La increíble historia de un caballo viejo
Alguien
dijo que llevaba tres días allí, el caballo, en la poza. Lo
encontramos por casualidad. Métete por ahí, dijiste, te vendrá
bien dormir un rato. Así que di un volantazo y cogí el camino de
tierra. Eran las cuatro de la tarde, el sol como una fragua. Miles de
insectos chirriaban alrededor. Detuve el coche bajo un manojo de
árboles raquíticos, tostados. Entonces lo vimos, en aquella charca
turbia, pestilente: el caballo. Negro.
Bajamos del coche, nos acercamos despacio a través del calor sofocante. Ya ni siquiera tenía fuerzas para relinchar, la grupa, el vientre, el lomo, todo él sumergido salvo la caña de la pata delantera izquierda, que asomaba desde la rodilla y se apoyaba en la orilla fangosa, y la cabeza, los ojos enjambrados de moscas y la boca resollando contra el barro.
─Es un caballo viejo ─nos dijo un tipo que pasaba por allí, el mismo que nos informó que su tormento duraba ya tres días.
Guardamos silencio. El hombre prosiguió:
─Es muy viejo ─dijo mientras los tres mirábamos al animal hundido─, ya no sirve ni para arrastrar su sombra. En fin ─sentenció el hombre─…es triste pero ha llegado su hora.
Le lanzaste una mirada que habría aniquilado a todo un ejército. Luego la posaste de nuevo en el caballo y respiraste hondo. El tipo se limitó a darnos las buenas tardes y siguió su camino. Sabía que ibas a decirlo, así que no me sorprendió oírtelo:
─No podemos dejarlo ahí.
Aparté los ojos del caballo para ponerlos en ti. Tenías los brazos en jarra y el ceño fruncido, la vista en la bestia. Añadiste:
─No podemos, sencillamente. Tenemos que sacarlo. Y lo sabes.
Entonces te acercaste a la charca, te acuclillaste junto al caballo y le acariciaste la testuz. Yo fui al coche, abrí el maletero y busqué aquella cuerda que había dentro cuando lo compré de segunda mano, una vieja cuerda de escalada, azul eléctrico. No estaba seguro de que la conserváramos. Cada vez que la veía pensaba en deshacerme de ella. Era posible que la hubiera tirado hacía tiempo. Pero allí estaba, al fondo, polvorienta y algo deshilachada entre trapos manchados de grasa. Experimenté una sensación extraña al cogerla: se me erizó el vello de los brazos. Y pensé que era como si la cuerda hubiera estado esperando la ocasión de volver a ser útil.
Tonterías, me dije, cerré el maletero y me giré para mirarte.
Seguías al borde de la poza, de espaldas a mí, acariciando al caballo. Bajo el sol cegador la escena me pareció de otro mundo y de otro tiempo, algo así como un fotograma quemado por el tiempo. Supe que nunca olvidaría ese momento: tú, el caballo moribundo, la charca negruzca y el verano abrasándolo todo.
Bueno... Subí al coche, maniobré para ponerlo de culo a la ciénaga, y di marcha atrás despacio. Me detuve a unos metros del borde, donde la tierra aún no era barro. Bajé y te mostré la cuerda.
─Esto es lo que hay ─te dije.
Y tú:
─Bien, intentémoslo.
Quisimos pasar la cuerda bajo el pecho del caballo. Pero era imposible: el agua era totalmente negra y además el lodo la había espesado hasta convertirla en una masa viscosa; no había forma de lanzar la cuerda por debajo del cuerpo sumergido del caballo. Muy pronto vimos claro que la única opción consistía en atarla a su cuello. Y eso hicimos. La anudamos lo más abajo posible, para evitar lastimarlo en la medida de lo posible. Pero sabíamos muy bien que corríamos el riesgo de estrangularlo. Además el pobre animal estaba agotado. El agua limpia de sus ojos perdía brillo por momentos. Las moscas se la bebían. Cuando cerramos la cuerda en torno a su cuello reunió sus últimas fuerzas para revolverse penosamente. Lanzó una coz con su pata libre. Me rozó el pómulo con el casco; todavía conservo la cicatriz, finísima. Después solté cuerda y fui hasta la parte trasera del coche, y até el otro extremo lo más fuerte que pude al pivote para el remolque que no teníamos. Di un par de tirones para comprobar que estaba bien anclada.
