Frente al silencio.

Frente al silencio.

sábado, 31 de agosto de 2019

Agustín Fernández Mallo



6

En el momento en que sopla el viento del sur, aquel que llega de Arizona y remonta los diferentes desiertos semihabitados y la docena y media de poblados que con los años se han visto sujetos a un éxodo imparable hasta decaer en poco más que en pueblos-esqueleto, en ese momento, los cientos de pares de zapatos que cuelgan del álamo se someten a un movimiento pendular, pero no todos con la misma frecuencia, dado que los cordones por los que están sujetos a las ramas son de una longitud muy diferente en cada uno de ellos. Visto a una cierta distancia es, en efecto, un baile caótico en el cual, pese a todo, se intuyen ciertas reglas. Se dan fuertes golpes los unos contra los otros, y súbitamente cambian de velocidad o trayectoria para finalmente regresar a los puntos atractores, al equilibrio. Lo más parecido a un maremoto de zapatos. Este álamo americano que encontró agua se halla a unos 200km de Carson City y a 218 de Ely; merece la pena llegar hasta él solo para verlos detenidos y a la espera del movimiento. Zapatos de tacón, italianos, chilenos, deportivas de todas las marcas y colores (incluso unas míticas Adidas Surf), aletas de buceo, botas de esquí, botitas de niño o botines de charol. Cualquier viajero puede coger o dejar los que quiera. El árbol es para los habitantes de las cercanías de la US50 la prueba de que hasta en el lugar más remoto del mundo hay vida más allá, no de la muerte, que ya a nadie importa, sino del cuerpo, y de que los objetos, enajenados, por sí mismos valen para algo más que para lo que fueron creados. Bob, el dueño de un pequeño supermercado de Carson City, se para a unos 50 m. De lo más próximo a lo más lejano, enumera lo que ve: primero la llanura muy roja, después el árbol con su alambicada sombra, más allá otra llanura menos roja, decolorada por el polvo, y al final el recorte de las montañas, que le parecen no tener profundidad, planas, como una de aquellas pinturas lacadas de paisajes chinos que había en el restaurante Pekín-Duck, ahora cerrado, frente a la Western Union, piensa. Pero sobre todo, al ver esa superposición de franjas de colores, la imagen que le viene a la mente con más nitidez son los estratos de diferentes colores que forman los productos apilados por capas horizontales en las estanterías de su supermercado. A media altura hay un lote de bolsas de patatas fritas al bacon que traen como obsequio, amarradas con celo, unas latas circulares de galletas de mantequilla danesas; en cada tapa aparece el dibujo de un abeto con bolas de navidad colgando; no lo sabe. Ambos árboles están empezando a combarse.




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Nuestra preocupación principal es mantener la vaquería, le dice la señora Stevenson al comercial de la funeraria, sentada en la entrada de su granja dotada con 60 vacas, 2 tractores, 2 segadoras y cientos de acres de sembrado, en la que también hace miel, mermeladas y embutidos para consumo propio. Al otro lado, está la antigua fundición de estaño, también de la familia, que ya cuando se hizo era lo suficientemente grande como para saber que quebraría. Sra. Stevenson, como su granja está situada en el centro del Estado, le dice el comercial. Y como solo hay 10 hornos crematorios en todo Nevada, hemos pensado que esa instalación de fundición en desuso sería el lugar ideal para montar nuestro horno. Ella se muestra reticente. ¿Y si le consultamos a su marido? No, la granja es mía y la fundación también, además, él llegará hoy muy tarde del asador. Las negociaciones se alargan. Las ofertas suben. Ella continúa en su negativa. Cansada, le dice, Bueno, señor, tengo que confesarle algo. Y lo lleva hasta la antigua nave de fundición. Le señala, en la pared, la puerta abierta de uno de los hornos con forma de tubo abandonados, en cuyo interior, de entre los hierros, crece un árbol; las ramas se amoldan al techo y paredes del cilindro, y solo unas pocas logran escapar por el tiro de la chimenea. ¿lo ve; ve ahí un árbol? Sí señora, lo veo. Pues ese es el problema: en este horno, un invierno que la nieve nos incomunicó, ya incineramos al abuelo, (había muerto de repente), y por nada del mundo destruiríamos ahora ese árbol.





