Frente al silencio.

Frente al silencio.

viernes, 6 de abril de 2018

Vladimir Nabokov




13


      El domingo que siguió al sábado ya descrito amaneció tan rutilante como había pronosticado la oficina meteorológica. Al ir a dejar la bandeja de mi desayuno sobre la silla junto a la puerta de mi cuarto para que la señora Haze la retirara cuando quisiera, capté la siguiente situación deslizándome silenciosamente sobre mis viejas zapatillas (lo único viejo que tenía) por el descansillo de las escalera hasta el pasamanos. Había surgido un nuevo inconveniente. La señora Hamilton acababa de telefonear para decir que su hija <<tenía temperatura>>. La señora Haze informó a su hija que deberían postergar el picnic. La fogosa Haze menor informó a la fría Haze mayor que en ese caso no la acompañaría a la iglesia. La madre dijo <<muy bien>> y se marchó.
      Yo había salido al descansillo de la escalera inmediatamente después de afeitarme, todavía con jabón en las orejas y con mi pijama blanco con flores azules (no lilas, esa vez) en la espalda; después me quité el jabón, me perfumé el pelo y las axilas, me puse una bata de seda púrpura y, canturreando nerviosamente, bajé las escaleras en busca de Lo.
      Quiero que mis lectores participen de la escena que he de evocar. Quiero que examinen cada pormenor y vean por sí mismos hasta qué punto fue cauteloso y casto lo ocurrido, si se lo considera como lo que mi abogado ha llamado (en una conversación privada) <<simpatía imparcial>>. Empecemos, pues. Tengo ante mí una tarea difícil.
      Protagonista: Humbert el Canturreador. Época: la mañana de un domingo de junio. Lugar: un cuarto soleado. Detalles: un viejo escritorio americano, revistas, un fonógrafo, chucherías mexicanas (el difunto Harold E. Haze Dios le bendiga había engendrado a mi amada en la hora de la siesta, en un cuarto azulado, durante su luna de miel en Veracruz, y en la casa entera había recuerdos, entre ellos Dolores).
      Lo usaba esa mañana un bonito vestido estampado que ya le había visto una vez, con falda amplia, talle ajustado, mangas cortas y de color rosa, realzado por una rosa más intenso. Para completar la armonía de colores, se había pintado los labios y llevaba en las manos ahuecadas una hermosa, trivial, edénica manzana roja. Pero no estaba calzada para ir a la iglesia. Y su blando bolso dominical había quedado olvidado junto al fonógrafo.
      El corazón me latió como un tambor en un sueño cuando Lo se sentó, ahuecando la fresca falda, sumergiéndose a mi lado, en el sofá, y empezó a jugar con la fruta brillante. La arrojó al aire lleno de puntos luminosos, la atrapó y oí el ruido como de ventosa que hizo en su mano.
      Humbert Humbert arrebató la manzana.
      <<Dámela>>, suplicó, mostrando las palmas de mármol. Tendí la deliciosa fruta. Lolita la tomó y la mordió. Mi corazón fue como nieve bajo esa piel carmesí, y con una ligereza de mono, típica de esa nínfula norteamericana, arrancó de mis distraídas manos la revista que yo había abierto ( lástima que ninguna película haya registrado el extraño dibujo, la trabazón monográfica de nuestros movimientos simultáneos o sobrepuestos). Con precipitación estorbada por la manzana desfigurada que sostenía, Lo recorrió violentamente las páginas en pos de algo que deseaba mostrar a Humbert. Al fin lo encontró. Me fingí interesado y acerqué mi mejilla, mientras ella se limpiaba la boca con el dorso de la mano. Reaccioné lentamente ante la fotografía, por culpa de la bruma luminosa a través de la cual la observaba, mientras Lolita restregaba y entrechocaba impaciente las rodillas desnudas. Confusamente fueron surgiendo un pintor surrealista que descansaba, en posición supina, en una playa, y junto a él, en la misma posición, semienterrado en la arena, un calco de la Venus de Milo. <<Fotografía de la semana>>, decía el epígrafe. Arrojé esa imagen obscena. De inmediato, en un fingido esfuerzo por recobrarla, Lolita se tendió sobre mí. La tomé por el fino talle. La revista escapó al suelo como un gallo asustado. Ella se volvió, se echó hacia atrás y se apoyó en el ángulo derecho del escritorio. Entonces, con perfecta sencillez, la impúdica niña extendió sus piernas sobre mi regazo.
      Por entonces yo estaba en un estado de excitación que lindaba con la locura, pero al propio tiempo tenía la astucia de un loco. Sentado allí, en ese sofá, me las compuse para aproximarme a sus cándidos miembros mediante una serie de movimientos furtivos. No era fácil distraer la atención de la niña mientras llevaba a cabo los oscuros ajustes necesarios para que la treta resultara. Hablaba rápido, contenía la respiración, inventaba un súbito dolor de dientes para explicar lo entrecortado de mi jadeo, y mientras tanto, fijando una mirada de maniático en mi dorada meta, fui aumentando sigilosamente la proximidad. Como mi jadeo adquirió cierto ritmo deliciosamente mecánico, empecé a recitar, mutilándolas apenas, las palabras de una cancioncilla muy popular: ¡Oh mi Carmen!, ¡oh mi Carme! Aquellas lejanas noches Y las estrellas y los bares y los barmen y los coches... Seguí repitiendo es automática nadería y mantuve a Lolita bajo su especial hechizo (especial a causa de mis mutilaciones); mientras tanto, tenía un miedo moral de que algún acto divino me interrumpiera, me quitara esa carga dorada en cuya sensación mi ser todo parecía concentrado. Esa ansiedad me obligó a trabajar, durante el primer minuto, con más precipitación de la que era conveniente. De pronto, ella tomó posesión ¡Oh mi Carmen!, ¡oh mi Carmen! Aquellas lejanas noches... y su voz se insinuó en mi canto y corrigió la melodía que yo deformaba. Era una voz musical, con dulzura de manzanas. Sus piernas se estremecieron un poco. Y allí estaba ella, reclinada contra el ángulo derecho del escritorio. Lola la colegiala, devorando su fruto inmemorial, cantando a través de su jugo, perdiendo una zapatilla, restregando el talón de su pie desnudo contra un sucio tobillo, contra la pila de revistas viejas amontonadas a mi izquierda, sobre el sofá... Y cada movimiento suyo me ayudaba a ocultar y mejorar el oculto sistema de correspondencia táctil entre mi ente enfermo y la belleza de su cuerpo con hoyuelos, bajo el inocente vestido de algodón.
