Fragmentos:
Mi
afición por la imprenta data desde muy niño. Apenas si tenía yo
cinco años, cuando escribí mis primeros versos. Felicitaba con
ellos a mi madre por el día de su santo. Recordar aquella infantil
aleluya, todavía me produce rubor por lo torpe y sin gracia que era.
Sin embargo, Catalina, la cocinera de mi casa, encontró que mis
versos eran preciosos y cortando la hoja del cuaderno de mis primeras
letras, se lo llevó a su hijo que era impresor. Antonio Chávez me
dio a la mañana siguiente una sorpresa. Encontré a los pies de mi
cama, enrollada como si fuera un diploma, una cartulina estampada en
diversos colores. En el centro de una orla donde figuraban nenúfares,
mariposas y estrellas, estaban impresos mis versos con letras de oro.
***
Otro
surrealista que renunció a la tendencia política revolucionaria fue
el pintor Salvador Dalí. Recientemente unos amigos suyos catalanes
refugiados políticos en México solicitaron de Dalí una
colaboración para una revista que tenían en proyecto. La
contestación de Dalí llegó en una tarjeta postal. Escribió: <<No
quiero nada con los vencidos. Salvador Dalí>>.
El
autor de esa frase fue íntimo amigo de Federico en la Residencia de
Estudiantes, donde le conocí esforzándose en adquirir una técnica
de dibujo a la que debe hoy en día su fama. Era un muchacho de
extraordinaria timidez. Capaz, por lo mismo, de los mayores
atrevimientos. Recibió inspiración para su primera época de
Federico García Lorca y de Luis Buñuel. Dalí puso su técnica al
servicio de estos dos soñadores y más tarde colaboró con Buñuel
en dos películas: en El perro andaluz y en La edad de oro.
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NOTICIA
SOBRE
MIGUEL
HERNÁNDEZ
(1939)
Su
vida completa, desde su niñez campesina de Orihuela hasta su
fallecimiento, desprende como el mar o como el río nubes para las
lluvias del hombre, sudario para ocultar su muerte. Ningún poeta
como él tan rodeado de exaltación, fomentada desde su prodigiosa
niñez, allá en su pueblo, por el entusiasmo de su vijo amigo, un
canónigo, el que le diera sus primeras lecturas (Calderón,
Cervantes, Lope), el que recibiera sus primeros versos.
En
Orihuela se le murió otro amigo, Ramón Sijé; con él publicó una
revista católica El Gallo Crisis, impopular y culta; amigo que le
dejó al morir su obra, larga, ambiciosa, repetidora de Zubiri, de
Ortega, de Bergamín, de Ors. Con aquellos manuscritos, por fidelidad
amistosa, vino a mi imprenta, pero yo preferí publicarle sus versos
El Rayo que no cesa, colección de sonetos admirables. En Madrid
trabajaba con José María de Cossío en una Enciclopedia del toreo
que iba a publicar Espasa-Calpe. Su oficina estaba cerca de mi casa,
y al terminar su trabajo venía a verme, entrando por la ventana
abierta; tenía facilidad para subirse a los árboles, cosa que hacía
cuando paseábamos por alguna alameda.
Giménez
Caballero le publicó en La Gaceta Literaria sus primeros versos, y
Bergamín, en Cruz y Raya, su auto sacramental Quién te ha visto y
quién te ve. También colaboró en varios números de la Revista de
Occidente. No es cierto, pues, que fuera un poeta desconocido antes
de la guerra, sino, por el contrario, a pesar de su juventud, ya
había pasado por diferenctes modos de sentir y pensar. Los poetas
que Miguel Hernández más quería y admiraba eran Pablo Neruda y
Vicente Aleixandre.
Dije
antes que vivía rodeado de exaltación. Era llama de amor viva. Su
fuego, su esperanza, su heroísmo, crecieron con la guerra. Fue
valiente y apasionado hasta perder la memoria. Su muerte es la mayor
cobardía de esta guerra. Ojalá pudiéramos ser los poetas tan
terribles.
***
El
poeta no se da nunca exacta cuenta de cuando deja de ser joven para
convertirse en un superviviente. Encerrado o formando parte de un
anillo literario, cuando éste se deshace, de repente se encuentra
flotando a la deriva o arribando a la playa de una isla desierta, y
en cualquiera de las dos angustiosas soledades percibe que no es la
edad la que concede ilusiones y bríos a su pluma, sino las
circunstancias internas y externas de su vida. Por eso la juventud a
la que me refiero es aquélla que depende de un estado del ánimo.
***
La
muerte de Federico García Lorca nos ha hecho pensar mucho, no nos
deja tranquilos. De Vicente Aleixandre, el otro amigo íntimo, recojo
estas palabras:
Yo
le he visto en las noches más altas, de pronto, asomado a unas
barandas misteriosas, cuando la Luna correspondía con él y le
plateaba su rostro; y he sentido que sus brazos se apoyan en el aire,
pero sus raíces se hundían en el tiempo, en los siglos, en la raíz
remotísima de la tierra hispánica, hasta no sé dónde, en busca de
esta sabiduría profunda que llameaba en sus ojos, que quemaba en sus
labios, que encandecía su ceño inspirado. No, no era un niño
entonces. ¡Qué viejo, qué viejo, qué <<antiguo>>; qué
fabuloso y mítico! Que no parezca irreverencia: sólo algún viejo
cantaor de flamenco, sólo alguna vieja bailaora, hechos ya estatuas
de piedra, podrían serle comparados. Sólo una remota montaña
andaluza sin edad entrevista en un fondo nocturno, podría entonces
hermanársele...
En
Federico, que pasaba mágicamente por la vida, al parecer sin
apoyarse; que iba y venía ante la vista de sus amigos con algo de
genio alado que dispensa gracias, hace feliz un momento con su
presencia y escapa en seguida como la luz, que él se llevaba
efectivamente; en Federico se veía sobre todo al poderoso
encantador, disipador de tristezas, hechicero de la alegría,
conjurador del gozo de la vida, dueño de las sombras, a las que él
desterraba con su presencia. Pero yo gusto a veces de evocar a solas
otro Federico, una imagen suya que no todos han visto: al noble
Federico de la tristeza, al hombre de soledad y pasión que en el
vértigo de su vida de triunfo difícilmente podría adivinarse. He
hablado antes de esa nocturna testa suya, macerada por la Luna, ya
casi amarilla de piedra, petrificada como un dolor antiguo. <<¿Qué
te duele, hijo?>>, parecía preguntarle la Luna. <<Me
duele la tierra, la tierra y los hombres, la carne y el alma humana,
la mía y la de los demás que son uno conmigo>>...
El
poeta es el ser que acaso carece de límites corporales. Su silencio
repentino y largo tenía algo de silencio de río, y en la alta hora,
oscuro como un río ancho, se le sentía fluir, fluir, pasándole por
su cuerpo y sus almas sangres, remembranzas, dolor, latidos de otros
corazones y otros seres que eran él mismo en aquel instante, como el
río es todas las aguas que le dan cuerpo pero no límite. La hora
muda de Federico era la hora del poeta, hora de soledad, pero de
soledad generosa, porque es cuando el poeta siente que es la
expresión de todos los hombres.
Manuel
Altolaguirre. "El caballo griego". 2010, Diario Público.