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No existe espacio si no existe luz. No es posible pensar el mundo sin pensar la luz (lo dijo Heráclito, lo dijo Einstein, lo dijo el Equipo-A en el capítulo 237, lo dijeron tantos). Y sin embargo dentro de cada cuerpo todo es oscuridad, zonas del Universo a las que la luz jamás tocará, y si lo hace es porque está enfermo o descompuesto. Asusta pensar que existes porque existe en ti esa muerte, esa noche para siempre. Asusta pensar que un PC está más vivo que tú, que adentro es todo luz.




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No es del todo aconsejable que la cara de la Sábana Santa sea finalmente la de Jesucristo. De ser así, una vez perfectamente escaneada y reconstruida en 3D, el fanatismo religioso, sumado al estético-cirujano, haría que multitud de personas decidieran operarse a fin de tener esa misma cara que es mejor desconocer para que permanezca como un rostro que cambia dentro de cada uno de nuestros rostros y que al mismo tiempo es el mismo rostro. Como un fractal que, en definitiva, se reinventa en la complejidad humana.



Agustín Fernández Mallo. “Nocilla dream” 2008 Candaya.

jueves, 22 de agosto de 2019

Felipe Benítez Reyes





EL EQUIPAJE ABIERTO


De todo comienza a hacer bastante tiempo.

Y en una habitación cerrada
hay un niño que aún juega con cristales y agujas
bajo la mortandad hipnótica de la tarde.

Comienza a hacer de todo muchos años.

Y la noche, sobrecogida de sí misma,
abre ya su navaja de alta estrella
ante la densa rosa carnal de la memoria.

Comienza a ser el tiempo un lugar arrasado
del que vamos cerrando las fronteras
para cumplir las leyes
de esa cosa inexacta que llamamos olvido.

Y llega la propia vida hasta su orilla
como lleva el azar la maleta de un náufrago
a la playa en que alguien la abre con extrañeza
y esa ridiculez de disfraz desamparado
que adquieren los vestidos de la gente al morir.

Lejano y codiciable,
el tiempo es territorio del que sólo
regresa, sin sentido y demente,
el viento sepulcral de la memoria,
devuelto como un eco.

Como devuelve el mar su podredumbre.

Todas nuestras maletas
reflejan la ordenación desvanecida
                                                         de un viaje
que siempre sucede en el pasado.
                                                                Y las abrimos
con la perplejidad de quien se encuentra
una maleta absurda
en esa soledad de centinela
que parecen tener las playas en invierno.





UNA VOZ EN LA MEMORIA


A este cuarto con libros
llega el eco del mar,
su ronco hervor como de buques
náufragos arrastrados en su fondo.
                                                         La demencia
del viento desordena
la ciudad y mi memoria.
                                        Un remolino
de papeles y plásticos
gira en el aire, y gira
la noche desgarrada.

                                  Por las calles
corre un niño que llora,
llevando algo que brilla entre las manos.
Y yo paso las páginas de un libro
mientras el viento silba
turbio por las esquinas,
agitando los goznes, arrastrando basuras,
invadiéndome el cuarto
con su canción de ahogados,
mezcla de grito y tempestad,
de naufragio y lamento,
sonámbulo rumor en la memoria:
un cristal arañado.
                               El vendaval
trae un eco deforme
hasta mi habitación, en tanto suenan
orquestas de difuntos
en los buques hundidos,
                                        y de nuevo
veo al niño correr detrás del viento,
y ese algo que brilla entre sus manos
se apaga lentamente, y me lo ofrece,
y es una luna enferma,
y es un reloj de fuego detenido.
Oigo al viento batir sus negras alas,
retorcerse en los muros, revolcarse
entre vómitos
de niebla, ave rauda de sombra
herida aleteando en el cristal.

