Fragmentos:
Pronto llegó noviembre con su pálido
aliento de lunas y hojas muertas. Los días fueron haciéndose más
cortos cada vez y las interminables noches junto a la chimenea
comenzaron a sumirnos poco a poco en un profundo tedio, en una pétrea
y desolada indiferencia contra la que las palabras se deshacían como
arena y en la que los recuerdos daban paso casi siempre a inmensas
extensiones de sombra y de silencio. Antes, cuando aún estaban Julio
y su familia (y, antes aún, cuando Tomás todavía no estaba muerto
y sostenía tenazmente en solitario la vieja casa y la memoria de
Gavín), nos reuníamos todos en una de las casas, junto a la
chimenea, y, allí, durante las largas horas, mientras la nieve y la
ventisca gemían en lo alto del tejado, pasábamos las noches del
invierno contándonos historias y recordando personas y sucesos, casi
de otro tiempo. El fuego, entonces, nos unía más que la amistad y
que la sangre. Las palabras servían, como siempre, para ahuyentar el
frío y la tristeza del invierno. Ahora, en cambio, a Sabina y a mí,
el fuego y las palabras nos volvían más distantes, los recuerdos
nos hacían cada vez más silenciosos y lejanos. Y, así, cuando
llegó la nieve, la nieve estaba ya, desde hacía mucho tiempo, en
nuestros propios corazones.
***
La soledad, es cierto, me ha
obligado a enfrentarme cara a cara conmigo mismo. Pero, también,
como respuesta, a construir sobre recuerdos las pesadas paredes del
olvido. Nada produce a un hombre tanto miedo como otro hombre ―sobre
todo si los dos son uno mismo―
y ésa era la única manera que tenía de sobrevivir entre tanta
ruina y tanta muerte, la única posibilidad de soportar la soledad y
el miedo a la locura. Recuerdo que, de niño, escuchaba a mi padre
historias y sucesos de otro tiempo, veía a mis abuelos y a los
viejos del pueblo sentados junto al fuego y el pensamiento de que
ellos ya existían cuando yo ni siquiera había nacido me llenaba de
angustia y me dolía. Entonces, sin que nadie lo supiera ―sentado
en el escaño, en un rincón, seguramente ni siquiera me veían―,
escuchaba hasta dormirme sus relatos y adoptaba sus recuerdos como
míos. Imaginaba los lugares y personas de que hablaban, les otorgaba
los rostros que creía habrían tenido y, al igual que se dibuja y se
da forma a la imagen de un deseo o de un pensamiento, construía de
ese modo mi memoria con las suyas. Cuando murió Sabina, la soledad
me obligó otra vez a hacer lo mismo. Como un río encharcado, de
repente el curso de mi vida se había detenido y, ahora, ante mí, ya
solo se extendía el inmenso paisaje desolado de la muerte y el otoño
infinito donde habitan los hombres y los árboles sin sangre y la
lluvia amarilla del olvido.
***
Conmigo
dentro todavía de la casa ―y
con la perra en el portal aullando tristemente―,
la muerte ya ha vendido a visitarme, de hecho, muchas veces. Vino
cuando mi hija volvió una noche por sorpresa para ocupar la
habitación que, desde el mismo día de su muerte, había permanecido
cerrada con candado. Vino cuando Sabina resucitó una Nochevieja en
aquel viejo retrato que las llamas consumieron lentamente y cuando
estuvo aquí, velando mi agonía, mientras yo me consumía, devorado
por la fiebre y la locura, entre estas sábanas. Y vino, para
quedarse ya conmigo para siempre, la noche en que mi madre apareció
de pronto en la cocina, después de tantos años enterrada.
***
El
tiempo fluye siempre igual que fluye el río: melancólico y equívoco
al principio, precipitándose a sí mismo a medida que los años van
pasando. Como el río, se enreda entre las ovas tiernas y el musgo de
la infancia. Como él, se despeña por los desfiladeros y los saltos
que marcan el inicio de su aceleración. Hasta los veinte o treinta
años, uno cree que el tiempo es un río infinito, una sustancia
extraña que se alimenta a sí misma y nunca se consume. Pero llega
un momento en que el hombre descubre la traición de los años. Llega
siempre un momento ―el
mío coincidió con la muerte de mi madre―
en el que, de repente, la juventud se acaba y el tiempo se deshiela
como un montón de nieve atravesado por un rayo. A partir de ese
instante, ya nada vuelve a ser igual que antes. A partir de ese
instante, los días y los años empiezan a acortarse y el tiempo se
convierte en un vapor efímero ―igual
que el que la nieve desprende al derretirse―
que envuelve poco a poco el corazón, adormeciéndolo. Y, así,
cuando queremos darnos cuenta, es tarde ya para intentar siquiera
rebelarse.
***
Hoy
tampoco ya recuerdo el tiempo que he pasado sin dormir. Días, meses,
años quizá. Hay un momento de mi vida en el que los recuerdos y los
días se confunden, un punto indefinido y misterioso en el que la
memoria se deshace igual que el hielo y el tiempo se convierte en un
paisaje inmóvil e imposible de aprehender. Quizá hayan pasado
varios años desde entonces ―años
que, en algún sitio, alguien se habrá ocupado, seguramente, de
contar―.
O quizá no. Quizá esta que estoy viviendo es aún la misma noche
que aquella en que entendí que yo ya estaba muerto y que, por eso,
no podía ya dormir. Pero, en cualquiera de los casos, ¿qué puede
importar ya? Si pasaron cien días, cien meses o cien años, ¿qué
más da? Pasaron tan deprisa que apenas tuve tiempo de ver cómo se
iban. Si es esta misma noche la que, por el contrario, se prolonga,
oscura e interminable, desde aquel atardecer, ¿por qué evocar ahora
un tiempo que no existe, un tiempo que es arena sobre mi corazón?
Julio
Llamazares. “La lluvia amarilla”. 1997, Seix Barral.
2 comentarios:
He disfrutado mucho con esta lectura.
Besos.
Me alegra, Amapola. Besos!
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