Frente al silencio.

Frente al silencio.

sábado, 9 de febrero de 2019

Roberto Bolaño



Fragmentos:


      El pretexto que usó Lola fue el ir a visitar a su poeta favorito, que vivía en el manicomio de Mondragón, cerca de de San Sebastián. Amalfitano escuchó sus argumentos durante toda una noche mientras Lola preparaba su mochila y le aseguraba que no tardaría en volver a casa junto a él y junto a su niña. Lola, sobre todo en los últimos tiempos, solía afirmar que conocía al poeta y que esto había sucedido durante una fiesta a la que asistió en Barcelona, antes de que Amalfitano entrara en su vida. En esta fiesta, que Lola definía como salvaje, una fiesta atrasada que emergía de pronto en medio del calor del verano y de una caravana de coches con las luces rojas encendidas, se había acostados con él y habían hecho el amor toda la noche, aunque Amalfitano sabía que no era verdad, no solo porque el poeta era homosexual, sino porque la primera noticia que tuvo Lola de su existencia se la debía a él, que le había regalado uno de sus libros. Después Lola se encargó de comprar el resto de la obra del poeta y de escoger a sus amigos entre las personas que creían que el poeta era un iluminado, un extraterrestre, un enviado de Dios, amigos que a su vez acababan de salir del manicomio de Sant Boi o que se habían vuelto locos después de repetidas curas de desintoxicación. En realidad, Amalfitano sabía que tarde o temprano su mujer emprendería el camino a San Sebastián, así que prefirió no discutir, ofrecerle parte de sus ahorros, rogarle que volviera al cabo de unos meses y asegurarle que cuidaría bien a la niña.

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      Aquella noche, mientras su hija dormía y después de escuchar el último programa de noticias en la radio más popular de Santa Teresa, << La voz de la frontera>>, Amalfitano salió al jardín y después de fumarse un cigarrillo mirando la calle desierta se dirigió hacia la parte trasera, con pasos remolones, como si temiera meter el pie en un hoyo o como si le diera miedo la oscuridad que allí imperaba. El libro de Dieste seguía tendido junto a la ropa que Rosa había lavado aquel día, una ropa que parecía hecha de cemento o de algún material muy pesado pues no se movía en absoluto mientras la brisa, que llegaba a rachas, mecía el libro de un lado a otro, como si lo acunara a disgusto, o como si pretendiera desprenderlo de las pinzas que lo sujetaban al cordel. Amalfitano sentía la brisa en su cara. Estaba sudando y las ráfagas irregulares de aire le secaban las gotitas de transpiración y ocluían su alma

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      Para Ivánov un escritor de verdad, un artista y un creador de verdad era básicamente una persona responsable y con cierto grado de madurez. Un escritor de verdad tenía que saber escuchar y saber actuar en el momento justo. Tenía que ser razonablemente oportunista y razonablemente culto. La cultura excesiva despierta recelos y rencores. El oportunismo excesivo despierta sospechas. Un escritor de verdad tenía que ser alguien razonablemente tranquilo, un hombre con sentido común. Ni hablar demasiado alto ni provocar polémicas. Tenía que ser razonablemente simpático y tenía que saber no granjearse enemigos gratuitos. Sobre todo, no alzar la voz, a menos que todos los demás la alzaran. Un escritor de verdad tenía que saber que detrás de él está la Asociación de Escritores, el Sindicato de Artistas, la Confederación de Trabajadores de la Literatura, la Casa del Poeta. ¿Qué es lo primero que hace uno cuando entra en una iglesia?, se preguntaba Efraim Ivánov. Se quita el sombrero. Admitamos que no se santigüe. De acuerdo, que no se santigüe. Somos modernos. ¡Pero lo menos que puede hacer es descubrirse la cabeza! Los escritores adolescentes, por el contrario, entraban a una iglesia y no se quitaban el sombrero: se reían, bostezaban, hacían mariconadas, se tiraban flatulencias. Algunos incluso aplaudían.

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      Durante muchos años la casa de Archimboldi, sus únicas posesiones, fueron su maleta, que contenía ropa y quinientas hojas en blanco y los dos o tres libros que estuviera leyendo en ese momento, y la máquina de escribir que le regalara Bubis. La maleta la cargaba con la mano derecha. La máquina la cargaba con la mano izquierda. Cuando la ropa se hacía un poco vieja, la tiraba. Cuando terminaba de leer un libro, lo regalaba o lo abandonaba en una mesa cualquiera. Durante mucho tiempo se negó a comprar un ordenador. A veces se acercaba a las tiendas que vendían ordenadores y les preguntaba a los vendedores cómo funcionaban. Pero siempre, en el último minuto, se echaba atrás, como un campesino receloso con sus ahorros. Hasta que aparecieron los ordenadores portátiles. Entonces sí que compró uno y al cabo de poco tiempo lo manejaba con destreza. Cuando a los ordenadores portátiles se les incorporó un módem, Archimboldi cambió su ordenador viejo por uno nuevo y a veces se pasaba horas conectado a Internet, buscando noticias raras, nombres que ya nadie recordaba, sucesos olvidados. ¿Qué hizo con la máquina de escribir que le regaló Bubis?
¡Se acercó a un desfiladero y la arrojó entre las rocas!

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Roberto Bolaño. “2666”. 2004, Anagrama.



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