Quisiera recordar cómo era el brillo
de aquello que una vez,
corriendo yo también por calles azotadas,
sostuve entre las manos,
hoy que amaso con sombras
la corrupción del tiempo y que en el viento
adivino la voz de la memoria,
su espesa sinrazón, y me detengo
a oír la inútil coz del mar, oscuramente
fundida con la henchida voz del viento,
extrañamente
confundida también con esta voz
susurrada en un cuarto con libros,
donde el mar suena insomne y tembloroso.






LA EDAD DE ORO


Lo que se lleve el tiempo
que sea tanto
como aquello que el tiempo nos dio,
regalo inmerecido,
dejando la memoria en la inocencia
de la vida cumplida, porque nada
hiere más y más hondo que el recuerdo:
mientras dure una noche en la memoria
esa noche es la Noche
y esa intensa memoria la Memoria.

Llévese el tiempo todo
lo que quiera llevarse,
porque todo fue suyo desde siempre.

Que desvanezca el tiempo
el oro delincuente del amor
y la imagen hermética de aquello
que llamabas pasado
                                  ―y era apenas
ayer: la fugitiva
edad de no tener
edad para el pasado.

Edad de Baudelaire y de muchachas
que adquirían nociones de la vida
en las últimas filas de los cines
y en esos viejos cines de posquerra
convertidos
en locales de baile que cerraban
cuando el cielo quería amanecer.

Amaneceres de domingo,
volviendo a casa con
un vaso aún en la mano
y con tabaco extraño en el bolsillo,
a esa hora en que abrían los cafés
y las damas de caridad montaban mesas
con carteles de niños moribundos.

Y era la muerta luz que amanecía
la metáfora helada y la exacta ilusión de estar quemando
las naves de la eterna juventud.

Pero en su coche fúnebre
el tiempo iba admitiendo pasajeros.

Y las naves quemadas son ceniza,
y muy poco de eterna
tuvo la juventud.

Así que arrastre todo, que se lleve
en su vértigo el tiempo la memoria,
                                                         dejando
un vació perfecto en el pasado.

Porque todo recuerdo
se acaba corrompiendo en el presente.
Y este presente ya
de poco va a servirnos.

De poco va a servirnos
el saber que hubo un tiempo en que la vida
valía su peso en oro.

Porque la vida pone
su casa en el pasado.

Y esta casa sombría no parece la nuestra.




Felipe Benítez Reyes. “El equipaje abierto”. 1996, TusQuets Editores




sábado, 10 de agosto de 2019

Diego Sánchez Aguilar




Reseña:


      Me acabo de abrir un quinto de Estrella de Levante, en el reproductor, ahora mismo, en bucle, Idioteque de Radiohead (¿la subo al muro y a ver quién me da el primer megusta?; no, mejor no tentar al diablo), una canción que nunca antes había escuchado. La música tampoco impide que siga sin poder apartar la mirada del mundo que nos rodea, pero al menos me permite no escuchar la melodía de destrucción que con tanto ímpetu, y diría que hasta morboso placer, no se cansan de servirnos, día tras día, los telediarios. Si todavía fumase, muy probablemente, ya estaría liándome un cigarrillo, quizá hasta de marihuana. Acontecimientos, hechos, estas son mis acciones previas. Y de lo que ahora voy a hablar es de Factbook, El libro de los hechos (Candaya, 2018), la primera novela del narrador y poeta Diego Sánchez Aguilar.

      Telediario, Toro de Osborne, ejecución sumarísima, Presidente de la CEOE ahorcado... Con este comienzo de impacto ya nos sitúa Diego de lleno en la novela, en esta historia tan de presente, tan de este país, tan nuestra. Factbook es la España de estos tiempos, la que podría ser perfectamente incluso con los crímenes que no han sucedido. De ahí lo cercana e inquietante que nos resulta.