─Vamos ─dijiste con voz ansiosa─, date prisa.
─Tranquila ─respondí, y me senté al volante.
Me di cuenta de cuánto estaba sudando al apoyarme en el respaldo. Abrí la guantera, cogí el cúter y me lo guardé en el bolsillo de atrás del pantalón. Luego encendí el motor, metí primera y aceleré poco a poco.La cuerda se tensó por completo enseguida. La chapa del coche crujía y chirriaba por todas partes. Sonaba como una enorme lata de Coca-Cola retorcida. Pero desde la poza me llegaban con nitidez los quejidos del pobre bicho. Bufaba ahogadamente, y de tanto en tanto emitía un chillido agudo espeluznante.
─Para, para ─gritaste de pronto.
Eché un vistazo al retrovisor. Tenías las manos en la cabeza y dabas saltos de impotencia. Entonces te arrodillaste un instante junto al animal, le tocaste las orejas y le dijiste algo. Y viniste corriendo, te acodaste en mi ventanilla y dijiste:
─Se le ha subido hasta la garganta; se está asfixiando.
─Pero no hay otra manera ─te repliqué─; es mejor arriesgarse─ y empecé a pisar de nuevo el acelerador.
─No, espera ─gritaste.
Miraste unos segundos alrededor en busca de inspiración. Y de pronto se te iluminaron los ojos.
─Espera ─repetiste─, ¡espera!, ¿me oyes?
Y echaste a correr a través de aquel secarral requemado. Cien, doscientos metros, hasta lo que me pareció una valla de madera desvencijada, alta y despintada. Probablemente la pared de una vieja edificación. El caso es que te liaste a golpes con ella. Te vi empujarla, darle patadas, incluso embestirla con el hombro. Y al final uno de los tablones acabó por soltarse y caer al suelo. Corriste de vuelta arrastrando aquel pedazo de madera más alto que tú a una velocidad increíble. Fuiste directa a la charca y hundiste en ella un extremo del tablón, clavándolo justo debajo del vientre del caballo. Y empezaste a hacer palanca sentándote, saltando y volviendo a sentarte sobre el extremo opuesto.
─Dale ─me gritaste sin siquiera mirarme─, dale fuerte.
Te obedecí. Pisé a fondo el acelerador pero el coche no avanzó ni un palmo. Las ruedas patinaban sobre el polvo rojizo. El motor aullaba. El chasis crujía. Todo crujía. Empezaba a creer que el coche se partiría en dos en cualquier momento cuando de golpe salió proyectado varios metros hacia adelante, como liberado de un ancla. Frené y bajé rápidamente. Supuse que la cuerda se habría roto. Pensé incluso que encontraría el parachoques trasero y quién sabía qué más cosas arrancados, en el suelo.
Pero nada de eso. A través de la polvareda, lo vi: el caballo. Yacía de costado a unos cuantos pasos de la ciénaga. No podía creerlo; lo habíamos logrado. Corté la cuerda con el cúter y corrí hasta allí. Tú ya estabas agachada a su lado.
─Respira ─me anunciaste─, está vivo.
Estabas llorando de alegría. La sonrisa más grande que jamás te había visto brillaba en tu cara. Y seguías sonriendo cuando te volviste hacia mí y me besaste fuerte en los labios. Cuando te apartaste vi la sangre de mi barbilla resplandecer en la tuya. Y recordando mi herida me sentí más vivo que nunca. Más fuerte y valiente. Capaz de todo. Quise explicarte todo eso que me estaba pasando por la cabeza pero entonces el caballo empezó a agitarse.
