Frente al silencio.

Frente al silencio.

jueves, 21 de febrero de 2019

Manuel Altolaguirre




Fragmentos:



Mi afición por la imprenta data desde muy niño. Apenas si tenía yo cinco años, cuando escribí mis primeros versos. Felicitaba con ellos a mi madre por el día de su santo. Recordar aquella infantil aleluya, todavía me produce rubor por lo torpe y sin gracia que era. Sin embargo, Catalina, la cocinera de mi casa, encontró que mis versos eran preciosos y cortando la hoja del cuaderno de mis primeras letras, se lo llevó a su hijo que era impresor. Antonio Chávez me dio a la mañana siguiente una sorpresa. Encontré a los pies de mi cama, enrollada como si fuera un diploma, una cartulina estampada en diversos colores. En el centro de una orla donde figuraban nenúfares, mariposas y estrellas, estaban impresos mis versos con letras de oro.

***


Otro surrealista que renunció a la tendencia política revolucionaria fue el pintor Salvador Dalí. Recientemente unos amigos suyos catalanes refugiados políticos en México solicitaron de Dalí una colaboración para una revista que tenían en proyecto. La contestación de Dalí llegó en una tarjeta postal. Escribió: <<No quiero nada con los vencidos. Salvador Dalí>>.
      El autor de esa frase fue íntimo amigo de Federico en la Residencia de Estudiantes, donde le conocí esforzándose en adquirir una técnica de dibujo a la que debe hoy en día su fama. Era un muchacho de extraordinaria timidez. Capaz, por lo mismo, de los mayores atrevimientos. Recibió inspiración para su primera época de Federico García Lorca y de Luis Buñuel. Dalí puso su técnica al servicio de estos dos soñadores y más tarde colaboró con Buñuel en dos películas: en El perro andaluz y en La edad de oro.

***


NOTICIA SOBRE
MIGUEL HERNÁNDEZ
(1939)


Su vida completa, desde su niñez campesina de Orihuela hasta su fallecimiento, desprende como el mar o como el río nubes para las lluvias del hombre, sudario para ocultar su muerte. Ningún poeta como él tan rodeado de exaltación, fomentada desde su prodigiosa niñez, allá en su pueblo, por el entusiasmo de su vijo amigo, un canónigo, el que le diera sus primeras lecturas (Calderón, Cervantes, Lope), el que recibiera sus primeros versos.
      En Orihuela se le murió otro amigo, Ramón Sijé; con él publicó una revista católica El Gallo Crisis, impopular y culta; amigo que le dejó al morir su obra, larga, ambiciosa, repetidora de Zubiri, de Ortega, de Bergamín, de Ors. Con aquellos manuscritos, por fidelidad amistosa, vino a mi imprenta, pero yo preferí publicarle sus versos El Rayo que no cesa, colección de sonetos admirables. En Madrid trabajaba con José María de Cossío en una Enciclopedia del toreo que iba a publicar Espasa-Calpe. Su oficina estaba cerca de mi casa, y al terminar su trabajo venía a verme, entrando por la ventana abierta; tenía facilidad para subirse a los árboles, cosa que hacía cuando paseábamos por alguna alameda.
      Giménez Caballero le publicó en La Gaceta Literaria sus primeros versos, y Bergamín, en Cruz y Raya, su auto sacramental Quién te ha visto y quién te ve. También colaboró en varios números de la Revista de Occidente. No es cierto, pues, que fuera un poeta desconocido antes de la guerra, sino, por el contrario, a pesar de su juventud, ya había pasado por diferenctes modos de sentir y pensar. Los poetas que Miguel Hernández más quería y admiraba eran Pablo Neruda y Vicente Aleixandre.
      Dije antes que vivía rodeado de exaltación. Era llama de amor viva. Su fuego, su esperanza, su heroísmo, crecieron con la guerra. Fue valiente y apasionado hasta perder la memoria. Su muerte es la mayor cobardía de esta guerra. Ojalá pudiéramos ser los poetas tan terribles.