      <<España es un relato, una serie con demasiadas temporadas, un culebrón interminable al que estuve enganchadísima, y del que cada vez me aparto más.>>
      Esto nos dice Rosa, la primera de las tres voces narradoras de esta obra. Rosa es una profesora en plena madurez y de amplia trayectoria activista (incluso con una juventud revolucionaria que por momentos añora). Una mujer de su tiempo que a través de su evolución personal nos cuenta la historia socio-política de España en estos últimos años. Dentro de los capítulos protagonizados por Rosa es muy interesante el apoyo narrativo del autor en los Change.org. A través de ellos (¿la comodidad del compromiso social que aparentemente tan poco compromete en el día a día?), nos sitúa en el espacio y tiempo de un país en plena crisis. Crisis económica. Crisis social. Crisis de valores, también. Y es Rosa, su voz, la de una conciencia social dispuesta a luchar, a cambiar el mundo. Rosa Don Quijote. Rosa ilusión. Rosa lucha. Rosa evolución. Rosa descreimiento y destrucción. Rosa y esa voluntad apegada a los noticiarios aguardando, esperando la señal inequívoca de la inminencia del apocalipsis.
      Una voluntad hacia fuera (lo civil, el bien común) que, paradójicamente, acaba cada vez más aislada, asqueada con el mundo y consigo misma. Una voluntad que a ratos incluso se vuelve nihilista, deseosa de acabar con todo. Y sin embargo, a la hora de la verdad, aun a costa de su dolor, de su propia derrota, sostiene el valor de una vida por encima de la justicia sumarísima (quizá justa, tal vez no tanto, a la conciencia del lector queda), aplicada por los supuestos integrantes de Factbook.
      En cuanto al lenguaje utilizado por el autor en estos capítulos protagonizados por Rosa, cabe destacar lo directo que resulta, la velocidad y contundencia de las frases. Lo cual lo consigue con el uso de oraciones cortas y muy poco adjetivadas.

      <<Todo en mi vida ha sido una forma de desaparecer, de no estar donde estaba, de no mirar donde se supone que había que mirar.>>
      Nos habla aquí Gustavo, el otro gran protagonista de la obra. Un guionista de éxito asqueado con su propia obra. Alguien que siente que ha vendido su talento, su alma, al diablo. Un fumeta de marihuana desde la adolescencia, un hombre introvertido a lo largo de toda su vida, llevado por las circunstancias, por la corriente, por la ola que empuja al solitario surfista. Un hijo de la pequeña burguesía de provincias de la tan manoseada Transición.
      Y he aquí, en el aparente ser superficial, al narrador de la profundidad del alma. Al que ocupa la parte más espiritual de la novela, la introspectiva del espíritu. De Gustavo, de sus últimos días junto a un Mar Menor infecto y muerto, de la narración que nos hace a través de la escritura de su diario, sabemos lo mucho que se mueve bajo las aguas turbias del supuesto pasotismo del clásico individuo nada comprometido con el mundo que le rodea.
      Las drogas. La música. El cine de autor. Todo en Gustavo es un vivirse hacia dentro, una huida de la realidad, este aislarse del mundo en contraposición a Rosa. Los logros, prácticamente los mismos. Lo cual da tanto qué pensar. ¿Somos simples piezas de una máquina sin piedad, sin humanidad alguna capaz de funcionar por encima de todos nosotros igualmente? ¿Nos empuja esta máquina al egoísmo? Y si nos oponemos, qué conseguimos.
En cuanto a la prosa de estos capítulos es claramente distinta a la que desarrolla a través de Rosa. Densa. Profunda. Lenta. Con oraciones larguísimas y muchas figuras retóricas. Es el diálogo de uno consigo mismo. La voz que no busca el cambio, sino entenderse con la propia conciencia. Aceptarse. Lograr el propio perdón. Aunque tampoco esto nos libre del lugar y el momento hacia el que inevitablemente nos dirigimos.

      <<Ahora teníamos que leer todos los mensajes de Factbook. Todo lo que estuviera escrito en esa red era, en sí mismo, sospechoso. (…) Era un trabajo agotador. A mí todos me parecían terroristas en potencia. (…) No entendía el sentido de lo que decían, no entendía por qué lo hacían, cuando sabían, debían de saberlo, que estaban siendo vigilados.>>
      Por último, he aquí la voz de esta tercera pata de la narración. Las respuestas de un funcionario de una secreta agencia de espionaje en Red; un Gran Hermano del Estado el cual se pasa la vida encerrado en un cuarto delante de una pantalla analizando miles, millones de correos e interrelaciones de los usuarios de Internet en general, de Factbook en particular. En esta entrevista en la que únicamente escuchamos, leemos, las respuestas del entrevistado, se da un monólogo donde se nos cuenta la realidad de Factbook (algo así como un Wikileaks más Anonymous juntos), una red social cerrada, tipo secta, sin imágenes, únicamente texto y datos.
      Bien que podríamos interpretar esta voz, en los tiempos de exposición y juicios rápidos que vivimos, como la de un inconsciente colectivo, la de esta Sociedad misma, siempre al acecho, siempre revisionando todo lo dicho y hecho, toda nuestra vida pública.



