Frente al silencio.

Frente al silencio.

sábado, 29 de noviembre de 2014

Dylan Thomas.




NO ENTRES DÓCIL EN ESA DULCE NOCHE



No entres dócil en esa dulce noche,
debe arder la vejez y delirar al fin del día;
rabia, rabia contra la agonía de la luz.

Aunque sepa el sabio al morir que la tiniebla es justa,
porque sus palabras no relampaguearon, él
no entra dócil en esa dulce noche.

Tras la última ola el hombre bueno, clamando lo brillantes
que habrían bailado sus gestas pobres en las bahías verdes,
rabia, rabia contra la agonía de la luz.

El fiero, que atrapó el sol cantándolo en su vuelo
y aprende, tarde, que lloraba su paso,
no entra dócil en esa dulce noche.

El solemne, en su muerte, al ver con vista cegadora
que ojos ciegos podrían flamear como meteoros, alegres,
rabia, rabia contra la agonía de la luz.

Y tú, padre, allá en la altura triste,
con llanto feroz maldice, bendíceme ahora, te ruego.
No entres dócil en esa dulce noche.
Rabia, rabia contra la agonía de la luz.





Dylan Thomas. “Muertes y entradas (1934-1952)”. 2003, Huerga y Fierro.





miércoles, 26 de noviembre de 2014

Domingo Acosta Felipe.



Q
u
i
e
r
o

una rebelión
donde pueda oírte
cada día
lo que sufrimos juntos,
felices,
luchando por la vida.

Quiero
una rebelión
que no se canse
cada noche
ni viva sólo
oculta
entre las sábanas,
tan lejos
del dolor
y el frío.

No basta con morir
y renacer
tan solo con tus brazos.





Domingo Acosta Felipe. De "Grito". Inédito (por poco tiempo).





lunes, 24 de noviembre de 2014

Stefan Zweig.



Fragmento.


Virata se encerró en su habitación, sin prestar oídos a llamadas y exhortaciones. Sólo cuando cayeron las sombras de la noche, se preparó para el camino: cogió un bastón, el platillo de las limosnas, un hacha para trabajar, un puñado de fruta como provisiones y, para meditar, las hojas de palmera con los escritos de la sabiduría; se arremangó la vestimenta por encima de las rodillas y, en silencio, abandonó la casa, sin siquiera volver la cabeza hacia su mujer, sus hijos y toda la comunidad de la hacienda: Caminó durante toda la noche hasta que llegó al río al cual, en un momento amargo de lucidez, había tirado su espada, lo vadeó y se dirigió río arriba por la otra orilla, donde no había edificación alguna y la tierra aún no conocía el arado.

Al romper el alba, llegó a un lugar donde un rayo había caído sobre un mango antiquísimo y frondoso y con su fuego había abierto un claro en el bosque. A su lado pasaba el río dibujando suaves recodos y una bandada de pájaros daba vueltas alrededor del agua mansa para beber de ella sin miedo. Reinaba claridad en el río abierto y sombra detrás de lo árboles. El rayo había dejado montones de leña y astillas desparramadas por todas partes: Virata examinó el solitario rectángulo abierto en medio del bosque. Y decidió construirse allí una cabaña y dedicar su vida a la contemplación, lejos de los hombres y sin culpa. (…)






Stefan Zweig. “Los ojos del hermano eterno”. 2002, Narrativa del Acantilado.



viernes, 21 de noviembre de 2014

Karmelo C. Iribarren.






Viajar en tren me produce una satisfacción indescriptible. Allí encerrado— a nada que tenga suerte con el compañero de asiento, o viaje solo— me siento libre, en ningún sitio y en todos, y si por mí fuese prolongaría el viaje indefinidamente. A veces he pensado si para mí la felicidad no se acercará bastante a eso: un compartimento acogedor de tren, y los días y los paisajes desfilando. Necesitaría libros, eso sí, y algunas otras cosas, pero no demasiadas.








Karmelo C. Iribarren. “Diario de K”. 2014, Renacimiento.



martes, 18 de noviembre de 2014

Escandar Algeet.



GARABATAZOS




Al principio creí en algunas cosas
y creí que esas cosas eran importantes
así que luché por ellas, o con ellas,
que es la mejor forma de luchar por algo.
             o por alguien.


Al principio me llené de sueños
porque no pensaba que los sueños pudieran ser un lujo.
me llené de sueños y me dije:
así, si los voy perdiendo, me quedará siempre alguno del que poder tirar.
              en caso de desvanecimiento.


Al principio yo no sabía de qué color eran las mentiras.
a qué sabía la rabia.
cuál era el significado último de ciertas lágrimas en ciertos ojos.


Ahora distingo de entre colores el gris,
mastico amargura con los puños,
y he memorizado unos cuantos diccionarios de palabras para explicar un lloro.


Ya no miro tanto al cielo, pero aún resisto en caminar mirando hacia bajo.


En época de cambios,
miras tus nuevas paredes y piensas que no va tan mal,
repasas los teléfonos que no usas
imaginando qué sería de ti si hubieras seguido llamando.


A ratos, te buscas excusas y haces un trato contigo mismo:
mirar lo bueno del camino para poder asumir lo malo.


Y extiendes las manos esperando que llueva de nuevo.
buscando el ácido pálpito de las dudas en la lengua.


Al principio era un cuento lleno de planos para palacios por construir.
ahora fumo tranquilo en un piso alquilado
y miro la papelera llena de folios rotos
              a garabatazos.


Ni me cuesta sonreír, ni no hacerlo me hace daño.





Escandar Algeet. “Alas de mar y prosa”. 3º edición, Enero 2013. Edit. Ya lo dijo Casimiro Parker.



viernes, 14 de noviembre de 2014

Lucía Domínguez.