***


El poeta no se da nunca exacta cuenta de cuando deja de ser joven para convertirse en un superviviente. Encerrado o formando parte de un anillo literario, cuando éste se deshace, de repente se encuentra flotando a la deriva o arribando a la playa de una isla desierta, y en cualquiera de las dos angustiosas soledades percibe que no es la edad la que concede ilusiones y bríos a su pluma, sino las circunstancias internas y externas de su vida. Por eso la juventud a la que me refiero es aquélla que depende de un estado del ánimo.

***






      La muerte de Federico García Lorca nos ha hecho pensar mucho, no nos deja tranquilos. De Vicente Aleixandre, el otro amigo íntimo, recojo estas palabras:

      Yo le he visto en las noches más altas, de pronto, asomado a unas barandas misteriosas, cuando la Luna correspondía con él y le plateaba su rostro; y he sentido que sus brazos se apoyan en el aire, pero sus raíces se hundían en el tiempo, en los siglos, en la raíz remotísima de la tierra hispánica, hasta no sé dónde, en busca de esta sabiduría profunda que llameaba en sus ojos, que quemaba en sus labios, que encandecía su ceño inspirado. No, no era un niño entonces. ¡Qué viejo, qué viejo, qué <<antiguo>>; qué fabuloso y mítico! Que no parezca irreverencia: sólo algún viejo cantaor de flamenco, sólo alguna vieja bailaora, hechos ya estatuas de piedra, podrían serle comparados. Sólo una remota montaña andaluza sin edad entrevista en un fondo nocturno, podría entonces hermanársele...
      En Federico, que pasaba mágicamente por la vida, al parecer sin apoyarse; que iba y venía ante la vista de sus amigos con algo de genio alado que dispensa gracias, hace feliz un momento con su presencia y escapa en seguida como la luz, que él se llevaba efectivamente; en Federico se veía sobre todo al poderoso encantador, disipador de tristezas, hechicero de la alegría, conjurador del gozo de la vida, dueño de las sombras, a las que él desterraba con su presencia. Pero yo gusto a veces de evocar a solas otro Federico, una imagen suya que no todos han visto: al noble Federico de la tristeza, al hombre de soledad y pasión que en el vértigo de su vida de triunfo difícilmente podría adivinarse. He hablado antes de esa nocturna testa suya, macerada por la Luna, ya casi amarilla de piedra, petrificada como un dolor antiguo. <<¿Qué te duele, hijo?>>, parecía preguntarle la Luna. <<Me duele la tierra, la tierra y los hombres, la carne y el alma humana, la mía y la de los demás que son uno conmigo>>...
      El poeta es el ser que acaso carece de límites corporales. Su silencio repentino y largo tenía algo de silencio de río, y en la alta hora, oscuro como un río ancho, se le sentía fluir, fluir, pasándole por su cuerpo y sus almas sangres, remembranzas, dolor, latidos de otros corazones y otros seres que eran él mismo en aquel instante, como el río es todas las aguas que le dan cuerpo pero no límite. La hora muda de Federico era la hora del poeta, hora de soledad, pero de soledad generosa, porque es cuando el poeta siente que es la expresión de todos los hombres.





Manuel Altolaguirre. "El caballo griego". 2010, Diario Público.




viernes, 15 de febrero de 2019

Arthur Rimbaud





De Iluminaciones.


VIDAS


III


                    En un granero donde me encerraron a los doce años
                    conocí el mundo, ilustré la comedia humana. En una
                    bodega aprendí historia. En alguna fiesta nocturna de
                    una ciudad del Norte encontré a todas las mujeres
                    de los pintores antiguos. En un viejo pasadizo de Pa-
                    rís me enseñaron las ciencias clásicas. En un morada
                    magnífica, cerrada por el entero Oriente, concluí mi
                    inmensa obra, pasé mi ilustre retiro. He braceado
                    mi sangre. He sido dispensado de mi deber. Ni siquie-
                    ra debo pensar ya en ello. Soy realmente de ultratum-
                    ba, así que basta de encargos.