      Aprovecho los últimos acordes de Idioteque (antes de que vuelva de nuevo a comenzar) para agradecer la cantidad de referencias culturales que hay a lo largo de toda la novela. Directas e indirectas (de estas últimas solo dejaré este pensamiento: por sus palabras pueden intuirse las muchas y buenas lecturas del autor). Cine. Pintura. Literatura. Música (tiene banda sonora esta obra: Radiohead, Pearl Jam, Lou Reed, Nirvana, David Bowie, Iron Maiden, Rage Against the Machine..., también música Tecno, House, etc).




      Al quinto le van quedando los tragos contados, y ya es cuestión de ir acabando.
      La soledad en la época más y mejor conectada de la historia. La soledad rodeada de muchedumbre y sola. La plaga de soledad que nos afecta. Facebook. Twitter. Instagram. La sociedad de la imagen, del mírame y dime algo, del pulgar hacia arriba, del emoticono, del megusteo. La sociedad del gigantesco ego colectivo tan enfermo de megalomanía e insatisfacción. Un ego con pies de barro siempre necesitado de más y más ojos. Nuestro mundo. Nuestro tiempo. Esta Sociedad.
      En definitiva, una novela en clave psicológica que nos interpela como individuos y sociedad, nuestra responsabilidad, tanto a través de los actos llevados a cabo como los que no: por desidia, por cobardía, por este dejarse llevar que nos empuja a una deshumanización donde lejos de hallar paz y consuelo, acabamos por encontrar todo lo contrario: culpabilidad, insatisfacción, ahogo, ganas de acabar con todo y con todos.
      Una primera novela muy trabajada tanto a nivel de personajes (qué humanos resultan), como en la temática de rabiosa actualidad ampliamente expuesta.
     Una buena novela.


Diego Sánchez Aguilar. "Factbook. El Libro de los Hechos". Candaya, 2018.



lunes, 5 de agosto de 2019

Julio Llamazares




Fragmentos:


Pronto llegó noviembre con su pálido aliento de lunas y hojas muertas. Los días fueron haciéndose más cortos cada vez y las interminables noches junto a la chimenea comenzaron a sumirnos poco a poco en un profundo tedio, en una pétrea y desolada indiferencia contra la que las palabras se deshacían como arena y en la que los recuerdos daban paso casi siempre a inmensas extensiones de sombra y de silencio. Antes, cuando aún estaban Julio y su familia (y, antes aún, cuando Tomás todavía no estaba muerto y sostenía tenazmente en solitario la vieja casa y la memoria de Gavín), nos reuníamos todos en una de las casas, junto a la chimenea, y, allí, durante las largas horas, mientras la nieve y la ventisca gemían en lo alto del tejado, pasábamos las noches del invierno contándonos historias y recordando personas y sucesos, casi de otro tiempo. El fuego, entonces, nos unía más que la amistad y que la sangre. Las palabras servían, como siempre, para ahuyentar el frío y la tristeza del invierno. Ahora, en cambio, a Sabina y a mí, el fuego y las palabras nos volvían más distantes, los recuerdos nos hacían cada vez más silenciosos y lejanos. Y, así, cuando llegó la nieve, la nieve estaba ya, desde hacía mucho tiempo, en nuestros propios corazones.