¿Qué es la ausencia?
me pregunto
mientras leo
y un te necesito
me aprieta la carne,
ausencia es pensar en ti
y que el eco de tu recuerdo
me desguace la cordura
¿qué es el mar,
y el horizonte
qué es?

¿qué mierda es el amor?
cuando te agarran
las dos de la madrugada
y los minutos
se te clavan
como cuchillos
rasgando la piel
capa a capa
y se te vierten
todas las ganas
hacia fuera.

Siempre lo mismo,
demasiadas palabras,
con lo fácil
que es decir
simplemente:
¡Joder!
"Te echo de menos"




Lucía Domínguez (Ser Poema). 2014.


miércoles, 12 de noviembre de 2014

John Kennedy Toole.



CINCO. (IV) Fragmento.






Querido lector:

Un gran escritor es el amigo y benefactor de sus lectores.
                                                                                      
                                                                                       Macaulay.

Ha concluido ya, lector amable, otra jornada laboral. Como ya expliqué, he logrado extender una especie de pátina sobre las turbulencias y delirios de nuestra oficina. Poco a poco, se han eliminado todas las actividades no esenciales. De momento, estoy decorando diligentemente nuestra bulliciosa colmena de abejas burocráticas (tres). La analogía de las tres abejas me trae a la memoria tres A que describen muy adecuadamente mis actividades como trabajador administrativo: alejamiento, ahorro, armonía. Alejamiento de los empleados superfluos, con la armonía y el ahorro consiguientes. Hay también tres A que describen muy adecuadamente las actividades y características de ese bufón que tenemos de jefe administrativo: adoquín, animal, anormal, abominable, alcahuete, asqueroso, aguafiestas, agresor. (Me temo que, en este caso, la lista se me ha ido un poco de la mano.) He llegado a la conclusión de que nuestro jefe administrativo no cumple más función que la de obstaculizar y confundir. Si no fuera por él, el otro empleado (La Dama del Comercio* En español en el original) y yo estaríamos satisfechos y tranquilos, cumpliendo con nuestros deberes en una atmósfera de consideración mutua. Estoy seguro de que estos métodos dictatoriales son, en parte, la causa de ese deseo que la señorita T tiene de jubilarse.

Puedo, por fin, describirte ya, lector amable, nuestra fábrica. Esta tarde, ya plenamente satisfecho tras concluir la cruz (¡Si! Está terminada y proporciona a nuestra oficina una dimensión espiritual imprescindible), salí a visitar la algarabía y el estruendo, los chirridos y silbidos de la fábrica.

La escena que contemplaron mis ojos fue apremiante y repelente al mismo tiempo. En Levy Pants se ha preservado para la posteridad la cárcel-fábrica de inicios de la era industrial. Si la Smithsonian Institution, ese sobre sorpresa de los desechos de nuestra nación, pudiera, de algún modo, empaquetar herméticamente esa fábrica y transportarla a la capital de los Estados Unidos de Norteamérica, con todos sus obreros inmovilizados en actitud de trabajo, los visitantes que acudieran a ese discutible museo defecarían sin duda en sus chillones atuendos turísticos. Es una escena que combina lo peor de La cabaña del tío Tom y de Metrópolis, de Fritz Lang. Es la esclavitud de los negros mecanizada; ejemplifica el progreso que ha hecho pasar al negro de recoger algodón a cortarlo y coserlo. (Si estuviesen aún en la etapa recolectora de su evolución, al menos estarían en un entorno campestre saludable cantando y comiendo sandías, como se supone que hacen, según creo, cuando están en grupos al fresco. * En español en el original). Sentí que se sublevaban mis profundas y enérgicas convicciones respecto a la injusticia social. Mi válvula tuvo una violenta reacción.
[Respecto a las sandías, he de decir para que no se ofenda alguna organización profesional de derechos civiles, que nunca he sido un observador de las costumbres populares norteamericanas. Quizá me equivoque. Supongo que hoy la gente coge el algodón con una mano mientras que con la otra sostiene un transistor pegado a la oreja para que vomite boletines sobre coches usados y suavizantes para el pelo y peinados Corona Real y Vino Gallo en sus tímpanos, con un cigarrillo mentolado con filtro colgando de sus labios y amenazando con incendiar todo el algodonal. Aunque resido en las riberas del río Mississippi (Río famoso gracias a versos y canciones atroces, el motivo que más predomina es el que intenta convertir el río en una imagen paterna sustituta. En realidad, el río Mississippi es una masa de agua siniestra y traicionera cuyos remolinos y corrientes se llevan anualmente muchas vidas. No he conocido a nadie que se hubiera aventurado a introducir siquiera la punta del pie en sus asquerosas aguas contaminadas, en las que bullen heces, residuos industriales y mortíferos insecticidas. Hasta los peces se están muriendo. En consecuencia, el Mississippi como Padre-Dios-Moisés-Papi-Falo-Pa es un símbolo totalmente falso, creado, imagino, por el funesto farsante llamado Mark Twain. Esta incapacidad de establecer contacto con la realidad, es, sin embargo, característica de casi todo el <<arte>> de Norteamérica. Cualquier relación entre el arte norteamericano y el marco geográfico norteamericano es pura coincidencia; pero esto se debe sólo a que la nación como conjunto no tiene contacto alguno con la realidad. Esta es sólo una de las razones por las que siempre me he visto forzado a vivir en los márgenes de nuestra sociedad, consignado en el Limbo reservado a los que conocen la realidad cuando la ven), nunca he visto crecer el algodón y no tengo el menor deseo de verlo. La única excursión que hice en toda mi vida fuera de Nueva Orleans, me arrastró a través del vértigo hasta el remolino de la desesperación: Baton Rouge. En alguna futura entrega, una narración retrospectiva, quizá relate aquel peregrinaje a través de los pantanos, una jornada por el desierto de la que volví destrozado física, mental y espiritualmente. Nueva Orleans es, por otra parte, una metrópolis cómoda, en la que reina cierta apatía y cierto estancamiento que considero inofensivos. Por lo menos, el clima es suave; además, es aquí, en la Ciudad de la Media Luna, donde tengo asegurado un techo sobre mi cabeza y un Dr. Nut en el estómago, aunque ciertos parajes de África del Norte (Tánger, etc.) han atraído de cuando en cuando mi interés. Pero el viaje en barco seguramente me enervaría y desde luego no soy lo bastante perverso para intentar un viaje aéreo, aun en el caso de que pudiera permitírmelo. Los autobuses son ya suficientemente aterrados para hacerme aceptar el statu quo. Ojalá eliminasen esos autocares Scenecruisers; soy de la opinión de que su altura infringe algún artículo de las normas de tráfico interestatal respecto a espacio libre en túneles o algo así. Puede que algunos de ustedes, lectores queridos, con formación jurídica, recuerden el artículo en cuestión. No hay duda de que deberían eliminar esos chismes. El simple hecho de saber que corren atronadores por alguna carretera en esta noche oscura, me estremece.]

