Hay
una historia real, además de muy significativa: un hombre regresa a
la ciudad abandonada de Prípiat, en Chernóbil, tras haber huido 5
años atrás con el resto de la población, cuando ocurriera la
explosión de la Central Nuclear, recorre las calles absolutamente
vacías, los edificios en pie y en perfecto estado le van recordando
la vida en esa ciudad, no en vano fue uno de los obreros que
contribuyó, en la década de los 70, a su construcción, llega a su
calle, busca las ventanas de su piso en el conjunto de bloques de
edificios, observa las fachadas detenidamente un par de segundos, 7
segundos, 15 segundos, 1 minuto, y dice dirigiéndose a la cámara,
No estoy seguro, no estoy seguro de que aquí estuviera mi casa,
vuelve a detener la mirada en el bosque de ventanas e insiste, sin ya
mirar a cámara, No lo sé, no lo sé, quizá sea ese, o aquel de
allí, no lo sé, y este hombre ni llora ni muestra afectación
alguna, ni siquiera perplejidad, esta es una historia importante en
lo que se refiere a la existencia de parecidos entre cosas
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Lo
que une a las parejas no es el afecto mutuo que se den, ni los planes
construidos a medias llevados a buen término, ni compartir una misma
vivienda elegida y decorada a medias, ni parir hijos, ni nada de eso
que sale en las novelas y películas. Lo que une a las parejas es el
sentido del humor. Dos personas, por diferentes que sean, si tienen
el mismo sentido del humor sobreviven como pareja.
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Un
día comenzó la monotonía a colarse por algún agujero del Lancia.
Poco a poco fuimos dejando de hablar. No por nada, sino porque nada
había que decirse, como si los dos fuéramos ya solo uno, uno que se
conoce tan bien a sí mismo que el silencio es el estado natural de
su relación con las cosas, de tal manera que la mayoría del tiempo
lo pasas desapercibido de ti mismo. Coges el teléfono y no hay nadie
al otro lado porque eres tú quien está al otro lado.
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Hoy he pensado que hay dos tipos de objetos. Aquellos que están
condenados a perder su contenido, por ejemplo, una lata de Coca-Cola,
y aquellos otros en los que una perdida de esa clase supone un
accidente, por ejemplo, el disco duro de un ordenador. En los
primeros sus códigos de barras tienden a estar tristes. En los
segundos, depende del temperamento intrínseco al sistema. Creo que
todo este edificio ha perdido su contenido. El cadáver de Agustín,
no sé. Miré bien su boca. Concluí que los dientes son su código
de barras.
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Revisando los papeles que dejó escritos Agustín, papeles que hablan
de un viaje a Cerdeña con una mujer y de un colosal Proyecto, he
hecho un sexto hallazgo, más bien una deducción: Agustín Fernández
Mallo nunca ha existido, sin embargo muchos le han rendido culto.
Puede que incluso bajo el pseudónimo Agustín Fernández Mallo se
esconda un colectivo de autores frustrados, o puede que grandes obras
de la literatura sean confeccionadas para, sencillamente,
homenajearlo. Pero ¿homenajear a quién? ¿A una persona en
concreto? ¿A ese colectivo secreto? ¿O ni a una cosa ni a otra sino
a un arquetipo universal, del cual Agustín Fernández Mallo es un
ficticio representante? He llegado a saber que muchos famosos libros
son meras piezas confeccionadas “a la manera de” Agustín. En mi
biblioteca hallé bastantes
Agustín Fernández Mallo. “Nocilla Lab”. 2009, Alfaguara.