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El
domingo que siguió al sábado ya descrito amaneció tan rutilante
como había pronosticado la oficina meteorológica. Al ir a dejar la
bandeja de mi desayuno sobre la silla junto a la puerta de mi cuarto
para que la señora Haze la retirara cuando quisiera, capté la
siguiente situación deslizándome silenciosamente sobre mis viejas
zapatillas (lo único viejo que tenía) por el descansillo de las
escalera hasta el pasamanos. Había surgido un nuevo inconveniente.
La señora Hamilton acababa de telefonear para decir que su hija
<<tenía temperatura>>. La señora Haze informó a su
hija que deberían postergar el picnic. La fogosa Haze menor informó
a la fría Haze mayor que en ese caso no la acompañaría a la
iglesia. La madre dijo <<muy bien>> y se marchó.
Yo
había salido al descansillo de la escalera inmediatamente después
de afeitarme, todavía con jabón en las orejas y con mi pijama
blanco con flores azules (no lilas, esa vez) en la espalda; después
me quité el jabón, me perfumé el pelo y las axilas, me puse una
bata de seda púrpura y, canturreando nerviosamente, bajé las
escaleras en busca de Lo.
Quiero
que mis lectores participen de la escena que he de evocar. Quiero que
examinen cada pormenor y vean por sí mismos hasta qué punto fue
cauteloso y casto lo ocurrido, si se lo considera como lo que mi
abogado ha llamado (en una conversación privada) <<simpatía
imparcial>>. Empecemos, pues. Tengo ante mí una tarea difícil.
Protagonista:
Humbert el Canturreador. Época: la mañana de un domingo de junio.
Lugar: un cuarto soleado. Detalles: un viejo escritorio americano,
revistas, un fonógrafo, chucherías mexicanas (el difunto Harold E.
Haze ―Dios
le bendiga―
había engendrado a mi amada en la hora de la siesta, en un cuarto
azulado, durante su luna de miel en Veracruz, y en la casa entera
había recuerdos, entre ellos Dolores).
Lo
usaba esa mañana un bonito vestido estampado que ya le había visto
una vez, con falda amplia, talle ajustado, mangas cortas y de color
rosa, realzado por una rosa más intenso. Para completar la armonía
de colores, se había pintado los labios y llevaba en las manos
ahuecadas una hermosa, trivial, edénica manzana roja. Pero no estaba
calzada para ir a la iglesia. Y su blando bolso dominical había
quedado olvidado junto al fonógrafo.
El
corazón me latió como un tambor en un sueño cuando Lo se sentó,
ahuecando la fresca falda, sumergiéndose a mi lado, en el sofá, y
empezó a jugar con la fruta brillante. La arrojó al aire lleno de
puntos luminosos, la atrapó y oí el ruido como de ventosa que hizo
en su mano.
Humbert
Humbert arrebató la manzana.
<<Dámela>>,
suplicó, mostrando las palmas de mármol. Tendí la deliciosa fruta.
Lolita la tomó y la mordió. Mi corazón fue como nieve bajo esa
piel carmesí, y con una ligereza de mono, típica de esa nínfula
norteamericana, arrancó de mis distraídas manos la revista que yo
había abierto ( lástima que ninguna película haya registrado el
extraño dibujo, la trabazón monográfica de nuestros movimientos
simultáneos o sobrepuestos). Con precipitación estorbada por la
manzana desfigurada que sostenía, Lo recorrió violentamente las
páginas en pos de algo que deseaba mostrar a Humbert. Al fin lo
encontró. Me fingí interesado y acerqué mi mejilla, mientras ella
se limpiaba la boca con el dorso de la mano. Reaccioné lentamente
ante la fotografía, por culpa de la bruma luminosa a través de la
cual la observaba, mientras Lolita restregaba y entrechocaba
impaciente las rodillas desnudas. Confusamente fueron surgiendo un
pintor surrealista que descansaba, en posición supina, en una playa,
y junto a él, en la misma posición, semienterrado en la arena, un
calco de la Venus de Milo. <<Fotografía de la semana>>,
decía el epígrafe. Arrojé esa imagen obscena. De inmediato, en un
fingido esfuerzo por recobrarla, Lolita se tendió sobre mí. La tomé
por el fino talle. La revista escapó al suelo como un gallo
asustado. Ella se volvió, se echó hacia atrás y se apoyó en el
ángulo derecho del escritorio. Entonces, con perfecta sencillez, la
impúdica niña extendió sus piernas sobre mi regazo.