La fábrica es un edificio grande, tipo granero, que alberga piezas de tela, mesas de cortar, máquinas de coser inmensas y hornos que proporcionan el vapor necesario para el planchado. El efecto global es más bien surrealista, especialmente cuando uno ve a Les Africans moviéndose por allí, consagrados en sus tareas en este medio mecanizado. He de admitir que la ironía que todo esto encerraba cautivó mi imaginación. Surgió en mi mente una cosa de Joseph Conrad, aunque no logro recordar exactamente cuál en este momento. Quizás me equiparase a Kurtz, de El Corazón de las tinieblas, cuando, lejos de las oficinas mercantiles de Europa, se enfrentó con el horror final. Recuerdo que me imaginé con un salakof y unos pantalones de montar blancos de lino, mi rostro enigmático tras el velo de mosquitera.

Los hornos mantienen el lugar más bien cálido y sofocante en estos días frescos, pero sospecho que, en verano, los obreros gozan una vez más del clima de sus antepasados, un calor tropical algo ampliado por esos grandes artilugios que queman cabrón y producen vapor. Tengo entendido que la fábrica no funciona actualmente a pleno rendimiento, y observé que sólo funcionaba uno de aquellos artilugios, quemando carbón, y lo que parecía una de las mesas de cortar. Además, sólo vi terminar unos pantalones mientras estuve allí, aunque los trabajadores se movían sin cesar con piezas de tela de todo tipo. Una mujer estaba planchando, según comprobé, ropa de niño; y otra parecía hacer notables progresos con los fragmentos de satén color fucsia que estaba uniendo en una de las grandes máquinas de coser. Tuve la impresión de que confeccionaba un vestido de noche de mucho colorido, y bastante lascivo, además. He de decir que me admiró la eficacia con que manejaba el material, moviéndolo de un lado a otro bajo aquella inmensa aguja eléctrica. Esta mujer era sin duda una trabajadora muy diestra, y pensé que era doblemente lamentable que no consagrase su talento a la creación de unos pantalones… para Levy Pants. Evidentemente había un problema moral en la fábrica.

Busqué al señor Palermo, el encargado, que suele estar siempre, por otra parte, a sólo unos pasos de la botella, como pueden testificar las muchas confusiones que se han producido, cayéndose entre las mesas de cortar y las máquinas de coser. Le busqué sin ningún éxito. Debía estar trasegando un almuerzo líquido en una de las muchas tabernas de los alrededores de nuestra empresa. En los alrededores de Levy Pants hay un bar en cada esquina, indicio de que en la zona los salarios son abismalmente bajos. En calles en las que los habitantes están particularmente desesperados, hay hasta tres y cuatro bares en cada cruce.

Yo, en mi inocencia, sospeché que la raíz de la apatía que había observado entre los obreros era aquel jazz indecoroso que emitían los altavoces estridentes de las paredes. La psique bombardeada por esos ritmos no puede aguantar mucho tiempo, y se descompone y atrofia. En consecuencia, busqué y apagué el interruptor que controlaba la música.
Esta acción mía produjo un griterío general de protesta, bastante estridente y desafiantemente grosero, del conjunto de los trabajadores, que empezaron a mirarme hoscamente. Así que puse de nuevo la música, con una amplia sonrisa y un gesto amistoso, en una tentativa de reconocer mi error de juicio y ganarme la confianza de los trabajadores. (Sus inmensos ojos blancos estaban ya etiquetándome como un <<Myster Charlie>>. Tendría que luchar para mostrarles mi dedicación casi psicótica a ayudarles.)

Era evidente que la presión constante de aquella música les había creado una reacción así pavloviana al ruido, reacción que creían ya un placer. Como he pasado incontables horas de mi vida viendo a esos niños corrompidos de la televisión bailando al ritmo de tal género de música, conocía el espasmo físico que podía producir en teoría, e intenté allí mi propia versión conservadora del mismo, para pacificar aún más a los obreros. He de admitir que mi cuerpo se movió con sorprendente agilidad; no carezco de un cierto sentido innato del ritmo, sin duda mis ancestros debieron destacar bailando en las praderas y páramos de la Hiberna legendaria. Ignorando las miradas de los trabajadores, comencé a dar vueltas bajo uno de los altavoces gritando, contorsionándome y mascullando locamente: <<¡Adelante! ¡Adelante! ¡Hazlo, muchacho, hazlo! ¡Escuchad lo que voy a deciros! ¡Buf! >>. Me di cuenta de que había recuperado terreno cuando varios obreros empezaron a señalarme y a reírse. Me reí a mi vez para demostrar que compartía su alegría. De Casibus Virorum Illustrium! ¡De la Caída de los Grandes Hombres! Se produjo mi caída. Literalmente. Mi peculiar organismo, debilitado por las vueltas (sobre todo en la región de las rodillas), se sublevó al fin y caí a plomo al suelo en mi insensata tentativa de ejecutar uno de los pasos más egregiamente perversos, uno que había visto muchas veces en la televisión. Los obreros parecieron inquietarse un tanto y me ayudaron a levantarme muy cortésmente, sonriendo del modo más cordial. Advertí entonces que ya no tenía que temer por le faux pas de apagarles la música.
Pese a lo que han estado sometidos, los negros son una gente bastante agradable en general. Yo había tenido poca relación con ellos, en realidad, pues sólo me relaciono con mis iguales, y como no tengo iguales, no me relaciono con nadie. Al hablar con algunos obreros, todos los cuales parecían deseosos de hablar conmigo, descubrí que cobraban aún menos que la señorita Trixie.

