Frente al silencio.

Frente al silencio.

miércoles, 28 de noviembre de 2018

Virgilio





La edad de oro


Antes que Jove, nadie cultivaba los campos,
ni se ponían cotos ni linderos en ellos;
la tierra era común: lo daba todo con largueza
y producía frutos por sí misma, abundante.
Fue él quien intridujo el veneno en las sierpes,
quien prescribió a los lobos el pillaje
y al mar el movimiento, quien despojó
a las hojas de su miel y retiró el fuego,
y secó los ríos de vino por doquier fluían.
Lo hizo a fin de que el ingenio de los hombres
forjase poco a poco las variadas artes,
y buscase en los surcos el trigo, y descubriese
el fuego oculto entre las venas del pedernal.
Fue entonces cuando, por primera vez,
sintieron los ríos el peso de los huecos
alisos; cuando el marinero dio nombre a las estrellas:
Pléyades, Híades y la Osa brillante de Licaón;
fue entonces cuando se empezó a cazar fieras
con trampas, engañándolas con lazos y con cebos,
y a rodear con perros los dilatados bosques.







Los misterios de la naturaleza


Recíbanme las Musas, criaturas dulcísimas,
cuyos sagrados ritos celebro
y en cuyo amor me consumo.
Muéstrenme los caminos del cielo, las estrellas,
los diversos eclipses del sol y de la luna;
por qué tiembla la tierra; con qué fuerza los mares
profundos, sin barreras, se hinchan y calman;
por qué el sol del invierno se apresura a bañarse
en el Océano; qué detiene a las noches de estío.
Mas si no puedo conocer estos secretos de la Naturaleza,
y el torno al corazón se me hiela la sangre,
agrádenme los campos y las aguas que riegan
los valles; que, sin gloria, ame ríos y selvas.
¡Oh campos, y Esperqueo, y Taigeto festivo,
en cuya falda danzan las doncellas laconias!
¿Dónde estáis? ¡Oh fresquísimas hondonadas del Hemo!
¡Quién pudiera llegarse hasta allí y cobijarse
bajo la sombra protectora de vuestras ramas!





ANTOLOGÍA DE LA POESÍA LATINA. 2004, Alianza Editorial.



sábado, 24 de noviembre de 2018

Charles Bukowski




LA MUERTE DEL PADRE (II)