Por
entonces yo estaba en un estado de excitación que lindaba con la
locura, pero al propio tiempo tenía la astucia de un loco. Sentado
allí, en ese sofá, me las compuse para aproximarme a sus cándidos
miembros mediante una serie de movimientos furtivos. No era fácil
distraer la atención de la niña mientras llevaba a cabo los oscuros
ajustes necesarios para que la treta resultara. Hablaba rápido,
contenía la respiración, inventaba un súbito dolor de dientes para
explicar lo entrecortado de mi jadeo, y mientras tanto, fijando una
mirada de maniático en mi dorada meta, fui aumentando sigilosamente
la proximidad. Como mi jadeo adquirió cierto ritmo deliciosamente
mecánico, empecé a recitar, mutilándolas apenas, las palabras de
una cancioncilla muy popular: ¡Oh mi Carmen!, ¡oh mi Carme!
―Aquellas
lejanas noches―
Y las estrellas y los bares y los barmen y los coches... Seguí
repitiendo es automática nadería y mantuve a Lolita bajo su
especial hechizo (especial a causa de mis mutilaciones); mientras
tanto, tenía un miedo moral de que algún acto divino me
interrumpiera, me quitara esa carga dorada en cuya sensación mi ser
todo parecía concentrado. Esa ansiedad me obligó a trabajar,
durante el primer minuto, con más precipitación de la que era
conveniente. De pronto, ella tomó posesión ¡Oh mi Carmen!, ¡oh mi
Carmen! Aquellas lejanas noches... y su voz se insinuó en mi canto y
corrigió la melodía que yo deformaba. Era una voz musical, con
dulzura de manzanas. Sus piernas se estremecieron un poco. Y allí
estaba ella, reclinada contra el ángulo derecho del escritorio. Lola
la colegiala, devorando su fruto inmemorial, cantando a través de su
jugo, perdiendo una zapatilla, restregando el talón de su pie
desnudo contra un sucio tobillo, contra la pila de revistas viejas
amontonadas a mi izquierda, sobre el sofá... Y cada movimiento suyo
me ayudaba a ocultar y mejorar el oculto sistema de correspondencia
táctil entre mi ente enfermo y la belleza de su cuerpo con hoyuelos,
bajo el inocente vestido de algodón.