Nos incorporamos y retrocedimos unos pasos. Lo vimos luchar por levantarse. Tenía el costado que nos era visible extrañamente hinchado. Supuse que estaba enfermo. Pero cómo intentaba levantarse, con todas sus fuerzas.
─Vamos, viejo ─le animé─, un último esfuerzo.
Y tras un buen puñado de tentativas, lanzando un relincho agónico que acalló a las cigarras, lo consiguió.
Se quedó de pie frente a nosotros, mirándonos fijamente, con las patas temblando bajo su peso. Así pudimos comprobar que la rara hinchazón afectaba a ambos costados. Parecía una especie de armadura, pero su aspecto era viscoso, blando. Como el de una crisálida.
─¿Qué le pasa? ─te oí.
Pensé en algo horrible, en un tumor gigante. Pero te respondí:
─Será barro. Apelmazado.
─No ─replicaste─, no es solo eso; es barro y algo más.
Y tenías razón. Porque de repente el caballo, sacudiéndose el pelaje como lo haría un perro que quisiera secarse, nos dejó ver su secreto. La coraza voló por los aires ametrallando el paisaje y a nosotros de pegotes de fango. Y un par de alas inmensas, traslúcidas, como de murciélago surgieron de sus flancos. El tiempo las había apolillado en sus bordes. Efectivamente, aquel caballo y sus alas eran viejos, muy viejos. Sin dejar de mirarnos, el animal las batió varias veces, fuerte, cada vez más fuerte. Después las abrió en toda su envergadura. Cinco o seis metros. Un viento repentino las hinchó. Como un barco que desplegara todo su velamen, así sonó aquella imagen. Y un segundo después aquel caballo viejo, aquella criatura imposible, se elevaba en el aire sin pájaros del campo abrasado. Permaneció unos segundos a unos veinte metros de altura, el sol eclipsado como un disco pálido a través del filtro oscuro de sus alas. Luego, echó a volar hacia el oeste, o tal vez el norte. Y en silencio contemplamos cómo se alejaba hasta que lo perdimos de vista.
Fue un espectáculo irrepetible. Un instante tan especial que decidimos no contárselo nunca a nadie. Fue, en definitiva, un momento mágico. Y lo mejor es que no fue el único que vivimos juntos. Lo mejor es que ni siquiera fue el mejor. Ojalá aún te acuerdes de alguno.
Bajamos del coche, nos acercamos despacio a través del calor sofocante. Ya ni siquiera tenía fuerzas para relinchar, la grupa, el vientre, el lomo, todo él sumergido salvo la caña de la pata delantera izquierda, que asomaba desde la rodilla y se apoyaba en la orilla fangosa, y la cabeza, los ojos enjambrados de moscas y la boca resollando contra el barro.
─Es un caballo viejo ─nos dijo un tipo que pasaba por allí, el mismo que nos informó que su tormento duraba ya tres días.
Guardamos silencio. El hombre prosiguió:
─Es muy viejo ─dijo mientras los tres mirábamos al animal hundido─, ya no sirve ni para arrastrar su sombra. En fin ─sentenció el hombre─…es triste pero ha llegado su hora.
Le lanzaste una mirada que habría aniquilado a todo un ejército. Luego la posaste de nuevo en el caballo y respiraste hondo. El tipo se limitó a darnos las buenas tardes y siguió su camino. Sabía que ibas a decirlo, así que no me sorprendió oírtelo:
─No podemos dejarlo ahí.
Aparté los ojos del caballo para ponerlos en ti. Tenías los brazos en jarra y el ceño fruncido, la vista en la bestia. Añadiste:
─No podemos, sencillamente. Tenemos que sacarlo. Y lo sabes.
Entonces te acercaste a la charca, te acuclillaste junto al caballo y le acariciaste la testuz. Yo fui al coche, abrí el maletero y busqué aquella cuerda que había dentro cuando lo compré de segunda mano, una vieja cuerda de escalada, azul eléctrico. No estaba seguro de que la conserváramos. Cada vez que la veía pensaba en deshacerme de ella. Era posible que la hubiera tirado hacía tiempo. Pero allí estaba, al fondo, polvorienta y algo deshilachada entre trapos manchados de grasa. Experimenté una sensación extraña al cogerla: se me erizó el vello de los brazos. Y pensé que era como si la cuerda hubiera estado esperando la ocasión de volver a ser útil.