De Una temporada en el infierno.


                   Antaño, si no recuerdo mal, mi vida era un festín en
                   el que todos los corazones se abrían, en el que vinos
                   de todas clases fluían sin cesar.
                       Una noche, senté a la Belleza en mis rodillas. Y la
                   encontré amarga. Y la injurié.
                       Me armé contra la justicia.
                       Y huí. ¡Oh brujas, oh miseria, oh saña: solo a vo-
                   sotras os fue confiado mi tesoro!
                       Conseguí disipar en mi espíritu todo resto de hu-
                   mana esperanza. Sobre todo alegría, para estrangu-
                   larla, realicé el salto sigiloso de la fiera.
                        Llamé a los verdugos para así morir mordiendo la
                   culata de los fusiles. Llamé a las plagas para así po-
                   der ahogarme en la arena, la sangre. La desdicha fue
                   mi dios. Me revolqué en el fango. El aire del crimen
                   me secó. Se la jugué a la locura.
                        Y la primavera me dio la risa horrenda del idiota.
                         Pero, recientemente, cuando ya estaba a punto de
                   estirar al pata, decidí buscar la llave que me abriera
                   las puertas del antiguo festín, en el que, quizás, reco-
                   braría el apetito.
                          La caridad es esa llave. ¡Esta inspirada afirma-
                   ción demuestra que he estado soñando!
                         <<Siempre serás una hiena, etc...>>, exclama el de-
                   monio que me coronó con tan amables adormideras.
                   <<Bien, gánate a pulso la muerte con todos tus apeti-
                   tos, y tu egoísmo y todos los pecados capitales.>>
                         ¡Bueno! Ya he tenido bastante: Pero, querido Sa-
                   tanás, se lo ruego, ¡no se irrite tanto! A la espera de
                   esas pequeñas bajezas que no acaban de llegar, arran-
                   co, para usted que ama en el escritor la ausencia de
                   facultades descriptivas o instructivas, unas cuantas
                   hojas repelentes de mi libreta de condenado.





Arthur Rimbaud. “Hay que ser absolutamente moderno”. 1998, Mondadori.





sábado, 9 de febrero de 2019

Roberto Bolaño



Fragmentos:


      El pretexto que usó Lola fue el ir a visitar a su poeta favorito, que vivía en el manicomio de Mondragón, cerca de de San Sebastián. Amalfitano escuchó sus argumentos durante toda una noche mientras Lola preparaba su mochila y le aseguraba que no tardaría en volver a casa junto a él y junto a su niña. Lola, sobre todo en los últimos tiempos, solía afirmar que conocía al poeta y que esto había sucedido durante una fiesta a la que asistió en Barcelona, antes de que Amalfitano entrara en su vida. En esta fiesta, que Lola definía como salvaje, una fiesta atrasada que emergía de pronto en medio del calor del verano y de una caravana de coches con las luces rojas encendidas, se había acostados con él y habían hecho el amor toda la noche, aunque Amalfitano sabía que no era verdad, no solo porque el poeta era homosexual, sino porque la primera noticia que tuvo Lola de su existencia se la debía a él, que le había regalado uno de sus libros. Después Lola se encargó de comprar el resto de la obra del poeta y de escoger a sus amigos entre las personas que creían que el poeta era un iluminado, un extraterrestre, un enviado de Dios, amigos que a su vez acababan de salir del manicomio de Sant Boi o que se habían vuelto locos después de repetidas curas de desintoxicación. En realidad, Amalfitano sabía que tarde o temprano su mujer emprendería el camino a San Sebastián, así que prefirió no discutir, ofrecerle parte de sus ahorros, rogarle que volviera al cabo de unos meses y asegurarle que cuidaría bien a la niña.

