Frente al silencio.

Frente al silencio.

martes, 29 de agosto de 2017

Manuel Palencia




EL COTOPAXI



Verano del 83. Virgilio y yo acabábamos de conocernos en la terraza del Cotopaxi, un antiguo prostíbulo de lujo frecuentado por personajes del antiguo régimen y reconvertido en local de copas a finales de los 70. Un tortuoso acceso y su playa privada encajonada entre los altos riscos de la costa de Murcia lo convertían en un sitio muy especial, paradisíaco. Sarita, la anfitriona, inolvidable alemana hija de un cacique nazi, era una mujer de refinada cultura y elegancia. En nuestras tertulias nocturnas, aderezadas con la mejor música y champagne francés, solía hablarnos con su pronunciado acento, de su correspondencia privada con el ministro López Rodó o sus inacabables partidas de ajedrez con Cohn-Bendit en París.

Sarita y Virgilio eran amantes. Ella debía rondar los 50. Él cumplía 19 y el que suscribe sólo tenía 17 años. Virgilio y yo sentados en la playa durante horas y atendidos graciosamente por Judit, la camarera francesa del Cotopaxi, disertábamos con loca arrogancia sobre literatura, cine o mujeres. Éramos capaces de afirmar llevados por nuestro recién estrenado entusiasmo que el 7º capítulo de las Crónicas Marcianas de Ray Bradbury había sido sin duda escrito en el atardecer de un aburrido septiembre en Illinois o que no había habido mujer más bella y sugerente en una pantalla que la Marlene Dietrich del Expreso de Shanghai. Virgilio estaba poseído por el cine. Puesto en pie con su larga melena al viento gritaba al mar y a las gaviotas que él sería actor, y yo con la mirada perdida en las ondulantes caderas de Judit arropaba a mi compañero en su ímpetu con mis gritos.

Aunque lo que retenía a Virgilio en el Cotopaxi no eran ni Sarita ni mi fiel amistad, sino la presencia inexcusable del actor Paco Rabal, que desde su casa «Milana Bonita» subía paseando todas las noches hasta nuestra mesa para ahogar en alcohol sus alegres penas.

Virgilio deseaba que le apadrinase en Madrid, pero Paco, después de leer nuestros versos, levantaba su vaso para pedir otro mojito a Judit y le decía con aquellos ojos vidriados de tristeza:

Virgilio, dedícate a escribir, lo haces muy bien. Lo del cine no saldría bien, eres demasiado guapo.

A Virgilio le entraban ganas de llorar y buscaba en mi mirada un apoyo que no podía darle. Un día desapareció. Se marchó a Madrid. No he vuelto a verle pero aún conservo sus versos y pienso que Paco tenía razón:


Me has pedido que traiga otro poema

y hay demasiado sol amigo mío

sólo unos tristes versos podría darte.

Los cerezos están en flor y no los veo

cuando melancólico subo la montaña

desprendido de todo ser viviente,

intemporal, desdibujado, incierto,

ya no siento ni el fuego que lastima mi frente.

Me has pedido que traiga otro poema

y es un día con sol amigo mío

no quiero entristecerte.

Nacerá en un momento de cenizas cubierto

y te lo entregaré ardiente

como pájaro ansioso de distinto silencio

cuando la roca salte

de tanto darle fuerza desde adentro.

Nunca más en un día con sol amigo mío

me pidas un poema

hablaría de muerte.









Manuel Palencia. «El Cotopaxi» una serie de relatos sobre bares y garitos inolvidables. 26-02-2011. ABC.es Toledo.



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