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En el momento en que
sopla el viento del sur, aquel que llega de Arizona y remonta los
diferentes desiertos semihabitados y la docena y media de poblados
que con los años se han visto sujetos a un éxodo imparable hasta
decaer en poco más que en pueblos-esqueleto, en ese momento, los
cientos de pares de zapatos que cuelgan del álamo se someten a un
movimiento pendular, pero no todos con la misma frecuencia, dado que
los cordones por los que están sujetos a las ramas son de una
longitud muy diferente en cada uno de ellos. Visto a una cierta
distancia es, en efecto, un baile caótico en el cual, pese a todo,
se intuyen ciertas reglas. Se dan fuertes golpes los unos contra los
otros, y súbitamente cambian de velocidad o trayectoria para
finalmente regresar a los puntos atractores, al equilibrio. Lo más
parecido a un maremoto de zapatos. Este álamo americano que encontró
agua se halla a unos 200km de Carson City y a 218 de Ely; merece la
pena llegar hasta él solo para verlos detenidos y a la espera del
movimiento. Zapatos de tacón, italianos, chilenos, deportivas de
todas las marcas y colores (incluso unas míticas Adidas Surf),
aletas de buceo, botas de esquí, botitas de niño o botines de
charol. Cualquier viajero puede coger o dejar los que quiera. El
árbol es para los habitantes de las cercanías de la US50 la prueba
de que hasta en el lugar más remoto del mundo hay vida más allá,
no de la muerte, que ya a nadie importa, sino del cuerpo, y de que
los objetos, enajenados, por sí mismos valen para algo más que para
lo que fueron creados. Bob, el dueño de un pequeño supermercado de
Carson City, se para a unos 50 m. De lo más próximo a lo más
lejano, enumera lo que ve: primero la llanura muy roja, después el
árbol con su alambicada sombra, más allá otra llanura menos roja,
decolorada por el polvo, y al final el recorte de las montañas, que
le parecen no tener profundidad, planas, como una de aquellas
pinturas lacadas de paisajes chinos que había en el restaurante
Pekín-Duck, ahora cerrado, frente a la Western Union, piensa. Pero
sobre todo, al ver esa superposición de franjas de colores, la
imagen que le viene a la mente con más nitidez son los estratos de
diferentes colores que forman los productos apilados por capas
horizontales en las estanterías de su supermercado. A media altura
hay un lote de bolsas de patatas fritas al bacon que traen como
obsequio, amarradas con celo, unas latas circulares de galletas de
mantequilla danesas; en cada tapa aparece el dibujo de un abeto con
bolas de navidad colgando; no lo sabe. Ambos árboles están
empezando a combarse.
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Nuestra preocupación
principal es mantener la vaquería, le dice la señora Stevenson al
comercial de la funeraria, sentada en la entrada de su granja dotada
con 60 vacas, 2 tractores, 2 segadoras y cientos de acres de
sembrado, en la que también hace miel, mermeladas y embutidos para
consumo propio. Al otro lado, está la antigua fundición de estaño,
también de la familia, que ya cuando se hizo era lo suficientemente
grande como para saber que quebraría. Sra. Stevenson, como su granja
está situada en el centro del Estado, le dice el comercial. Y como
solo hay 10 hornos crematorios en todo Nevada, hemos pensado que esa
instalación de fundición en desuso sería el lugar ideal para
montar nuestro horno. Ella se muestra reticente. ¿Y si le
consultamos a su marido? No, la granja es mía y la fundación
también, además, él llegará hoy muy tarde del asador. Las
negociaciones se alargan. Las ofertas suben. Ella continúa en su
negativa. Cansada, le dice, Bueno, señor, tengo que confesarle algo.
Y lo lleva hasta la antigua nave de fundición. Le señala, en la
pared, la puerta abierta de uno de los hornos con forma de tubo
abandonados, en cuyo interior, de entre los hierros, crece un árbol;
las ramas se amoldan al techo y paredes del cilindro, y solo unas
pocas logran escapar por el tiro de la chimenea. ¿lo ve; ve ahí un
árbol? Sí señora, lo veo. Pues ese es el problema: en este horno,
un invierno que la nieve nos incomunicó, ya incineramos al abuelo,
(había muerto de repente), y por nada del mundo destruiríamos ahora
ese árbol.
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No existe espacio si
no existe luz. No es posible pensar el mundo sin pensar la luz (lo
dijo Heráclito, lo dijo Einstein, lo dijo el Equipo-A en el capítulo
237, lo dijeron tantos). Y sin embargo dentro de cada cuerpo todo es
oscuridad, zonas del Universo a las que la luz jamás tocará, y si
lo hace es porque está enfermo o descompuesto. Asusta pensar que
existes porque existe en ti esa muerte, esa noche para siempre.
Asusta pensar que un PC está más vivo que tú, que adentro es todo
luz.
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No es del todo
aconsejable que la cara de la Sábana Santa sea finalmente la de
Jesucristo. De ser así, una vez perfectamente escaneada y
reconstruida en 3D, el fanatismo religioso, sumado al
estético-cirujano, haría que multitud de personas decidieran
operarse a fin de tener esa misma cara que es mejor desconocer para
que permanezca como un rostro que cambia dentro de cada uno de
nuestros rostros y que al mismo tiempo es el mismo rostro. Como un
fractal que, en definitiva, se reinventa en la complejidad humana.
Agustín Fernández
Mallo. “Nocilla dream” 2008 Candaya.