Fragmentos "Imagen de John Keats":
ROMANTICISMO
La
palabra romanticismo suena mal en esos oídos donde el demonio de la
asociación fácil provoca de inmediato algunos ecos cis y
transpirenaicos,
Zorrilla,
el duque de Rivas,
Espronceda
Hernani,
los chalecos rojos,
Musset,
Chopin, George Sand,
y
ni hablar de las penas del joven Werther,
sauces
llorones Amalia
que
poco o nada tienen de vivo en estos tiempo de un romanticismo más
original (de <<origen>>) como, por ejemplo, el
surrealismo. A ellos les recuerdo que el romanticismo inglés se da
con rasgos diferenciales que lo sitúan frente al alemán y al
francés, en el plano en que vemos a Mozart con relación a
Beethoven. En el gran romanticismo inglés no hay egotismo al modo
cultivadamente subjetivista de Lamartine o Musset;
no hay mal del
siglo endémico. La idea general consiste en que el mundo es
deplorable, pero la vida ―en
o contra el mundo―
guarda toda su belleza y puede, en la realización personal,
transformarlo.
***
RELATO
DE LOU
Crucé
al Lido una fría tarde de febrero, después que el viento en la Riva
degli Schiavoni me había tijereteado las orejas, obligándome a
entrar una y otra vez en los bodegones para, so pretexto de un
bicchiere di rsso, absorber el calor espeso y fragante de los
interiores venecianos, llenarme por otro rato de tibieza. El
vaporetto me puso en una explanada abierta a todos los látigos del
día, y por una calle flanqueada de hoteles muertos salí en busca
del mar que retumbaba al otro lado de la isla.
Llegué,
y el Adriático estaba amarillo y rabioso, tirándose contra la playa
en bandazos que lo dejaban extenuado, para volver al punto con una
obstinación de maniático. Hundido en la arena que me entraba sus
hilos de frío por los zapatos, miré el horizonte imaginando que la
mirada seguía ―ya
fuera de mí para siempre―
hasta los archipiélagos que no me sería dado alcanzar en ese viaje.
El vasto lungomare, la costanera que el verano de Lido pone en su
justa percha, se alargaba interminable hasta una plaza batida por
remolinos terribles, que me vio llegar luchando agobiado contra tanta
tristeza agresiva. Comprendía que eso no era el Lido, que los
lugares tienen su tiempo como las mujeres o las canciones. Todo
cerrado, los enormes hoteles internacionales, las villas, los
teatros. Vencido por una repentina soledad, la angustia de estar sin
nadie en ese anfiteatro para multitudes ausentes, huí de la playa,
crucé vagas calles con árboles, me sumí en una vía vegetal y
serena donde el viento cedía de pronto, donde un cielo privado se
iba poniendo azul entre los árboles, con chicos en bicicleta y
familias endomingadas paseando de la mano por su barrio.
No
quería volver aún a Venecia, y cuando vi la laguna desde el hueco
de un callejón lateral, me fui por él hasta el malecón donde un
agua absurdamente mansa chapoteaba. (A tan poc adistancia, en la
orilla opuesta, el mar batiendo fragoroso―.)
Todo allí era sereno, verde, húmedo. Calmado el viento, de la
laguna ascendía la tibieza de un sol resbalando en cabrilleos que
corrían, con regatas alegrísimas, hacía el fondo, entre pilones de
amarre, por sobre la laguna estremecida, hasta Venecia lejana que
surgía de oro y limón con su Riva, con el terrón de azúcar rosa
del Palazzo Ducale. Me senté en el suelo, <<en la amistad de
mis rodillas>>, como dice St J. Perse, y en mi libreta empecé
un dibujo de Venecia que iba pareciéndose bastante, con profunda
sorpresa de mi parte.
Ella
vino, un poco dudando, se quedó de pie al borde de la distancia. No
era bella, pero sonreía para mí. Creí que espiaba mi dibujo, y
cerrando la libreta le pregunté en francés (¿por qué en francés?)
si le gustaba el color del agua. Hizo un gesto de incomprensión. Era
un gesto sajón, entonces hablamos y Lou me contó sus rutas de
Italia, su casa de California, la necesidad de anexarse el mundo día
a día.
Al
oscurecer tomamos el vaporetto. Ya no se podía hablar en el incendio
del crepúsculo, el diluvio de plumas de fuego, de metales verdes, de
espejismos negros. Estábamos en la proa, y mi mano encontraba la
mano pequeña y fría de Lou.
―Si
se puede ser digno de semejante hora ―le
dije.
Lou
callaba, mirando las cúpulas que volvían a nosotros, las figuras de
los muelles recobrando color, movimiento, voces. Casi en un susurro
le oí decir:
O,
that our dreaming all of sleep or wake
Would
all their colours from the sunset take:
From
something of material sublime,
Rather
than shadow our own soul´s day-time
In
the dark void of night...
(Oh,
si lo que soñamos ―dormidos
o despiertos― /
tomara sus colores del crepúsculo / algo de la sublime materia, / en
vez de oscurecer el día de nuestra alma / en el foso vacío de la
noche...)
(AJ,
H, Rreynolds, vv 67-71)
―John
Keats a Reynolds―
dije vanamente.
Lou
miraba la proa, la doble fuga del agua tersa bajo la cuchilla que
casi blandamente entraba en ella. La sentí temblar
en
el extremo el deseo; luchaba como John por salvar ese día, por
asumir en su recuerdo los colores del ocaso que mañana, en algún
incierto andar, teñirían de verdad sus sueños.
***
La
última jornada de Endimión se cumplirá en la tierra, por derecho
propio, y la aparición de la doncella india prueba que la
<<iniciación>> del pastor en los misterios elementales
lo ha devuelto al reino del hombre. En el melancólico canto de la
joven a la tristeza,
que
aisladamente vale como uno de los más bellos poemas de John, asoma
por primera vez un curioso tema, que volveremos a encontrar y
contiene, en un nuevo símbolo su búsqueda de conciliación,
sin renuncia, del hombre con su destino. Es el tema de los
contrarios,
de la coexistencia antagónica en cada fuerza. Los pares
cabalísticos, negro y blanco, Dios y diablo, pero atenidos a los
sentimientos, al hecho de que toda pasión contenga su anticuerpo y
que ―como
dice Coleridge―
<<los opuestos tienden a atraerse y a atemperarse entre sí>>.
La tristeza es dulce enemiga, canta la joven india, y contiene en sí
una fascinación de la que no es posible librarse.
To
Sorrow,
I
bade good morrow,
And
thought to leave her far away behind;
But
cheerly, cheerly,
She
loves me dearly;
She
is so constant to me, and so kind:
I
would deceive her
And
so to leave her,
But
ah! She is so constant and so kind.
(De
la tristeza / me despedí, / creyendo dejarla muy atrás; / pero
¡albricias!, ¡albricias!, / tanto me quiere, / me es tan fiel y es
tan buena; / quisiera engañarla, / y así abandonarla, / ¡ah! pero
es tan fiel y tan buena.)
(IV,
vv. 173-182)
Julio Cortázar. "Imagen de John Keats". 1996, Alfaguara.
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