LOUISE
En la casa-tráiler de al lado
una mujer no deja de buscarle las
cosquillas a una niña llamada
Louise
¿No te dije, boba, que dejaras la
puerta cerrada?
¡Jesús, estamos en invierno!
¿Pagas tú la factura de la
calefacción?
¡Límpiate los pies, por Dios!
Louise, ¿qué tengo que hacer contigo?
Oh, ¿qué tengo que hacer contigo,
Louise?
La misma canción noche y día.
Hoy madre e hija salieron a
lavar la ropa
Dile hola a este señor, le dice la
mujer
a Louise. ¡Louise!
Estas es Louise, dice la mujer
y le da una colleja.
El gato le comió la lengua, dice la
mujer.
Pero Louise tiene unas pinzas en la
boca
y ropa mojada en los brazos. Tira
de la cuerda hacia abajo, la sujeta
con el cuello
mientras tiende la camisa
y luego la suelta.
La camisa se hincha, aletea
sobre su cabeza. La esquiva
y salta hacia atrás ―salta
alejándose
de esa figura casi humana.
ANATEMA
Sufría la familia entera.
Mi mujer, yo mismo, los dos niños y la
perra
cuyos cachorros nacieron muertos.
Nuestros asuntos, como siempre, iban
mal.
A mi mujer le había dejado su amante,
un profesor de música manco
que era su único contacto con el mundo
exterior
y la capacidad de pensar.
Mi propia novia dijo que no podía
aguantar más
y volvió con su marido.
Nos habían cortado el agua.
Te cocías en aquella casa durante todo
el verano.
Los ciruelos se habían secado.
Los arriates de flores, pisoteados.
El coche se había quedado sin frenos y
la batería
empezaba a fallar. Los vecinos habían
dejado de hablarnos
y nos daban con la puerta en las
narices.
En las tiendas nos devolvían los
cheques
y dejaron de traernos el correo.
Solo el sheriff pasaba
de vez en cuando ―con
uno u otro
de
nuestros hijos en el asiento de atrás,
rogando
que nos los lleváramos de allí.
Luego
entraron los ratones a casa, a miles.
Seguidos
por una serpiente cornuda. Mi mujer
se
la encontró tomando el sol en el salón
junto
al televisor estropeado. Lo que hizo con ella
es
otro cantar. Le cortó la cabeza
allí
mismo en el suelo.
Y
luego la cortó en dos porque seguía
retorciéndose.
Estaba claro que no podíamos más.
Estábamos
hundidos.
Queríamos
ponernos de rodillas
y
decir perdona nuestros pecados, perdónanos
la
vida. Pero era demasiado tarde.
Demasiado
tarde. Nadie nos escucharía.
Tuvimos
que ver cómo se venía la casa abajo
y
el suelo se abría en dos.
Luego
nos dispersamos en las cuatro direcciones.
MI
MUERTE
Si
tengo suerte, estaré conectado
a
una cama de hospital. Tubos
por
la nariz. Pero no os asustéis, amigos.
Os
digo desde ahora que está bien así.
Poco
se puede pedir al final.
Espero
que alguien llame a los demás
para
decir: <<¡Ven rápido, se está yendo!>>
Y
vendrán. Así tendré tiempo
para
despedirme de las personas que amo.
Si
tengo suerte, se acercarán
para
que pueda verlas por última vez
y
llevarme ese recuerdo.
Puede
que bajen la mirada y quieran echar a correr.
Pero,
al menos, puesto que me quieren,
me
darán la mano y me dirán <<Valor>>
o
<<Todo irá bien>>.
Y
tienen razón. Todo irá bien.
Me
basta con que sepas lo feliz que me has hecho.
Solo
espero que siga la suerte y pueda mostrar
mi
agradecimiento.
Que
pueda abrir y cerrar los ojos para decir:
<<Sí,
te escucho. Te entiendo.>>
Incluso
que pueda llegar a decir algo así:
<<Yo
también te quiero. Sé feliz.>>
Así
lo espero. Pero no quiero pedir demasiado.
Si
no tengo suerte, si no la merezco, bueno,
me
tendré que ir sin decir adiós ni darle la mano a nadie.
Sin
poder decirte lo mucho que te quise y lo mucho que
disfruté
a
tu lado todo estos años. En cualquier caso,
no
me guardes luto mucho tiempo. Quiero que sepas
que
fui feliz contigo.
Y
recuerda que te dije esto hace tiempo, en abril de 1984.
Pero
alégrate por mí si puedo morir en presencia
de
mis amigos y mi familia. Si es así, créeme,
salí
por la puerta grande. Esa vez no fue una derrota.
QUEDE
CONSTANCIA
El
nuncio papal, Jhon Burchard, escribe letra a letra
que
trajeron docenas de yeguas y garañones
al
patio del Vaticano
para
que el papa Alejandro VI y su hija
Lucrecia
Borgia contemplasen desde un balcón
<<con
placer y mucha risa>>
el
apareamiento de los equinos.
Cuando
terminó el espectáculo,
se
refrescaron, luego aguardaron
a
que el hermano de Lucrecia, César,
liquidara
a tiros a diez criminales desarmados
que
habían llevado al mismo patio.
Recuerda
esto la próxima vez que oigas
el
nombre de Borgia o
la palabra Renacimiento.
No
sé qué hace con ello
esta
mañana. De momento, lo dejaré.
Iré
a dar el paseo que pensaba con la esperanza
de
ver a esas dos garzas alzarse sobre el acantilado
como
hicieron a principios de la estación,
cuando
nos sentíamos solos y recién
instalados
aquí, a nuestro
aire.
LO
QUE DIJO EL MÉDICO
Dijo
que la cosa no tenía buen aspecto
dijo
que lo tenía malo malo de verdad
dijo
que había contado treinta y dos en un pulmón
y
que dejó de contar
le
dije me alegro porque no querría saber
si
hay más
dijo
si usted es un hombre religioso arrodíllese
en
el bosque y pida ayuda
cuando
llegue a la cascada
la
neblina le rodeará los brazos y la cara
deténgase
y trate de comprender esos momentos
yo
le dije no lo soy pero trataré de empezar hoy
dijo
lo siento mucho dijo
me
hubiera gustado tener otras noticias que darle
dije
Amén y él añadió algo
que
no entendí y no sabiendo qué más hacer
y
para no hacerle repetirlo
y a
mí digerirlo
me
quedé mirándolo sin más
durante
un rato y él me miraba a mí
me
puse de pie de un salto y le tendía la mano al hombre
que
acababa de decirme lo que nunca nadie me había dicho
puede
que incluso le haya dado las gracias por costumbre.
Raymond
Carver. “Todos nosotros. Poesía completa”. 2019, Anagrama.