***



La soledad, es cierto, me ha obligado a enfrentarme cara a cara conmigo mismo. Pero, también, como respuesta, a construir sobre recuerdos las pesadas paredes del olvido. Nada produce a un hombre tanto miedo como otro hombre sobre todo si los dos son uno mismo y ésa era la única manera que tenía de sobrevivir entre tanta ruina y tanta muerte, la única posibilidad de soportar la soledad y el miedo a la locura. Recuerdo que, de niño, escuchaba a mi padre historias y sucesos de otro tiempo, veía a mis abuelos y a los viejos del pueblo sentados junto al fuego y el pensamiento de que ellos ya existían cuando yo ni siquiera había nacido me llenaba de angustia y me dolía. Entonces, sin que nadie lo supiera sentado en el escaño, en un rincón, seguramente ni siquiera me veían, escuchaba hasta dormirme sus relatos y adoptaba sus recuerdos como míos. Imaginaba los lugares y personas de que hablaban, les otorgaba los rostros que creía habrían tenido y, al igual que se dibuja y se da forma a la imagen de un deseo o de un pensamiento, construía de ese modo mi memoria con las suyas. Cuando murió Sabina, la soledad me obligó otra vez a hacer lo mismo. Como un río encharcado, de repente el curso de mi vida se había detenido y, ahora, ante mí, ya solo se extendía el inmenso paisaje desolado de la muerte y el otoño infinito donde habitan los hombres y los árboles sin sangre y la lluvia amarilla del olvido.

***



Conmigo dentro todavía de la casa y con la perra en el portal aullando tristemente, la muerte ya ha vendido a visitarme, de hecho, muchas veces. Vino cuando mi hija volvió una noche por sorpresa para ocupar la habitación que, desde el mismo día de su muerte, había permanecido cerrada con candado. Vino cuando Sabina resucitó una Nochevieja en aquel viejo retrato que las llamas consumieron lentamente y cuando estuvo aquí, velando mi agonía, mientras yo me consumía, devorado por la fiebre y la locura, entre estas sábanas. Y vino, para quedarse ya conmigo para siempre, la noche en que mi madre apareció de pronto en la cocina, después de tantos años enterrada.

***





El tiempo fluye siempre igual que fluye el río: melancólico y equívoco al principio, precipitándose a sí mismo a medida que los años van pasando. Como el río, se enreda entre las ovas tiernas y el musgo de la infancia. Como él, se despeña por los desfiladeros y los saltos que marcan el inicio de su aceleración. Hasta los veinte o treinta años, uno cree que el tiempo es un río infinito, una sustancia extraña que se alimenta a sí misma y nunca se consume. Pero llega un momento en que el hombre descubre la traición de los años. Llega siempre un momento el mío coincidió con la muerte de mi madre en el que, de repente, la juventud se acaba y el tiempo se deshiela como un montón de nieve atravesado por un rayo. A partir de ese instante, ya nada vuelve a ser igual que antes. A partir de ese instante, los días y los años empiezan a acortarse y el tiempo se convierte en un vapor efímero igual que el que la nieve desprende al derretirse que envuelve poco a poco el corazón, adormeciéndolo. Y, así, cuando queremos darnos cuenta, es tarde ya para intentar siquiera rebelarse.

***



Hoy tampoco ya recuerdo el tiempo que he pasado sin dormir. Días, meses, años quizá. Hay un momento de mi vida en el que los recuerdos y los días se confunden, un punto indefinido y misterioso en el que la memoria se deshace igual que el hielo y el tiempo se convierte en un paisaje inmóvil e imposible de aprehender. Quizá hayan pasado varios años desde entonces años que, en algún sitio, alguien se habrá ocupado, seguramente, de contar. O quizá no. Quizá esta que estoy viviendo es aún la misma noche que aquella en que entendí que yo ya estaba muerto y que, por eso, no podía ya dormir. Pero, en cualquiera de los casos, ¿qué puede importar ya? Si pasaron cien días, cien meses o cien años, ¿qué más da? Pasaron tan deprisa que apenas tuve tiempo de ver cómo se iban. Si es esta misma noche la que, por el contrario, se prolonga, oscura e interminable, desde aquel atardecer, ¿por qué evocar ahora un tiempo que no existe, un tiempo que es arena sobre mi corazón?



Julio Llamazares. “La lluvia amarilla”. 1997, Seix Barral.