      Mi madre había muerto el año anterior. Una semana después de la muerte de mi padre, estaba yo en su casa, solo. Estaba en Arcadia, y hacía años que lo más cerca que había llegado a estar del lugar, era cuando pasaba por la autopista camino de Santa Anita.
      Los vecinos no me conocían. El funeral había terminado y me acerqué al fregadero, me serví un vaso de agua, lo bebí y luego salí al porche. Como no se me ocurría otra cosa que hacer, cogí la manguera, abrí el agua y empecé a regar las plantas. Mientras estaba allí regando, empezaron a correrse cortinas. Luego empezaron a salir de las casas. Una mujer cruzó la calle y se acercó.
      —¿Eres Henry? —me preguntó.
      Le dije que era Henry.
      —Conocíamos a tu padre desde hace años.
      Luego vino su marido.
      —Conocimos también a tu madre -—dijo.
      Me incliné y cerré la manguera.
      —¿Quieren pasar? —pregunté.
      Se presentaron como Tom y Nellie Miller. Entramos en la casa.
     —Eres igual que tu padre.
     —Sí, eso dicen.
     Nos sentamos, nos miramos.
     —Oh —dijo la mujer—, él tenía tantos cuadros. Le debían gustar mucho los cuadros.
     —Sí, le gustaban, ¿verdad?
     —Me encanta ese del molino de viento al atardecer.
     —Puede quedárselo.
     —¿De veras?
     Sonó el timbre. Eran los Gibson. Los Gibson me dijeron que también ellos habían sido vecinos de mi padre muchos años.
      —Eres igual que tu padre —dijo la señora Gibson.
      —Henry nos ha regalado el cuadro del molino de viento.
      —¡Qué amable! A mí me encanta el del caballo azul.
      —Puede usted llevárselo, señora Gibson.
      —¡Oh! ¿Lo dices en serio?
      —Sí, no se preocupe.
      Sonó otra vez el timbre y entró otra pareja. Dejé la puerta entreabierta. Pronto asomó la cabeza de un hombre.
      —Soy Doug Hudson. Mi mujer está en la peluquería.
      —Pase, señor Hudson.
      Llegaron otros, parejas sobre todo. Empezaron a recorrer la casa.
      —¿Vas a venderla?
      —Creo que sí.
      —Es un barrio estupendo.
      —Ya lo veo.
      —¡Ay, este marco me encanta, pero el cuadro no me gusta!
      —Llévese el marco.
      —¿Pero qué voy a hacer con el cuadro?
      —Tírelo a la basura. —Miré a mi alrededor—. Si alguien ve un cuadro que le guste, que se lo lleve, no hay problema.
      Lo hicieron. Pronto quedaron vacías las paredes.
      —¿Necesitas estas sillas?
      —No, para nada.
      Entraban transeúntes de la calle, ni siquiera se molestaban en presentarse.
      —¿Y el sofá? —preguntó alguien en voz muy alta—. ¿Lo quieres?
      —No quiero el sofá —dije.
      Se llevaron el sofá, luego la mesa de la cocina y las sillas.
      —Tienes por aquí una tostadora, ¿verdad, Henry?
      Se llevaron la tostadora.
      —No necesitas estos platos, ¿verdad?
      —No.
      —¿Y la cubertería?
      —No.
      —¿Y la cafetera y la batidora?
      —Lléveselas.
      Una señora abrió el armario del porche trasero.
      —¿Y todas estas frutas en conserva? No te las podrás comer todas.
      —Está bien, llévenselas, que cada uno coja algo. Pero procuren dividirlo equitativamente.
      —¡Oh, yo quiero las fresas!
      —¡Yo quiero los higos!
      —¡Y yo la mermelada!
      La gente seguía yendo y viniendo, trayendo caras nuevas.
      —¡Vaya, hay una botella de whisky en el armario! ¿Bebes, Henry?
      —¡El whisky no lo toca nadie!
      La casa estaba llenándose de gente. Sonó la cisterna del water. A alguien se le cayó un vaso del fregadero y se le rompió.
      —Será mejor que te quedes con la aspiradora, Henry, te servirá para tu apartamento.
      —Está bien, me la quedaré.
      —El tenía herramientas de jardinería en el garaje. ¿Qué me dices de ellas?
      —Me las quedaré.
      —Te doy por ellas quince dólares.
      —De acuerdo.
      Me dio quince dólares y le di la llave del garaje. Pronto empezó a oírse rodar la segadora por la calle, camino de su casa.
      —No deberías haberle dado todo eso por quince dólares, Henry. Valía muchísimo más.
      No contesté.
      —¿Y el coche? Tiene cuatro años.
      —Me lo quedaré.
      —Te doy cincuenta dólares por él.
      —Me lo quedaré.
      Alguien enrollaba la alfombra del recibidor. Después de eso, la gente empezó a perder interés. Pronto quedaron sólo tres o cuatro personas. Luego se fueron todos. Me dejaron la manguera del jardín, la cama, la nevera, la cocina y un rollo de papel higiénico.
      Salí y cerré la puerta del garaje. Pasaban dos chavales pequeños con monopatines. Pararon mientras yo cerraba las puertas del garaje.
      —¿Ves aquel hombre?
      —Sí.
      —Su padre se murió.
      Siguieron patinando. Cogí la manguera, abrí el agua y me puse a regar los rosales.






Charles Bukowski. "Música de cañerías". 1997, Anagrama.