***



      Aquella noche, mientras su hija dormía y después de escuchar el último programa de noticias en la radio más popular de Santa Teresa, << La voz de la frontera>>, Amalfitano salió al jardín y después de fumarse un cigarrillo mirando la calle desierta se dirigió hacia la parte trasera, con pasos remolones, como si temiera meter el pie en un hoyo o como si le diera miedo la oscuridad que allí imperaba. El libro de Dieste seguía tendido junto a la ropa que Rosa había lavado aquel día, una ropa que parecía hecha de cemento o de algún material muy pesado pues no se movía en absoluto mientras la brisa, que llegaba a rachas, mecía el libro de un lado a otro, como si lo acunara a disgusto, o como si pretendiera desprenderlo de las pinzas que lo sujetaban al cordel. Amalfitano sentía la brisa en su cara. Estaba sudando y las ráfagas irregulares de aire le secaban las gotitas de transpiración y ocluían su alma

***



      Para Ivánov un escritor de verdad, un artista y un creador de verdad era básicamente una persona responsable y con cierto grado de madurez. Un escritor de verdad tenía que saber escuchar y saber actuar en el momento justo. Tenía que ser razonablemente oportunista y razonablemente culto. La cultura excesiva despierta recelos y rencores. El oportunismo excesivo despierta sospechas. Un escritor de verdad tenía que ser alguien razonablemente tranquilo, un hombre con sentido común. Ni hablar demasiado alto ni provocar polémicas. Tenía que ser razonablemente simpático y tenía que saber no granjearse enemigos gratuitos. Sobre todo, no alzar la voz, a menos que todos los demás la alzaran. Un escritor de verdad tenía que saber que detrás de él está la Asociación de Escritores, el Sindicato de Artistas, la Confederación de Trabajadores de la Literatura, la Casa del Poeta. ¿Qué es lo primero que hace uno cuando entra en una iglesia?, se preguntaba Efraim Ivánov. Se quita el sombrero. Admitamos que no se santigüe. De acuerdo, que no se santigüe. Somos modernos. ¡Pero lo menos que puede hacer es descubrirse la cabeza! Los escritores adolescentes, por el contrario, entraban a una iglesia y no se quitaban el sombrero: se reían, bostezaban, hacían mariconadas, se tiraban flatulencias. Algunos incluso aplaudían.

***


      Durante muchos años la casa de Archimboldi, sus únicas posesiones, fueron su maleta, que contenía ropa y quinientas hojas en blanco y los dos o tres libros que estuviera leyendo en ese momento, y la máquina de escribir que le regalara Bubis. La maleta la cargaba con la mano derecha. La máquina la cargaba con la mano izquierda. Cuando la ropa se hacía un poco vieja, la tiraba. Cuando terminaba de leer un libro, lo regalaba o lo abandonaba en una mesa cualquiera. Durante mucho tiempo se negó a comprar un ordenador. A veces se acercaba a las tiendas que vendían ordenadores y les preguntaba a los vendedores cómo funcionaban. Pero siempre, en el último minuto, se echaba atrás, como un campesino receloso con sus ahorros. Hasta que aparecieron los ordenadores portátiles. Entonces sí que compró uno y al cabo de poco tiempo lo manejaba con destreza. Cuando a los ordenadores portátiles se les incorporó un módem, Archimboldi cambió su ordenador viejo por uno nuevo y a veces se pasaba horas conectado a Internet, buscando noticias raras, nombres que ya nadie recordaba, sucesos olvidados. ¿Qué hizo con la máquina de escribir que le regaló Bubis?
¡Se acercó a un desfiladero y la arrojó entre las rocas!