Siempre he sentido, en cierto modo, una especie de afinidad con la gente de color, porque su situación es igual a la mía: nos hallamos fuera del círculo de la sociedad norteamericana. Mi exilio es voluntario, por supuesto. Es evidente, sin embargo, que muchos negros desean convertirse en miembros activos de la clase media norteamericana. La verdad es que no puedo entender por qué. He de admitir que este deseo suyo me lleva a poner en entredicho sus juicios de valor. Pero si quieren integrarse en la burguesía, no es asunto mío, en realidad. Pueden ratificar si quieren su propia condenación. Yo, personalmente, protestaría con todas mis fuerzas si sospechase que alguien intentaba auparme a la clase media. Lucharía contra el individuo descarriado que intentase auparme, desde luego. La lucha tomaría la forma de manifestaciones de protesta con los carteles y pancartas tradicionales, que, en este caso, dirían: <<Muera la clase media>>, <<Abajo la clase media>>. No me importaría tampoco lanzar uno o dos cócteles molotov. Además, evitaría meticulosamente sentarme junto a miembros de la clase media en restaurantes y en transportes públicos, manteniendo incólumes la honradez y la grandeza intrínsecas de mi ser. Si un blanco de clase media fuera lo bastante suicida como para sentarse a mi lado, imagino que le golpearía sonoramente en la cabeza y en los hombros con una manzana, arrojando, con suma destreza, uno de mis cócteles molotov a un autobús en marcha atiborrado de blancos de clase media con la otra. Aunque el asedio durase un mes o un año, estoy seguro de que al final me dejarían todos en paz, una vez evaluado el total de carnicería y de destrucción de propiedad.

Admiro el terror que son capaces de inspirar los negros en los corazones de algunos miembros del proletariado blanco y sólo desearía (ésta es una confesión muy personal) poseer la misma capacidad de aterrar. El que es negro aterra simplemente por serlo; yo, sin embargo, tengo que esforzarme un poco para lograr el mismo fin. Quizá debería haber sido negro. Sospecho que habría sido un negro muy grande y muy aterrador, un negro que apretase continuamente su muslo monumental contra los muslos marchitos de las viejecitas blancas en los transportes públicos y provocase más de un grito de pánico. Además, si fuera negro, mi madre no me presionaría para que encontrara un trabajo bueno, pues no habría ningún trabajo bueno a mi disposición. Y además mi madre, una vieja negra agotada, estaría demasiado abatida por años de duro trabajo como doméstica para salir a jugar a los bolos de noche. Ella y yo viviríamos muy agradablemente en alguna choza mohosa de los suburbios, en un estado de paz sin ambiciones, comprendiendo satisfechos que no se nos quería, y que luchar y esforzarse no tenía sentido.

Sin embargo, no quiero presenciar el asqueroso espectáculo de la ascensión de los negros al seno de la clase media. Considero este movimiento una gran ofensa a su integridad como pueblo. Pero volvamos a lo nuestro, es decir, a Levy Paants, la mercantil musa de esta empresa concreta. Un proyecto para el futuro podría ser una historia social de Estados Unidos desde mi ventajosa posición como observador; si El diario de un chico trabajador alcanza algún éxito en las librerías, quizá esboce una semblanza de nuestra nación con mi pluma. Nuestra nación necesita el escrutinio de un observador completamente objetivo como vuestro Chico Trabajador; tengo ya en mis archivos una colección bastante formidable de notas y apuntes en la que se analiza el mundo contemporáneo con una cierta perspectiva.

Hemos de apresurarnos a volver en las alas de la prosa a la fábrica y a sus gentes, que fueron quienes provocaron mi digresión, quizá demasiado extensa. Como decía, acababan de levantarme del suelo, y mi actuación y la subsiguiente caída de nalgas habían provocado un gran sentimiento de camaradería. Les di las gracias cordialmente, ellos por su parte, con su acento inglés del siglo diecisiete, inquirieron sobre mi condición con la mayor solicitud. Yo estaba ileso, y, dado que el orgullo es un Pecado Mortal que creo que en general eludo, nada había resultado dañado.

