EL
COTOPAXI
Verano
del 83. Virgilio y yo acabábamos de conocernos en la terraza del
Cotopaxi, un antiguo prostíbulo de lujo frecuentado por personajes
del antiguo régimen y reconvertido en local de copas a finales de
los 70. Un tortuoso acceso y su playa privada encajonada entre los
altos riscos de la costa de Murcia lo convertían en un sitio muy
especial, paradisíaco. Sarita, la anfitriona, inolvidable alemana
hija de un cacique nazi, era una mujer de refinada cultura y
elegancia. En nuestras tertulias nocturnas, aderezadas con la mejor
música y champagne francés, solía hablarnos con su pronunciado
acento, de su correspondencia privada con el ministro López Rodó o
sus inacabables partidas de ajedrez con Cohn-Bendit en París.
Sarita
y Virgilio eran amantes. Ella debía rondar los 50. Él cumplía 19 y
el que suscribe sólo tenía 17 años. Virgilio y yo sentados en la
playa durante horas y atendidos graciosamente por Judit, la camarera
francesa del Cotopaxi, disertábamos con loca arrogancia sobre
literatura, cine o mujeres. Éramos capaces de afirmar llevados por
nuestro recién estrenado entusiasmo que el 7º capítulo de las
Crónicas Marcianas de Ray Bradbury había sido sin duda escrito en
el atardecer de un aburrido septiembre en Illinois o que no había
habido mujer más bella y sugerente en una pantalla que la Marlene
Dietrich del Expreso de Shanghai. Virgilio estaba poseído por el
cine. Puesto en pie con su larga melena al viento gritaba al mar y a
las gaviotas que él sería actor, y yo con la mirada perdida en las
ondulantes caderas de Judit arropaba a mi compañero en su ímpetu
con mis gritos.
Aunque
lo que retenía a Virgilio en el Cotopaxi no eran ni Sarita ni mi
fiel amistad, sino la presencia inexcusable del actor Paco Rabal, que
desde su casa «Milana Bonita» subía paseando todas las noches
hasta nuestra mesa para ahogar en alcohol sus alegres penas.
Virgilio
deseaba que le apadrinase en Madrid, pero Paco, después de leer
nuestros versos, levantaba su vaso para pedir otro mojito a Judit y
le decía con aquellos ojos vidriados de tristeza:
Virgilio,
dedícate a escribir, lo haces muy bien. Lo del cine no saldría
bien, eres demasiado guapo.
A
Virgilio le entraban ganas de llorar y buscaba en mi mirada un apoyo
que no podía darle. Un día desapareció. Se marchó a Madrid. No he
vuelto a verle pero aún conservo sus versos y pienso que Paco tenía
razón:
Manuel
Palencia. «El
Cotopaxi» una serie de relatos sobre bares y garitos inolvidables.
26-02-2011. ABC.es Toledo.
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