Tonterías, me dije, cerré el maletero y me giré para mirarte.
Seguías al borde de la poza, de espaldas a mí, acariciando al caballo. Bajo el sol cegador la escena me pareció de otro mundo y de otro tiempo, algo así como un fotograma quemado por el tiempo. Supe que nunca olvidaría ese momento: tú, el caballo moribundo, la charca negruzca y el verano abrasándolo todo.
Bueno... Subí al coche, maniobré para ponerlo de culo a la ciénaga, y di marcha atrás despacio. Me detuve a unos metros del borde, donde la tierra aún no era barro. Bajé y te mostré la cuerda.
─Esto es lo que hay ─te dije.
Y tú:
─Bien, intentémoslo.
Quisimos pasar la cuerda bajo el pecho del caballo. Pero era imposible: el agua era totalmente negra y además el lodo la había espesado hasta convertirla en una masa viscosa; no había forma de lanzar la cuerda por debajo del cuerpo sumergido del caballo. Muy pronto vimos claro que la única opción consistía en atarla a su cuello. Y eso hicimos. La anudamos lo más abajo posible, para evitar lastimarlo en la medida de lo posible. Pero sabíamos muy bien que corríamos el riesgo de estrangularlo. Además el pobre animal estaba agotado. El agua limpia de sus ojos perdía brillo por momentos. Las moscas se la bebían. Cuando cerramos la cuerda en torno a su cuello reunió sus últimas fuerzas para revolverse penosamente. Lanzó una coz con su pata libre. Me rozó el pómulo con el casco; todavía conservo la cicatriz, finísima. Después solté cuerda y fui hasta la parte trasera del coche, y até el otro extremo lo más fuerte que pude al pivote para el remolque que no teníamos. Di un par de tirones para comprobar que estaba bien anclada.
─Vamos ─dijiste con voz ansiosa─, date prisa.
─Tranquila ─respondí, y me senté al volante.
Me di cuenta de cuánto estaba sudando al apoyarme en el respaldo. Abrí la guantera, cogí el cúter y me lo guardé en el bolsillo de atrás del pantalón. Luego encendí el motor, metí primera y aceleré poco a poco.La cuerda se tensó por completo enseguida. La chapa del coche crujía y chirriaba por todas partes. Sonaba como una enorme lata de Coca-Cola retorcida. Pero desde la poza me llegaban con nitidez los quejidos del pobre bicho. Bufaba ahogadamente, y de tanto en tanto emitía un chillido agudo espeluznante.
─Para, para ─gritaste de pronto.
Eché un vistazo al retrovisor. Tenías las manos en la cabeza y dabas saltos de impotencia. Entonces te arrodillaste un instante junto al animal, le tocaste las orejas y le dijiste algo. Y viniste corriendo, te acodaste en mi ventanilla y dijiste:
─Se le ha subido hasta la garganta; se está asfixiando.
─Pero no hay otra manera ─te repliqué─; es mejor arriesgarse─ y empecé a pisar de nuevo el acelerador.
─No, espera ─gritaste.
Miraste unos segundos alrededor en busca de inspiración. Y de pronto se te iluminaron los ojos.
─Espera ─repetiste─, ¡espera!, ¿me oyes?
Y echaste a correr a través de aquel secarral requemado. Cien, doscientos metros, hasta lo que me pareció una valla de madera desvencijada, alta y despintada. Probablemente la pared de una vieja edificación. El caso es que te liaste a golpes con ella. Te vi empujarla, darle patadas, incluso embestirla con el hombro. Y al final uno de los tablones acabó por soltarse y caer al suelo. Corriste de vuelta arrastrando aquel pedazo de madera más alto que tú a una velocidad increíble. Fuiste directa a la charca y hundiste en ella un extremo del tablón, clavándolo justo debajo del vientre del caballo. Y empezaste a hacer palanca sentándote, saltando y volviendo a sentarte sobre el extremo opuesto.