***




Roberto Bolaño. “2666”. 2004, Anagrama.



martes, 5 de febrero de 2019

Ignacio Aldecoa



LA DESPEDIDA



      A través de los cristales de la puerta del departamento y de la ventana del pasillo, el cinemático paisaje era una superficie en la que no penetraba la mirada; la velocidad hacía simple perspectiva de la hondura. Los amarillos de las tierras paniegas, los grises del gredal y el almagre de los campos lineados por el verdor acuoso de las viñas se sucedían monótonos como un traqueteo.
      En la siestona tarde de verano, los viajeros apenas intercambiaban desganadamente suspensivos retazos de frases. Daba el sol en la ventanilla del departamento y estaba bajada la cortina de hule.
      El son de la marcha desmenuzaba y aglutinaba el tiempo; era un reloj y una salmodia. Los viajeros se contemplaban mutuamente sin curiosidad y el cansino aburrimiento del viaje les ausentaba de su casual relación. Sus movimientos eran casi impúdicamente familiares, pero en ellos había hermetismo y lejanía.
      Cuando fue disminuyendo la velocidad del tren, la joven sentada junto a la ventanilla, en el sentido de la marcha, se levantó y alisó su falda y ajustó su faja con un rápido movimiento de las manos, balanceándose, y después se atusó el pelo de recién despertada, alborotado, mate y espartoso.
      ―¿Qué estación es ésta, tía? preguntó.
      Uno de los tres hombres del departamento le respondió antes que la mujer sentada frente a ella tuviera tiempo de contestar.
      ―¿Hay cantina?
      ―No, señorita. En la próxima.
      La joven hizo un mohín, que podía ser de disgusto o simplemente un reflejo de coquetería, porque inmediatamente sonrió al hombre que le había informado. La mujer mayor desaprobó la sonrisa llevándose la mano derecha a su roja, casi cárdena pechuga, y su papada se redondeó al mismo tiempo que sus labios se afinaban y entornaba los párpados de largas y pegoteadas pestañas.
      ―¿Tiene usted sed? ¿Quiere beber un traguillo de vino? preguntó el hombre.
      ―Te sofocará dijo la mujer mayor y no te quitará la sed.
      ―¡Quiá!, señora. El vino, a pocos, es bueno.
      El hombre descolgó su bota del portamaletas y se la ofreció a la joven.
      ―Tenga cuidado de no mancharse advirtió.
      La mujer mayor revolvió en su bolso y sacó un pañuelo grande como una servilleta.
      ―Ponte esto ordenó. Puedes echar a perder el vestido. Los tres hombres del departamento contemplaron a la muchacha bebiendo. Los tres sonreían pícara y bobamente; los tres tenían sus manos grandes de campesinos posadas, mineral e insolidariamente, sobre las rodillas. Su expectación era teatral, como si de pronto fuera a ocurrir algo previsto como muy gracioso. Pero nada sucedió y la joven se enjugó una gota que le corría por la barbilla a punto de precipitarse ladera abajo de su garganta hacia las lindes del verano, marcadas en su pecho por una pálida cenefa ribeteando el escote y contrastando con el tono tabaco de la piel soleada.
      Se disponían los hombres a beber con respeto y ceremonia, cuando el traqueteo del tren se hizo más violento y los calderones de las melodías de la marcha más amplios. El dueño de la bota la sostuvo cuidadosamente, como si en ella hubiera vida animal, y la apretó con delicadeza, cariciosamente.
      ―Ya estamos dijo.
      ―¿Cuánto para aquí? preguntó la mujer mayor.
      ―Bajarán mercancía y no se sabe. La parada es de tres minutos.
      ―¡Qué calor! se quejó la mujer mayor, dándose aire con una revista cinematográfica ¡Qué calor y qué asientos! Del tren a la cama...
      ―Antes era peor explicó el hombre sentado junto a la puerta. Antes, los asientos eran de madera y se revenía el pintado. Antes echaba uno hasta la capital cuatro horas largas, si no traía retraso. Antes, igual no encontraba usted asiento y tenía que ir en el pasillo con los cestos. Ya han cambiado las cosas, gracias a Dios. Y en la guerra... En la guerra tenía que haber visto usted este tren. A cada legua le daban el parón y todo el mundo abajo. En la guerra...
      Se quedó un instante suspenso. Sonaron los frenos del tren y fue como un encontronazo.
      ―¡Vaya calor! dijo la mujer mayor.
      ―Ahora se puede beber afirmó el hombre de la bota.
      ―Traiga usted dijo, suave y rogativamente, el que había hablado de la guerra. Hay que quitarse el hollín. ¿No quiere usted, señora? ofreció a la mujer mayor.
      ―No, gracias. No estoy acostumbrada.
      ―A esto se acostumbra uno pronto.
      La mujer mayor frunció el entrecejo y se dirigió en un susurro a la joven; el susurro coloquial tenía un punto de menosprecio para los hombres del departamento al establecer aquella marginal intimidad. Los hombres se habían pasado la bota, habían bebido juntos y se habían vinculado momentáneamente. Hablaban de cómo venía el campo y en sus palabras se traslucía la esperanza. La mujer mayor volvió a darse aire con la revista cinematográfica.
      ―Ya te lo dije que deberíamos haber traído un poco de fruta dijo a la joven Mira que insistió la Encarna; pero tú, con tus manías...
      ―En la próxima hay cantina, tía.
      ―Ya lo he oído.