Pasé entonces a preguntarles por la fábrica, pues tal era el propósito de mi visita. Se mostraron muy dispuestos a hablar conmigo y parecieron interesarse aún más en mí como persona. Al parecer, las tediosas horas entre las mesas de cortar hacían que fuese doblemente agradable la presencia de un visitante. Charlamos con toda libertad, aunque los trabajadores se mostraban en general evasivos respecto a su trabajo. En realidad, parecían más interesados en mí que en ninguna otra cosa; no me molestaron sus atenciones y eludí tranquilamente todas sus preguntas hasta que se hicieron, por último, más bien personales. Algunos de ellos, que habían aparecido de vez en cuando por la oficina, formularon preguntas muy agudas sobre la cruz y los otros adornos; una dama apasionada pidió permiso (que le fue concedido, claro está) para reunir de vez en cuando a algunos de sus cofrades al pie de la cruz a cantar espirituales. (Yo aborrezco los espirituales y todos esos perversos himnos calvinistas del siglo diecinueve, pero estaba dispuesto a soportar que atacasen mis tímpanos si unas canciones de coro hacían felices a aquellos trabajadores.) Cuando les pregunté por sus salarios, descubrí que la paga semanal media es de menos de treinta (30) dólares. Mi considerada opinión es que un individuo se merece más que eso como salario por el simple hecho de estar en una fábrica cinco días por semana, sobre todo si la fábrica es como la de Levy Pants, donde el techo agujereado amenaza con derrumbarse en cualquier momento. Y, ¿quién sabe?, aquella gente quizá tuviese cosas mucho mejores que hacer que haraganear por Levy Pants; por ejemplo, componer jazz o crear bailes nuevos o hacer todas esas cosas que ellos hacen con tanta facilidad. No era extraño que reinara tanta apatía en la fábrica. Aun así era increíble que tanta disparidad como la que había entre el estancamiento de la producción en la fábrica y el tráfago febril de la oficina pudiesen albergarse dentro del mismo seno (Levy Pants). Si yo hubiera sido uno de los obreros (y habría sido un obrero muy grande y particularmente aterrador, como dije antes), habría irrumpido mucho antes en la oficina y exigido un salario decente.

Debo introducir aquí una nota. Cuando yo asistía esporádicamente, a las clases de graduados, conocí un día en la cafetería a la señorita Myrna Minkoff, joven pregraduada, una escandalosa y ofensiva doncella del Bronx. Esta especialista del universo del Gran Hormiguero se sintió atraída a la mesa en la cual tenía yo mi corte, por la singularidad y el magnetismo de mi ser. Cuando la magnificencia y la originalidad de mi visión del mundo se hizo patente a través de la conversación, la Minkoff empezó a atacarme a todos los niveles, llegando incluso, en determinado momento, a darme patadas, bastante vigorosas, por debajo de la mesa. Yo la fascinaba y la confundía al mismo tiempo; era, en suma, demasiado para ella. El provincianismo de los ghettos de Gotham no la había preparado para el carácter único y singular de Vuestro Chico Trabajador. Myrna, en fin, creía que todos los seres humanos que vivían al sur y al oeste del río Hudson eran vaqueros iletrados o (peor aún) protestantes blancos, una clase de seres humanos que como grupo se especializó en la ignorancia, la crueldad y la tortura. (No deseo yo defender concretamente a los blancos protestantes; tampoco les tengo en demasiada estima.)

Los modales brutales de Myrna pronto alejaron a mis cortesanos de la mesa, y nos quedamos solos, todo café frío y palabras ardientes. Cuando manifesté mi desacuerdo con sus rebuznos y parloteos, me dijo que yo era evidentemente un antisemita. Sus razonamientos eran una mixtura de medias verdades y de tópicos, su visión del mundo un compuesto de concepciones erróneas que se derivaban de una historia de nuestra nación, escrita desde la perspectiva de un túnel de metro. Escudriñó en su gran valija negra y me asaltó (casi literalmente) con pringosos ejemplares de Hombres y masas y ¡Ahora! Y A las barricadas y Agitación y Cambio y diversos manifiestos y panfletos pertenecientes a organizaciones de las que ella era el miembro más activo: Estudiantes por la libertad, Juventud por el sexo, Los musulmanes negros, Amigos de Lituania, Los hijos del mestizaje, Consejos de ciudadanos blancos. Myrna estaba, en fin, terriblemente comprometida con su sociedad; yo, por mi parte, más viejo y más sabio, estaba terriblemente descomprometido.

Había conseguido sacarle algo de dinero a su padre para venir a la universidad a ver cómo estaban las cosas <<por el sur>>. Desgraciadamente, me encontró a mí. El trauma de nuestro primer encuentro alimentó el masoquismo mutuo y desembocó en una especie de affair(platónica, claro está). (Myrna era decididamente masoquista. Sólo era feliz cuando un perro policía hundía sus colmillos en sus leotardos negros o cuando la arrastraban por los pies escaleras abajo para sacarla de una audiencia del Senado.) He de admitir que siempre sospeché que Myrna estaba interesada en mí sensualmente; mi actitud rigurosa hacia el sexo le intrigaba. En cierto modo, me convertí para ella en otra especie de causa. Logré, no obstante, desbaratar todos sus intentos de asaltar la fortaleza de mi cuerpo y mi inteligencia. Myrna y yo, por separado, confundíamos a la mayoría de los estudiantes, pero en pareja confundíamos doblemente a aquellos sonrientes cabezas de chorlito sureños, que constituían la mayor parte del cuerpo estudiantil. Según tengo entendido, los rumores que corrían por el campus nos ligaban a las intrigas más inconcebiblemente depravadas.

La panacea de Myrna, para cualquier cosa, desde arcas caídas hasta depresión nerviosa, era el sexo. Propagó diligentemente esta doctrina con desastrosas consecuencias para dos bellezas sureñas a las que tomó bajo su protección, con el propósito de renovar sus mentes atrasadas. Siguiendo el consejo de Myrna y con la solícita colaboración de varios jóvenes, una de estas sencillas muchachas sufrió una crisis nerviosa; la otra intentó, sin éxito, abrirse las venas con una botella rota de coca-cola. La explicación de Myrna fue que las chicas eran, en esencia, demasiado reaccionarias; y predicó con renovado vigor la libertad sexual en todas las aulas y pizzerias, logrando que casi la violase un bedel de la Facultad de Sociología. Yo, entretanto, procuraba guiarla por el camino de la verdad.

Tras unos cuantos semestres, Myrna desapareció de la universidad, diciendo, a su modo ofensivo: <<Este lugar no puede enseñarme nada que ya no sepa>> Los leotardos negros, la tupida mata de pelo y la valija monstruosa desaparecieron; el campus, con sus hileras de palmeras, volvió al letargo y besuqueo tradicionales. He vuelto a ver a esa ramera liberada algunas veces, pues, de cuando en cuando, se embarca en una <<gira de inspección>> por el Sur, parando en Nueva Orleans para arengarme e intentar seducirme con sus lúgubres cantos de cárcel y cadena y de cuadrilla, que rasguea en su guitarra. Myrna es muy sincera. Por desgracia, también es muy ofensiva.