      Mis dedos escudriñadores sintieron que los pelos diminutos se erizaban ligeramente. Y me perdí en el ardor punzante, pero saludable, que como la bruma estival flotaba en torno de la pequeña Haze. Que se quede así, que se quedé así... Cuando hizo un esfuerzo para arrojar el resto de la manzana a la chimenea, su joven cuerpo, sus inocentes piernas sin pudor se movieron sobre mi regazo tenso, torturado, subrepticiamente laborioso, y de súbito un cambio misterioso ocurrió entre mis sentidos. Ingresé en el nivel de existencia donde nada importaba, salvo la infusión de goce que fermentaba en mi cuerpo. Lo que había empezado como una distensión deliciosa de mis raíces más íntimas se convirtió en una rutilante comezón que ahora llegaba al estado de una seguridad, una confianza, una firmeza absoluta, inhallables en la vida consciente. Con esa honda y cálida dulzura así establecida y encaminada hasta su convulsión última, sentí que podía detenerse para prolongar tal incandescencia. Lolita había sido solipcizada con impunidad. El sol cómplice latía en los álamos; estábamos fantásticamente, divinamente solos. Yo la observaba rósea, cubierta de polvillo dorado a través del velo de mi deleite gobernado, ignorante de él, ajena a él, y el sol estaba en sus labios, y sus labios aún parecían formar las palabras de la cancioncilla, que ya no llegaba a mi conciencia. Ya todo estaba listo. Los nervios del placer estaban al descubierto. El menor placer bastaría para poner en libertad todo paraíso. Había dejado de ser Humbert el Canalla, el gusano degenerado de ojos tristes aferrado a la bota que la echaría de un puntapié. Estaba por encima de las tribulaciones del ridículo, más allá de las posibilidades de retribución. En mi serrallo exclusivo, era un turco fornido y radiante que, con plena conciencia de su libertad, posponía deliberadamente el momento de gozar. Suspendido al borde de ese voluptuoso abismo (una delicadeza de equilibrio fisiológico comparable a determinadas técnicas artísticas), seguía repitiendo palabras sueltas Y las estrellas y los bares y los barmen y los coches..., como alguien que hablara en sueños.
      El día anterior, Lolita se había dado un golpe contra el pesado arcón del vestíbulo, y jadeé: <<¡Mira, mira! ¡Mira lo que te has hecho, ah, mira!>> Pues juro que había un cardenal en su encantador muslo de nínfula, que mi enorme mano velluda lentamente masajeó y envolvió, tal como se hacen cosquillas y caricias a un niño que ríe, justamente así y <<Oh, no es nada>>, gritó con una súbita nota chillona en la voz, y agitó el cuerpo, y se contorsionó, y echó atrás la cabeza, y mi boca quejosa, señores del jurado, llegó hasta casi su cuello desnudo, mientras sofocaba contra su pecho izquierdo el último latido del éxtasis más prolongado que haya conocido nunca hombre o monstruo.
      En seguida (como si hubiésemos luchado y de pronto yo hubiese soltado a mi presa), se deslizó del sofá y saltó sobre sus pies sobre su pie, más bien para atender el teléfono, que sonaba con estrépito formidable y que, en cuanto a mí, podía seguir sonando durante siglos. Con el auricular en una mano, pestañeando, las mejillas encendidas y el pelo revuelto, paseando sobre mí y los muebles una mirada igualmente ausente, mientras hablaba o escuchaba (a su madre, que le decía que fuera a almorzar con ella a casa de los Chatfield ni Lo ni Humbert sabían qué embrollo estaba preparando Haze), golpeaba el borde de la mesa con la zapatilla que tenía en la otra mano. ¡Bendito sea Dios, no había advertido nada!
      Con un pañuelo de seda multicolor, sobre el cual se detuvieron sus ojos de oyente, me sequé el sudor de la frente y, sumergido en una euforia de abandono, recompuse mis vestiduras reales. Ella seguía al teléfono, discutiendo con su madre (mi Carmencita quería que la llevaran en automóvil), cuando subí las escaleras cantando cada vez más fuerte para provocar un diluvio de agua humeante y rugiente en la bañera.
      Ahora puedo recordar también las palabras de esa canción, que según creo, nunca supe muy bien:
         ¡Oh mi Carmen!, ¡oh mi Carmen!
         Aquellas lejanas noches
         Y las estrellas y los bares y los barmen y los coches,
         Y, ¡oh querida mía!, aquellos amargos reproches
         Aquella lejana ciudad donde paseamos
         Y tan alegremente nos abrazamos,
         Y la pistola con la que te maté, Carmen,
         La misma que empuño ahora.

      (Supongo que tomó su automática del treinta y dos y le metió una bala entre los ojos a su compinche.)






Vladimir Nabokov. "Lolita". 1999, Unidad Editorial.





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