de una
oración fatalista: <<Un día menos de vida, Yéremi>>.
***
La
verdad es que me gusta eso de merodear solo de vez en cuando, porque
activa la imaginación: llegas a convencerte de que existe la lámpara
de Aladino. Recuerdo a este respecto un discurso que improvisó Jup
un día que estaba en registro Zaratrustra: <<¿Qué interés
puede tener nadie en salir de copas con una mujer de la que ya conoce
hasta el color de las bragas que lleva? ¿Qué misterio tiene eso?
No. Lo que te da ánimo para zascandilear es la ilusión de toparte
con alguna desconocida que esté predispuesta a cruzar unas palabras
contigo, de manera que puedas plantearte en silencio grandes arcanos
de la vida: ¿tanga?, ¿depilado?, ¿teñido a tono con el tinte de
pelo?, ¿algún pequeño tatuaje? Esa es la ilusión del detective de
la vida en general. Esa es la ilusión que nos impulsa a lavarnos un
poco, a peinarnos, a echarnos una roción de colonia y a decirle al
pirulo que se refleja en nuestro espejo: “Ea, vamos allá, campeón.
Que cruja el mundo”>>.
***
Incluso
en las discotecas últimas, El Que Fue no dejaba de ser el que era:
<<Hoy el Ente Supremo se lo ha montado a lo grande: ha hecho
que ciento diecisiete pastores argelino mueran a manos de los
fundamentalistas, ha hecho que el precio de la leche y que una
cantante alcohólica mexicana grabe un nuevo disco horripilante,
entre otros cuantos millones de detalles de ese corte. Mañana tendrá
el antojo de derribar un avión, de provocar un terremoto y de hacer
que una niña hindú pise una serpiente venenosa, entre otros cuantos
millones de accidentes, porque el Ente Supremo tiende al tremendismo.
Dicen los teólogos que todo eso responde a la necesidad de mantener
un equilibrio misterioso, incomprensible para la mezquina mente
humana, porque la gente es demasiado quisquillosa y no le sienta bien
que la sepulte un alud de nieve o que se la coma un tiburón; pero no
hay qué preocuparse, dicen los teólogos, porque el Ente Supremo
lleva bien ese negocio suyo de distribución a domicilio de armonía
y de caos, de rutina y catástrofe, pero ¿sabéis lo que os digo?>>.
(Y nos miraba fijamente, uno por uno, y todos íbamos negando con la
cabeza.) <<¿No? Pues muy fácil: que en cuanto me tome dos
copas más, me voy al Garden, por si acaso el Ente Supremo le da
mañana por fijarse en mí y me incluye en uno de esos lotes
dramáticos, en uno de esos genocidios que son imprescindibles para
mantener el horror divino en el universo, de acuerdo, pero muy
desagradables a escala individual. Y ahora les ruego, caballeros, que
tengan el detalle de invitar a una copa a este pobre juglar que canta
las hazañas sangrientas de Dios.>> (Y le invitábamos, claro
está, porque El Que Fue era pródigo en palabras, pero duro de
bolsillo.) (Y luego nos íbamos todos al Garden.) (Y yo pensaba en
María.)
***
Mi
cumpleaños ocurrió hace ya unas horas. Lo he celebrado contándoles
a ustedes estas historias peregrinas. <<¿Y por qué nos has
hecho perder el tiempo con tus historias peregrinas?>>, me
preguntarán, y con razón, porque comprendo que el relato de
cualquier vida es un misterio, sí, aunque no para quienes lo
escuchan, sino para quien lo cuenta. (Pero, en fin, no sé, digamos
que tenía ganas de hablar.)
Felipe
Benitez Reyes. “El pensamiento de los monstruos”. 2002, Tusquets
Editores.
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