─Dale ─me gritaste sin siquiera mirarme─, dale fuerte.
Te obedecí. Pisé a fondo el acelerador pero el coche no avanzó ni un palmo. Las ruedas patinaban sobre el polvo rojizo. El motor aullaba. El chasis crujía. Todo crujía. Empezaba a creer que el coche se partiría en dos en cualquier momento cuando de golpe salió proyectado varios metros hacia adelante, como liberado de un ancla. Frené y bajé rápidamente. Supuse que la cuerda se habría roto. Pensé incluso que encontraría el parachoques trasero y quién sabía qué más cosas arrancados, en el suelo.
Pero nada de eso. A través de la polvareda, lo vi: el caballo. Yacía de costado a unos cuantos pasos de la ciénaga. No podía creerlo; lo habíamos logrado. Corté la cuerda con el cúter y corrí hasta allí. Tú ya estabas agachada a su lado.
─Respira ─me anunciaste─, está vivo.
Estabas llorando de alegría. La sonrisa más grande que jamás te había visto brillaba en tu cara. Y seguías sonriendo cuando te volviste hacia mí y me besaste fuerte en los labios. Cuando te apartaste vi la sangre de mi barbilla resplandecer en la tuya. Y recordando mi herida me sentí más vivo que nunca. Más fuerte y valiente. Capaz de todo. Quise explicarte todo eso que me estaba pasando por la cabeza pero entonces el caballo empezó a agitarse.
Nos incorporamos y retrocedimos unos pasos. Lo vimos luchar por levantarse. Tenía el costado que nos era visible extrañamente hinchado. Supuse que estaba enfermo. Pero cómo intentaba levantarse, con todas sus fuerzas.
─Vamos, viejo ─le animé─, un último esfuerzo.
Y tras un buen puñado de tentativas, lanzando un relincho agónico que acalló a las cigarras, lo consiguió.
Se quedó de pie frente a nosotros, mirándonos fijamente, con las patas temblando bajo su peso. Así pudimos comprobar que la rara hinchazón afectaba a ambos costados. Parecía una especie de armadura, pero su aspecto era viscoso, blando. Como el de una crisálida.
─¿Qué le pasa? ─te oí.
Pensé en algo horrible, en un tumor gigante. Pero te respondí:
─Será barro. Apelmazado.
─No ─replicaste─, no es solo eso; es barro y algo más.
Y tenías razón. Porque de repente el caballo, sacudiéndose el pelaje como lo haría un perro que quisiera secarse, nos dejó ver su secreto. La coraza voló por los aires ametrallando el paisaje y a nosotros de pegotes de fango. Y un par de alas inmensas, traslúcidas, como de murciélago surgieron de sus flancos. El tiempo las había apolillado en sus bordes. Efectivamente, aquel caballo y sus alas eran viejos, muy viejos. Sin dejar de mirarnos, el animal las batió varias veces, fuerte, cada vez más fuerte. Después las abrió en toda su envergadura. Cinco o seis metros. Un viento repentino las hinchó. Como un barco que desplegara todo su velamen, así sonó aquella imagen. Y un segundo después aquel caballo viejo, aquella criatura imposible, se elevaba en el aire sin pájaros del campo abrasado. Permaneció unos segundos a unos veinte metros de altura, el sol eclipsado como un disco pálido a través del filtro oscuro de sus alas. Luego, echó a volar hacia el oeste, o tal vez el norte. Y en silencio contemplamos cómo se alejaba hasta que lo perdimos de vista.
Fue un espectáculo irrepetible. Un instante tan especial que decidimos no contárselo nunca a nadie. Fue, en definitiva, un momento mágico. Y lo mejor es que no fue el único que vivimos juntos. Lo mejor es que ni siquiera fue el mejor. Ojalá aún te acuerdes de alguno.
Iván
Rojo. 2016, de su muro de Facebook.