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El
Charolito sólo se fiaba de su polla. Era lo único en el mundo que
jamás le daría por culo. Con arreglo a esto, es posible imaginarle
la noche de autos, adentrándose en la residencial: lleva el culo
prieto, el ojo avizor y la pestaña alerta. Su andar, burlón de
gracia y chiste, tiene eso que llaman guapura y que tantos suspiros
obliga. Los zapatos van lustrados y arrojan un soniquete que preña
de ecos lo oscuro, que nos anuncia su salvaje cercanía. También su
turbio origen.
Se
trata de un hijo de la otra orilla, digamos que de la parte baja del
tobogán de la vida; crianza de negra cuna y linaje confuso; pellejo
delator y un paso endiablado, el suyo, que repiquetea en las calles
aún calientes por culpa del último sol de la tarde. A todo esto, y
según su reloj de pulsera, pasan diez minutos de la medianoche. El
perfil de la luna asoma ya entre dos casas y, a lo lejos, unos
ladridos le informan sobre su condición de extraño. Sin embargo,
mediante esa familiar indiferencia que se gastan los solitarios, el
Charolito sigue cu camino por limpias aceras. Lo hace con inequívoco
garbo de torero suburbial y repeinado, curtido en la alta noche a
punta de capote, directo a probar suerte.
Cree
poner el pie sobre el mármol, nácar y cristal de Venecia; todo ello
bañado con la cremosa luz de los dineros. Avanza por avenidas que
emanan un frondoso perfume a jazmín, a monopolio, a robo consentido.
Tuerce, dobla y quiebra las esquinas. Enfila sus pasos hasta una
glorieta trazada al fondo de la calle, y allí se detiene un ratito,
plantándose a los medios. Con el talle juncal, la estampa
distinguida y la cara de pocos amigos, hace un paréntesis en el
tiempo y ojea en torno con desprecio. Le parece que tiene algo de
plaza de cortijo sevillano, no sé, de capea nocturna para señoritos,
finas copas de oloroso y gomina de boutique, la glorieta. Aunque su
corazón abrigue cierta atracción de contrarios, su mirada no puede
evitar la antipatía. Y enmascarado de rencor, gira en redondo y
dobla a la izquierda, donde se topa con una calle cortada al tráfico.
Con ese pisar de nervio, sangre y codicia, cruza furtivo la peatonal.
Y se pierde por laberintos dulces y lejanos; calzadas que nunca
merecieron, ni merecerán jamás, un paso como aquel: de una pureza
que no se vende.
Es
posible imaginarle, la noche de autos, caminar bajo los sauces recién
peinados de la residencial, las manos en los bolsillos y una poesía
de sangre en la boca; es posible imaginar cómo su mirada de rufián
le brilla de alegre aventura, en cuanto descubre, aparcado frente a
una de las casas, un berda descapotable. Un flamante deportivo
Ferrari, en rojo carmín, seis marchas y toda la pinta de entrar en
las curvas sin un mal gesto. <<Está aguardándole, compadre>>,
le dice, para sí, esa voz interior tan oportuna. (…)
Montero
Glez. “Sed de Champán”. 1999, Edhasa.