      La pintura de los labios de la mujer mayor se había apagado y extendido fuera del perfil de la boca. Sus brazos no cubrían la ancha mancha de sudor axilar, aureolada del destinte de la blusa.
      La joven levantó la cortina de hule. El edificio de la estación era viejo y tenía un abandono triste y cuartelero. En su sucia fachada nacía, como un borbotón de colores, una ventana florida de macetas y de botes con plantas. De los aleros del pardo tejado colgaba un encaje de madera ceniciento, roto y flecoso. A un lado estaban los retretes, y al otro un tingladillo, que servía para almacenar las mercancías. El jefe de estación se paseaba por el andén; dominaba y tutelaba como un gallo, y su quepis rojo era una cresta irritada entre las gorras, las boinas y los pañuelos negros.
      El pueblo estaba retirado de la estación a cuatrocientos o quinientos metros. El pueblo era un sarro que manchaba la tierra y se extendía destartalado hasta el leve henchimiento de una colina. La torre de la iglesia una ruina erguida, una desesperada permanencia amenazaba al cielo con su muñón. El camino calcinado, vacío y como inútil hasta el confín de azogue, atropaba las soledades de los campos.
      Los ocupantes del departamento volvieron las cabezas. Forcejeaba, jadeante, un hombre en la puerta. El jadeo se intensificó. Dos de los hombres del departamento le ayudaron a pasar la cesta y la maleta de cartón atada con una cuerda. El hombre se apoyó en el marco y contempló a los viajeros. Tenía una mirada lenta, reflexiva, rastreadora. Sus ojos, húmedos y negros como limacos, llegaron hasta su cesta y su maleta, colocadas en la redecilla del portamaletas, y descendieron a los rostros y a la espera, antes de que hablara. Luego se quitó la gorrilla y sacudió con la mano desocupada su blusa.
      ―Salud les dé Dios dijo, e hizo una pausa. Ya no está uno con la edad para andar en viajes.
      Pidió permiso para acercarse a la ventanilla y todos encogieron las piernas. La mujer mayor suspiró protestativamente y al acomodarse se estiró buchona.
      ―Perdone la señora.
      Bajo la ventanilla, en el andén, estaba una anciana acurrucada, en desazonada atención. Su rostro era apenas un confuso burilado de arrugas que borroneaba las facciones, unos ojos punzantes y unas aleteadoras manos descarnadas.
      ―¡María! gritó el hombre. Ya está todo en su lugar.
      ―Siéntate, Juan, siéntate la mujer voló una mano hasta la frente para arreglarse el pañuelo, para palpar el sudor del sofoco, para domesticar un pensamiento. Siéntate, hombre.
      ―No va a salir todavía.
      ―No te conviene estar de pie.
      ―Aún puedo. Tú eres la que debías... Cuando se vaya...
      ―En cuanto llegue iré a ver a don Cándido. Si mañana me dan plaza, mejor.
      ―Que haga lo posible. Dile todo, no dejes de decírselo.
      ―Bueno, mujer.
      ―Siéntate, Juan.
      ―Falta que descarguen. Cuando veas al hijo de Manuel le dices que le diga a su padre que estoy en la ciudad. No le cuentes por qué.
      ―Ya se enterará.
      ―Cuídate mucho, María. Come.
      ―No te preocupes. Ahora, siéntate. Escríbeme con lo que te digan. Ya me leerán la carta...
      Lo haré, lo haré. Ya verás cómo todo saldrá bien...
      ―El hombre y la mujer se miraron en silencio. La mujer se cubrió el rostro con las manos.. Pitó la locomotora. Sonó la campana de la estación. El ruido de los frenos al aflojarse pareció extender el tren, desperezarlo antes de emprender la marcha.
      ―¡No llores, María! gritó el hombre. Todo saldrá bien.
      ―Siéntate, Juan, dijo la mujer confundida por sus lágrimas.Siéntate, Juan y en los quiebros de su voz había ternura, amor, miedo y soledad.
      El tren se puso en marcha. Las manos de la mujer revolotearon en la despedida. Las arrugas y el llanto habían terminado de borrar las facciones.
      ―Adiós, María.
      Las manos de la mujer respondían al adiós y todo lo demás era reconcentrado silencio. El hombre se volvió. El tren rebasó e1 tinglado del almacén y entró en los campos.
      ―Siéntese aquí, abuelo dijo el hombre de la bota, levantándose.
      La mujer mayor estiró las piernas. La joven bajó la cortina de hule. El hombre que había hablado de la guerra sacó una petaca oscura, grande, hinchada y suave como una ubre.
      ―Tome usted, abuelo. La mujer mayor se abanicó de nuevo con la revista cinematográfica y preguntó con inseguridad.
      ―¿Las cosechas son buenas este año?
      El hombre que no había hablado a las mujeres, que solamente había participado de la invitación al vino y de las hablas del campo, miró fijamente al anciano, y su mirada era solidaria y amiga. La joven decidió los prólogos de la intimidad compartida.
      ―¿Va usted a que le operen?
      Entonces el anciano bebió de la bota, aceptó el tabaco y comenzó a contar. Sus palabras acompañaban a los campos.
      ―La enfermedad..., la labor..., la tierra..., la falta de dinero...; la enfermedad:.., la labor , la tierra...; la enfermedad..., la labor...; la enfermedad... 
      La primera vez, la primera vez que María y yo nos separamos...
      Sus años se sucedían monótonos como un traqueteo.




