Frente al silencio.

Frente al silencio.

jueves, 22 de agosto de 2019

Felipe Benítez Reyes





EL EQUIPAJE ABIERTO


De todo comienza a hacer bastante tiempo.

Y en una habitación cerrada
hay un niño que aún juega con cristales y agujas
bajo la mortandad hipnótica de la tarde.

Comienza a hacer de todo muchos años.

Y la noche, sobrecogida de sí misma,
abre ya su navaja de alta estrella
ante la densa rosa carnal de la memoria.

Comienza a ser el tiempo un lugar arrasado
del que vamos cerrando las fronteras
para cumplir las leyes
de esa cosa inexacta que llamamos olvido.

Y llega la propia vida hasta su orilla
como lleva el azar la maleta de un náufrago
a la playa en que alguien la abre con extrañeza
y esa ridiculez de disfraz desamparado
que adquieren los vestidos de la gente al morir.

Lejano y codiciable,
el tiempo es territorio del que sólo
regresa, sin sentido y demente,
el viento sepulcral de la memoria,
devuelto como un eco.

Como devuelve el mar su podredumbre.

Todas nuestras maletas
reflejan la ordenación desvanecida
                                                         de un viaje
que siempre sucede en el pasado.
                                                                Y las abrimos
con la perplejidad de quien se encuentra
una maleta absurda
en esa soledad de centinela
que parecen tener las playas en invierno.





UNA VOZ EN LA MEMORIA


A este cuarto con libros
llega el eco del mar,
su ronco hervor como de buques
náufragos arrastrados en su fondo.
                                                         La demencia
del viento desordena
la ciudad y mi memoria.
                                        Un remolino
de papeles y plásticos
gira en el aire, y gira
la noche desgarrada.

                                  Por las calles
corre un niño que llora,
llevando algo que brilla entre las manos.
Y yo paso las páginas de un libro
mientras el viento silba
turbio por las esquinas,
agitando los goznes, arrastrando basuras,
invadiéndome el cuarto
con su canción de ahogados,
mezcla de grito y tempestad,
de naufragio y lamento,
sonámbulo rumor en la memoria:
un cristal arañado.
                               El vendaval
trae un eco deforme
hasta mi habitación, en tanto suenan
orquestas de difuntos
en los buques hundidos,
                                        y de nuevo
veo al niño correr detrás del viento,
y ese algo que brilla entre sus manos
se apaga lentamente, y me lo ofrece,
y es una luna enferma,
y es un reloj de fuego detenido.
Oigo al viento batir sus negras alas,
retorcerse en los muros, revolcarse
entre vómitos
de niebla, ave rauda de sombra
herida aleteando en el cristal.

Quisiera recordar cómo era el brillo
de aquello que una vez,
corriendo yo también por calles azotadas,
sostuve entre las manos,
hoy que amaso con sombras
la corrupción del tiempo y que en el viento
adivino la voz de la memoria,
su espesa sinrazón, y me detengo
a oír la inútil coz del mar, oscuramente
fundida con la henchida voz del viento,
extrañamente
confundida también con esta voz
susurrada en un cuarto con libros,
donde el mar suena insomne y tembloroso.






LA EDAD DE ORO


Lo que se lleve el tiempo
que sea tanto
como aquello que el tiempo nos dio,
regalo inmerecido,
dejando la memoria en la inocencia
de la vida cumplida, porque nada
hiere más y más hondo que el recuerdo:
mientras dure una noche en la memoria
esa noche es la Noche
y esa intensa memoria la Memoria.

Llévese el tiempo todo
lo que quiera llevarse,
porque todo fue suyo desde siempre.

Que desvanezca el tiempo
el oro delincuente del amor
y la imagen hermética de aquello
que llamabas pasado
                                  ―y era apenas
ayer: la fugitiva
edad de no tener
edad para el pasado.

Edad de Baudelaire y de muchachas
que adquirían nociones de la vida
en las últimas filas de los cines
y en esos viejos cines de posquerra
convertidos
en locales de baile que cerraban
cuando el cielo quería amanecer.

Amaneceres de domingo,
volviendo a casa con
un vaso aún en la mano
y con tabaco extraño en el bolsillo,
a esa hora en que abrían los cafés
y las damas de caridad montaban mesas
con carteles de niños moribundos.

Y era la muerta luz que amanecía
la metáfora helada y la exacta ilusión de estar quemando
las naves de la eterna juventud.

Pero en su coche fúnebre
el tiempo iba admitiendo pasajeros.

Y las naves quemadas son ceniza,
y muy poco de eterna
tuvo la juventud.

Así que arrastre todo, que se lleve
en su vértigo el tiempo la memoria,
                                                         dejando
un vació perfecto en el pasado.

Porque todo recuerdo
se acaba corrompiendo en el presente.
Y este presente ya
de poco va a servirnos.

De poco va a servirnos
el saber que hubo un tiempo en que la vida
valía su peso en oro.

Porque la vida pone
su casa en el pasado.

Y esta casa sombría no parece la nuestra.




Felipe Benítez Reyes. “El equipaje abierto”. 1996, TusQuets Editores




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