Cuando la vi tras su último <<viaje de inspección>>, estaba bastante sucia y desvencijada. Había hecho paradas por el Sur rural, para enseñar a los negros canciones populares que había aprendido en la Biblioteca del Congreso. Parece ser que los negros preferían la música contemporánea y que encendían sus transistores ruidosa y desafiantemente cuando Myrna iniciaba una de sus lúgubres endechas. Aunque los negros habían procurado ignorarla, los blancos habían mostrado gran interés por ella. Bandas de blancos pobres y fanáticos la habían echado de los pueblos, le habían pinchado los neumáticos, le habían azotado los brazos. La habían perseguido sabuesos, le habían aplicado aguijadas eléctricas, la habían mordido perros policías, la habían rozado ligeramente con perdigones. Ella habría disfrutado infinito, y me había enseñado muy orgullosa (y, podría añadir, muy sugestivamente) la marca de un colmillo en la parte superior de uno de sus muslos. Mis ojos perplejos e incrédulos apreciaron que en aquella ocasión llevaba medias oscuras y no leotardos. Pero no se encendió por ello mi sangre.

Mantenemos una correspondencia regular, y el tema habitual de sus cartas es el de urgirme a participar en manifestaciones, desfiles y ocupaciones, sentadas y cosas de ese género. Pero yo no como en restaurantes baratos ni nado, así que he ignorado hasta el presente sus consejos. El tema subsidiario de su correspondencia es instarme a ir a Manhattan, para que ella y yo podamos alzar nuestra bandera de confusión gemela en aquel centro de horrores mecanizados. Si alguna vez me siento bien de veras, quizá haga el viaje. Por el momento, esa almizcleña jovencita probablemente esté en el fondo de un túnel de metro, atravesando el Bronx, corriendo en una asamblea de protesta social a alguna orgía de canciones populares, si no es algo peor. Algún día, las autoridades de nuestra sociedad la detendrán simplemente por ser quien es. La cárcel dará al fin sentido a su vida y acabará con sus frustraciones.

Un reciente comunicado suyo fue más audaz y más ofensivo de lo habitual. Hay que tratar con ella a su propio nivel, y así pensé en ella cuando examinaba las condiciones ínfimas de la fábrica. He estado confinado durante demasiado tiempo en el aislamiento miltoniano y en la meditación. No hay duda de que ha llegado la hora de introducirme valerosamente en nuestra sociedad, no al modo tedioso y pasivo de la escuela de acción social de Myrna Minkoff, sino con gran estilo y celo.

El lector será testigo de una decisión valerosa, audaz y agresiva del autor, una decisión que revela una militancia, una profundidad y un vigor totalmente inesperados en persona de tanta suavidad y sosiego. Mañana describiré con detalle mi respuesta a las Myrna Minkoff del mundo. El resultado puede, por otra parte, derribar (demasiado literalmente) al señor González como centro de poder dentro de Levy Pants. Hemos de enfrentarnos a ese enemigo. Una de esas organizaciones de derechos civiles, una de las más poderosas, me cubrirá, con toda seguridad, de laureles.

Noto un dolor casi insoportable en los dedos como consecuencia del ejercicio excesivo que he realizado al escribir esto. He de dejar el lápiz, mi motor de la verdad, y bañar mis manos agarrotadas en un poco de agua caliente. Mi profunda devoción a la causa de la justicia me ha llevado a esta extensa diatriba, y creo que mi círculo dentro de un círculo, mi experiencia en Levy Pants, asciende hacia nuevos éxitos y nuevas alturas.

Nota sanitaria: Manos agarrotadas, válvula temporalmente abierta (a medias).

Nota social: Nada hoy; mamá ha vuelto a salir; parecía una cortesana; uno de sus secuaces, quizás le interese al lector, ha demostrado su incurabilidad revelando una atracción fetichista por los autobuses Greyhound.

Voy a rezar a San Martín de Porres, santo patrón de los mulatos, para que triunfe nuestra causa en la fábrica. Dado que se le invoca también contra las ratas, quizá nos ayude también en la oficina.

Hasta luego,
Gary, vuestro Chico Trabajador Activista.







John Kennedy Toole. “La conjura de los necios”. 1989, Editorial Anagrama.




domingo, 9 de noviembre de 2014

Diego Álvarez Miguel.



EL TEMBLOR



Vienes solo a pedirme algo, cualquier
cosa, que te haga temblar pero
yo no sé hacer nada. Si acaso puedo
sacar cierto sentido de algunas cosas
por el procedimiento de buscar
palabras precisas, órdenes fijos.
Ya lo ves, solo cosas que no tienen
un fin ni valen para mucho más
que arrancar sin fortuna buenas flores.
Sin embargo, es a mí a quien no dudas
en pedirme que te haga temblar,
a mí, que solo sé temblar de miedo.




Diego Álvarez Miguel. “Lugares últimos”. 2014.

jueves, 6 de noviembre de 2014

Magda Robles.



Another funeral blues



Se paró.
Se apagó el mundo
a la hora exacta en que perdió tu luz.
Cayó impasible a golpes el invierno.
Se ocultó en la noche la alborada.

Y no hubo cielos que se abrieran
o dios que se rasgase vestiduras.
Sí quedó una pena negra,
un recuerdo eterno
con rostro de mujer.

Porque no hay sangre
que al brotar cure la herida,
ni lágrima que borre tu ausencia.
Hoy luce otra muesca esta alma rota.
Y lleva tu nombre.