Mis
dedos escudriñadores sintieron que los pelos diminutos se erizaban
ligeramente. Y me perdí en el ardor punzante, pero saludable, que
como la bruma estival flotaba en torno de la pequeña Haze. Que se
quede así, que se quedé así... Cuando hizo un esfuerzo para
arrojar el resto de la manzana a la chimenea, su joven cuerpo, sus
inocentes piernas sin pudor se movieron sobre mi regazo tenso,
torturado, subrepticiamente laborioso, y de súbito un cambio
misterioso ocurrió entre mis sentidos. Ingresé en el nivel de
existencia donde nada importaba, salvo la infusión de goce que
fermentaba en mi cuerpo. Lo que había empezado como una distensión
deliciosa de mis raíces más íntimas se convirtió en una rutilante
comezón que ahora llegaba al estado de una seguridad, una confianza,
una firmeza absoluta, inhallables en la vida consciente. Con esa
honda y cálida dulzura así establecida y encaminada hasta su
convulsión última, sentí que podía detenerse para prolongar tal
incandescencia. Lolita había sido solipcizada con impunidad. El sol
cómplice latía en los álamos; estábamos fantásticamente,
divinamente solos. Yo la observaba ―rósea,
cubierta de polvillo dorado―
a través del velo de mi deleite gobernado, ignorante de él, ajena a
él, y el sol estaba en sus labios, y sus labios aún parecían
formar las palabras de la cancioncilla, que ya no llegaba a mi
conciencia. Ya todo estaba listo. Los nervios del placer estaban al
descubierto. El menor placer bastaría para poner en libertad todo
paraíso. Había dejado de ser Humbert el Canalla, el gusano
degenerado de ojos tristes aferrado a la bota que la echaría de un
puntapié. Estaba por encima de las tribulaciones del ridículo, más
allá de las posibilidades de retribución. En mi serrallo exclusivo,
era un turco fornido y radiante que, con plena conciencia de su
libertad, posponía deliberadamente el momento de gozar. Suspendido
al borde de ese voluptuoso abismo (una delicadeza de equilibrio
fisiológico comparable a determinadas técnicas artísticas), seguía
repitiendo palabras sueltas ―Y
las estrellas y los bares y los barmen y los coches...―,
como alguien que hablara en sueños.
El
día anterior, Lolita se había dado un golpe contra el pesado arcón
del vestíbulo, y jadeé: <<¡Mira, mira! ¡Mira lo que te has
hecho, ah, mira!>> Pues juro que había un cardenal en su
encantador muslo de nínfula, que mi enorme mano velluda lentamente
masajeó y envolvió, tal como se hacen cosquillas y caricias a un
niño que ríe, justamente así y <<Oh, no es nada>>,
gritó con una súbita nota chillona en la voz, y agitó el cuerpo, y
se contorsionó, y echó atrás la cabeza, y mi boca quejosa, señores
del jurado, llegó hasta casi su cuello desnudo, mientras sofocaba
contra su pecho izquierdo el último latido del éxtasis más
prolongado que haya conocido nunca hombre o monstruo.
En
seguida (como si hubiésemos luchado y de pronto yo hubiese soltado a
mi presa), se deslizó del sofá y saltó sobre sus pies ―sobre
su pie, más bien―
para atender el teléfono, que sonaba con estrépito formidable y
que, en cuanto a mí, podía seguir sonando durante siglos. Con el
auricular en una mano, pestañeando, las mejillas encendidas y el
pelo revuelto, paseando sobre mí y los muebles una mirada igualmente
ausente, mientras hablaba o escuchaba (a su madre, que le decía que
fuera a almorzar con ella a casa de los Chatfield ―ni
Lo ni Humbert sabían qué embrollo estaba preparando Haze―),
golpeaba el borde de la mesa con la zapatilla que tenía en la otra
mano. ¡Bendito sea Dios, no había advertido nada!
Con
un pañuelo de seda multicolor, sobre el cual se detuvieron sus ojos
de oyente, me sequé el sudor de la frente y, sumergido en una
euforia de abandono, recompuse mis vestiduras reales. Ella seguía al
teléfono, discutiendo con su madre (mi Carmencita quería que la
llevaran en automóvil), cuando subí las escaleras cantando cada vez
más fuerte para provocar un diluvio de agua humeante y rugiente en
la bañera.
Ahora
puedo recordar también las palabras de esa canción, que según
creo, nunca supe muy bien:
¡Oh
mi Carmen!, ¡oh mi Carmen!
Aquellas
lejanas noches
Y
las estrellas y los bares y los barmen y los coches,
Y,
¡oh querida mía!, aquellos amargos reproches
Aquella
lejana ciudad donde paseamos
Y
tan alegremente nos abrazamos,
Y
la pistola con la que te maté, Carmen,
La
misma que empuño ahora.
(Supongo
que tomó su automática del treinta y dos y le metió una bala entre
los ojos a su compinche.)
Vladimir
Nabokov. "Lolita". 1999, Unidad Editorial.