EL EQUIPAJE ABIERTO
De todo comienza a hacer bastante
tiempo.
Y en una habitación cerrada
hay un niño que aún juega con
cristales y agujas
bajo la mortandad hipnótica de la
tarde.
Comienza a hacer de todo muchos años.
Y la noche, sobrecogida de sí misma,
abre ya su navaja de alta estrella
ante la densa rosa carnal de la
memoria.
Comienza a ser el tiempo un lugar
arrasado
del que vamos cerrando las fronteras
para cumplir las leyes
de esa cosa inexacta que llamamos
olvido.
Y llega la propia vida hasta su orilla
como lleva el azar la maleta de un
náufrago
a la playa en que alguien la abre con
extrañeza
―y
esa ridiculez de disfraz desamparado
que
adquieren los vestidos de la gente al morir.
Lejano
y codiciable,
el
tiempo es territorio del que sólo
regresa,
sin sentido y demente,
el
viento sepulcral de la memoria,
devuelto
como un eco.
Como
devuelve el mar su podredumbre.
Todas
nuestras maletas
reflejan
la ordenación desvanecida
de
un viaje
que
siempre sucede en el pasado.
Y
las abrimos
con
la perplejidad de quien se encuentra
una
maleta absurda
en
esa soledad de centinela
que
parecen tener las playas en invierno.
UNA
VOZ EN LA MEMORIA
A
este cuarto con libros
llega
el eco del mar,
su
ronco hervor ―como
de buques
náufragos
arrastrados en su fondo.
La
demencia
del
viento desordena
la
ciudad y mi memoria.
Un
remolino
de
papeles y plásticos
gira
en el aire, y gira
la
noche desgarrada.
Por
las calles
corre
un niño que llora,
llevando
algo que brilla entre las manos.
Y
yo paso las páginas de un libro
mientras
el viento silba
turbio
por las esquinas,
agitando
los goznes, arrastrando basuras,
invadiéndome
el cuarto
con
su canción de ahogados,
mezcla
de grito y tempestad,
de
naufragio y lamento,
sonámbulo
rumor en la memoria:
un
cristal arañado.
El
vendaval
trae
un eco deforme
hasta
mi habitación, en tanto suenan
orquestas
de difuntos
en
los buques hundidos,
y
de nuevo
veo
al niño correr detrás del viento,
y
ese algo que brilla entre sus manos
se
apaga lentamente, y me lo ofrece,
y
es una luna enferma,
y
es un reloj de fuego detenido.
Oigo
al viento batir sus negras alas,
retorcerse
en los muros, revolcarse
entre
vómitos
de
niebla, ave rauda de sombra
herida
aleteando en el cristal.
Quisiera
recordar cómo era el brillo
de
aquello que una vez,
corriendo
yo también por calles azotadas,
sostuve
entre las manos,
hoy
que amaso con sombras
la
corrupción del tiempo y que en el viento
adivino
la voz de la memoria,
su
espesa sinrazón, y me detengo
a
oír la inútil coz del mar, oscuramente
fundida
con la henchida voz del viento,
extrañamente
confundida
también con esta voz
susurrada
en un cuarto con libros,
donde
el mar suena insomne y tembloroso.
LA
EDAD DE ORO
Lo
que se lleve el tiempo
que
sea tanto
como
aquello que el tiempo nos dio,
regalo
inmerecido,
dejando
la memoria en la inocencia
de
la vida cumplida, porque nada
hiere
más y más hondo que el recuerdo:
mientras
dure una noche en la memoria
esa
noche es la Noche
y
esa intensa memoria la Memoria.
Llévese
el tiempo todo
lo
que quiera llevarse,
porque
todo fue suyo desde siempre.
Que
desvanezca el tiempo
el
oro delincuente del amor
y
la imagen hermética de aquello
que
llamabas pasado
―y
era apenas
ayer:
la fugitiva
edad
de no tener
edad
para el pasado.
Edad
de Baudelaire y de muchachas
que
adquirían nociones de la vida
en
las últimas filas de los cines
y
en esos viejos cines de posquerra
convertidos
en
locales de baile que cerraban
cuando
el cielo quería amanecer.
Amaneceres
de domingo,
volviendo
a casa con
un
vaso aún en la mano
y
con tabaco extraño en el bolsillo,
a
esa hora en que abrían los cafés
y
las damas de caridad montaban mesas
con
carteles de niños moribundos.
Y
era la muerta luz que amanecía
la
metáfora helada y la exacta ilusión de estar quemando
las
naves de la eterna juventud.
Pero
en su coche fúnebre
el
tiempo iba admitiendo pasajeros.
Y
las naves quemadas son ceniza,
y
muy poco de eterna
tuvo
la juventud.
Así
que arrastre todo, que se lleve
en
su vértigo el tiempo la memoria,
dejando
un
vació perfecto en el pasado.
Porque
todo recuerdo
se
acaba corrompiendo en el presente.
Y
este presente ya
de
poco va a servirnos.
De
poco va a servirnos
el
saber que hubo un tiempo en que la vida
valía
su peso en oro.
Porque
la vida pone
su
casa en el pasado.
Y
esta casa sombría no parece la nuestra.
Felipe
Benítez Reyes. “El equipaje abierto”. 1996, TusQuets Editores
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