Magda Robles León. “Pequeño muestrario de relojes y silencios”. Inédito.




martes, 4 de noviembre de 2014

Edgar Allan Poe.



El corazón delator.




¡Es verdad! Nervioso, muy, muy nervioso, lo he sido y lo soy; pero ¿por qué dirán que estoy loco? El mal ha agudizado mis sentidos, no los ha destruido ni los ha entorpecido. Sobre todo tenía un oído muy fino. Oía todas las cosas del cielo y de la tierra, y además muchas del infierno. Así que ¿cómo voy a estar loco? Atiendan y observen con qué cordura, con qué tranquilidad les puedo contar toda la historia.

Me es imposible decir cómo se me metió por primera vez la idea en la cabeza; pero, una vez dentro, me obsesionaba día y noche. ¿Propósito? Ninguno. ¿Pasión? Descartada. Yo quería al viejo. Nunca me había hecho daño. Nunca me había insultado. Su oro no me atraía. Creo que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía el ojo de un buitre, un ojo azul pálido, velado con una membrana. Cada vez que me echaba la vista encima se me helaba la sangre; y así poco a poco —muy paulatinamente— fui tomando la decisión de matar al viejo y con ello librarme del ojo para siempre.

Ahora, fíjense en esto. Ustedes se empeñan en decir que estoy loco. Los locos no saben nada, pero tenían que haberme visto a . Tenían que haber visto con qué cordura procedí, ¡con qué cautela, con qué previsión, con qué disimulo puse manos a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana entera antes de matarlo. Y cada noche, a eso de las doce, hacía girar el picaporte de su puerta y la abría ¡tan despacito! Y luego, cuando la abertura era lo suficientemente grande como para que me cupiera la cabeza, introducía una linterna sorda, cerrada, cerradísima para que no saliera ninguna luz, y luego metía la cabeza. ¡Oh, se hubieran reído al ver con qué habilidad la metía! La movía despacio, muy, muy despacio, para no turbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora meter toda la cabeza por la abertura hasta conseguir verlo echado en la cama. ¿Qué? ¿Un loco hubiera sido capaz de esto? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente —eso sí, con toda cautela (porque las bisagras crujían)—, y la abría justo para que un solo rayito de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y así lo hice durante siete largas noches —cada noche exactamente a las doce—, pero siempre encontré el cerrado; y por eso me era imposible realizar mi tarea, porque no era el viejo lo que me irritaba, sino su ojo malvado. Y cada mañana, al amanecer, me iba descaradamente a su cuarto y le hablaba tan tranquilo, llamándolo por su nombre en tono cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes, tenía que haber sido en verdad un viejo muy astuto para sospechar que cada noche, justo a las doce, le contemplaba mientras él dormía.

La octava noche procedí con más cautela que nunca al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás hasta aquella noche llegué a sentir el alcance de mi propio poder, de mi sagacidad. Apenas podía dominar mi sensación de triunfo. ¡Pensar que yo estaba allí, abriendo la puerta poco a poco, y que él ni siquiera imaginaba mis actos ni pensamientos más recónditos! Casi tuve que reírme entre dientes al pensarlo; y tal vez me oyera, porque de repente se movió en la cama como si se sobresaltase. ¿Y creen ustedes que me eché atrás? Pues no. Su cuarto estaba tan negro como un pozo, con una densa oscuridad (porque las contraventanas estaban bien cerradas por miedo a los ladrones), y por eso yo sabia que no podía ver la abertura de la puerta y seguí empujándola, empujándola sin cesar.

Ya tenía la cabeza dentro y estaba a punto de abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico, y el viejo pegó un salto en la cama gritando:

—¿Quién está ahí?

Me quedé muy quieto sin decir nada. Toda una hora estuve sin mover un solo músculo y durante ese tiempo no le oí tumbarse. Todavía estaba sentado en la cama, escuchando igual que he hecho yo noche tras noche, escuchando en la pared la carcoma de la muerte.

Al rato oí un leve gemido, y me percaté de que era el gemido de un terror mortal. No era un gemido de dolor ni pena —ya lo creo que no—, era el sonido sofocado que surge del fondo del alma cuando la oprime un temor reverencial. Conocía bien ese sonido. Muchas noches, exactamente a medianoche, cuando todo el mundo dormía, ha brotado de mi propio pecho, ahondando con su horrible eco los terrores que me enloquecían. Digo que lo conocía bien. Sabía lo que el viejo sentía, y le compadecía, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Sabía que él había estado despierto desde que oyó el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Desde entonces el miedo le embargaba cada vez con más fuerza. Intentaba inútilmente convencerse de que era infundado; había estado diciéndose: << No es más que el viento en la chimenea, es sólo un ratón que corre por el suelo>>, o << es simplemente un grillo que chirrió una sola vez>>. Sí, había estado tratando de animarse con estas suposiciones, pero se dio cuenta de que todo era en vano. Todo era en vano; porque la muerte se le acercaba acechándole con su negra sombra y envolvía a su víctima. Y fue la fúnebre influencia de la invisible sombra lo que le hizo sentir —porque ni la vio ni la oyó—, sentir la presencia de mi cabeza dentro del cuarto.

Luego de esperar un rato, con mucha paciencia, sin oír que volviese a acostarse, decidí abrir la ranura —pequeña, pequeñísima— en la linterna. Así la abrí —no pueden imaginarse con cuantísimo cuidado— hasta que por fin un rayo muy tenue, como un hilo de araña, salió de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.

Estaba abierto —muy, muy abierto— y me puse furioso mientras lo observaba. Lo vi con perfecta claridad todo un azul apagado, con una horrible membrana que me helaba la sangre en las venas; pero no acerté a ver el resto de la cara ni del cuerpo del viejo; porque había dirigido el rayo, como por instinto, precisamente sobre ese maldito punto.