Ignacio Aldecoa. "Cuentos". 1995, Cátedra.



viernes, 1 de febrero de 2019

William Carlos Williams




UNA NEGRA



lleva un ramo de caléndulas
                  envuelto
                                   en un periódico viejo:
las lleva en alto, medio
                   descubiertas,
                                    la mole
de sus muslos
                  la hace ir
                                    bamboleándose
mientras pasa
                 frente al aparador de una tienda
                                   que se cruza en su camino.
Qué es
                 sino una embajadora
                                  de otro mundo
un mundo de bellas caléndulas
                 de dos tonos
                                  que ella ofrece
sin pensar nada más
                 solo
                                   yendo por ahí
con las flores en alto
                  como una antorcha
                                    muy temprano en la mañana.









CODA (fragmento)


Inseparable del fuego
                 es la luz
                                  que de hecho lo precede.
Luego viene
                  eso que tanto hemos temido,
                                    pero que no puede
triunfar sobre lo que ya no está.
                 En el enorme intervalo
                                   entre el relámpago
y el rayo que cae
                  ha llegado la primavera
                                    o se ha producido una intensa nevada.
Llámalo vejez, si quieres.
                  Ese trecho bastó
                                    para ver
al potro dar una coz.
                 No hay que apurar
                                   risa y diversión
la eternidad no alcanza
                  para que el calor agote la luz.
                                    Eso es seguro.






William Carlos Williams. "Viaje al amor". 2009, Lumen.