¿Y no les he dicho ya que lo que ustedes toman equivocadamente por locura no es más que una exagerada agudeza de los sentidos? Pues resulta que me llegó a los oídos un sonido bajo, sordo y rápido como el que hace un reloj envuelto en un trapo. De sobra conocía aquel sonido también. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, como el redoblar de los tambores estimula el valor del soldado.

Pero aun entonces me contuve y permanecí inmóvil, casi sin respirar. Mantenía quieta la linterna. Intentaba mantener el rayo lo más fijo posible sobre el ojo. Mientras tanto, el infernal tamborilear del corazón aumentaba. Se hacía cada vez más rápido, más fuerte por momentos. ¡El terror del viejo tuvo que haber sido enorme! Les digo que cada vez se oía más fuerte. ¿Se enteran? Ya les he dicho que soy nervioso; y es que lo soy. Así que en esa hora siniestra de la noche, en el horrible silencio de aquella vieja casa, un ruido tan extraño como aquel me llenó de un terror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos más y me quedé inmóvil. ¡Pero los latidos se oían cada vez más fuertes, más fuertes! Pensé que el corazón iba a estallar. Y entonces una nueva ansiedad se apoderó de mí: ¡algún vecino podía oír aquel sonido! ¡Al viejo le había llegado su hora! Con un fuerte alarido abrí la linterna y salté dentro del cuarto. Él pegó un grito..., sólo uno. En un momento lo tiré al suelo y le eché la pesada cama encima. Entonces sonreí alegremente, al ver que ya iba tan adelantado. Pero, durante muchos minutos, el corazón siguió latiendo con un ruido ahogado. Esto, sin embargo, no me irritaba; no podría oírse a través de la pared. Por fin cesó. El viejo estaba muerto. Quité la cama y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Puse mi mano sobre su corazón y la mantuve allí varios minutos. No había ninguna pulsación. Estaba completamente muerto. Su ojo ya no molestaría más.

Si ustedes aún creen que estoy loco, cambiarán de opinión en cuanto les describa las sabias precauciones que adopté para esconder el cuerpo. La noche avanzaba y yo actuaba rápidamente, pero en silencio. Primero, despedacé el cadáver. Le corté la cabeza, los brazos y las piernas.

Luego levanté tres tablas del suelo de la habitación y deposité los restos en el hueco. Volví a colocar las tablas con tanta habilidad, con tanta astucia, que ningún ojo humano —ni siquiera el suyo— hubiera podido descubrir el menor error. No había nada que lavar —ningún tipo de mancha—, ni rastro de sangre. Buen cuidado había tenido yo de ello: lo había puesto todo en una tina...¡ja, ja!

Cuando hube terminado todas estas faenas ya eran las cuatro, pero seguía tan oscuro como a medianoche. Al oírse las campanadas de la hora, llamaron a la puerta de la calle. Bajé a abrir tan tranquilo, pues ¿qué podía temer ya? Entraron tres hombres y se presentaron, muy cortésmente, como agentes de policía. Durante la noche, un vecino había oído un grito; se despertaron sospechas de algún delito; presentaron una denuncia en la comisaría y los enviaron a ellos para registrar el lugar.

Sonreí, pues ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los caballeros. El grito, les dije, fui yo, soñando. Les conté que el viejo estaba fuera, en el campo. Acompañé a mis visitantes por toda la casa. Les rogué que registraran a fondo. Y acabé llevándolos a su cuarto. Les mostré sus tesoros, intactos, cada uno en su lugar. Entusiasmado al sentirme tan seguro, traje sillas al cuarto y les pedí que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la alocada audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el mismísimo lugar bajo el cual reposaba el cadáver de la víctima.

Los agentes se mostraban satisfechos. Mi actitud les había convencido. Me encontraba especialmente tranquilo. Se sentaron y charlaban de cosas corrientes, mientras yo les contestaba con alegría. Pero al poco rato sentí que empezaba a ponerme pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y tenía como un zumbido en los oídos; pero ellos seguían allí sentados y charlando. El zumbido se hizo más claro, seguía oyéndolo, sólo que más claro aún; yo hablaba sin parar para acallar esa sensación; pero el zumbido continuaba, cada vez con mayor precisión, hasta que, por fin, descubrí que el ruido no estaba dentro de mis oídos.

Sin duda me puse muy pálido entonces, pero seguí hablando con mucha labia y en voz bien alta. Sin embargo, el sonido aumentaba...¿y yo qué iba a hacer? Era un sonido bajo, sordo, rápido..., semejante al sonido de un reloj envuelto en un trapo. Yo me ahogaba y, sin embargo, los agentes no oían nada. Hablaba más deprisa, con más vehemencia, pero el ruido seguía creciendo. Me levanté y me puse a discutir sobre trivialidades en un tono estridente y con gestos violentos; pero el ruido seguía creciendo. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía yo hacer? ¡Echaba espuma por la boca, deliraba, maldecía! Agarré la silla en la que había estado sentado y la arrastré por las tablas del suelo, pero el ruido se oía por encima de los demás y seguía creciendo. Se hizo más fuerte..., más fuerte..., fortísimo. Y los hombres seguían charlando tan tranquilos y sonreían. ¿Era posible que no lo oyeran? ¡Santo cielo! ¡No, no! ¡Lo oían, lo sospechaban, lo sabían! ¡Estaban burlándose de mi horror! Eso creí y eso creo aún. ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡ No podía soportar más aquellas sonrisas hipócritas! Me di cuenta de que o me ponía a gritar o me moría, y entonces —otra vez—, ¡escúchenlo, más fuerte, más fuerte, fortísimo!

—¡Malvados! —grité—. ¡Basta ya de disimular! ¡Admito los hechos! ¡Levanten las tablas! ¡Aquí...aquí! ¡Es el latir de su horrible corazón!




Edgar Allan Poe. “El gato negro y otros cuentos”. 2004, El País aventuras.