Frente al silencio.

Frente al silencio.

domingo, 27 de enero de 2019

Pedro Mairal



Fragmentos:



      La conocí en el festival al que me invitaron en Valizas. Duró de un viernes a un lunes, el último fin de semana de enero. Vos te quedaste con Maiko en lo de tu hermana, en el country. Fue divertido el viaje porque había otros escritores. Todo el lugar era bastante hippy, con cuartos de varias cuchetas y baños compartidos. El ciclo de lecturas y mesas redondas fue una gran excusa para conocer gente, caminar por los médanos, fumar, escuchar opiniones, teorías disparatadas, reírse, meterse al mar, ponerse al día con los chismes del mundito literario. Las lecturas fueron buenas, pero me interesó más la periferia. Conocerlo a Gustavo Espinosa, por ejemplo, tomar mate con él, hablar de “Las arañas de Marte>>... Deambulábamos por ahí. El lugar estaba repleto de niños bien jugando a ser mendigos por un mes. Rubios harapientos, rastafaris de universidad privada, músicos a medias, artesanos temporarios, malabaristas full time. Tenía su encanto el lugar, y uno podía desplazarse entre guitarreadas, donde cantaban <<A redoblar, muchachos, la esperanza>> o esa de Radiohead que dice <<You are son fucking especial>>. Y había mateadas, círculos canábicos, grupos tocando percusión. Algunos hacían todo eso junto. Mucha barba rala, crenchas, peinados salitrosos de una impasse de semanas con el champú, chicas con melenas y actitudes primitivas y grandes ojos verdes, sorprendentes, vestidas con una mezcla de buzos de gimnasia y telas étnicas, onda Bali, Bombay, alusiones budistas, africanismos sobreactuados, carpas desparramadas entre las dunas, campamentos, la cumbre del estilo homeless chic. La marihuana en seguida me hizo sentir parte. Un cuarentón flotando entre los veinteañeros.

***



      Cuando se escribe, creo, es difícil convencer al lector de que una persona es atractiva. Uno puede decir que una mujer es hermosa, que un hombre es guapo, pero ¿dónde está la chispa deslumbrante, en la mirada del narrador, en la obsesión? ¿Cómo mostrar con palabras la exacta conjunción de rasgos de una cara que provocan esa locura sostenida en el tiempo? ¿Y la actitud? ¿Y la mirada? Solo puedo decir que ella tenía una nariz uruguaya. No sé cómo explicarlo mejor. Esas narices de la Banda Oriental, bien llevadas, como una leve comba, un puente alto, como la erre de su nombre, el desafío etarra de su linaje vasco, en su nariz. Ni un grado más ni un grado menos de ese ángulo, y ahí estaba la matemática secreta de su belleza. ¿Y los ojazos verdes, y su boca de besos constante? Sí, sumaban a lo sexy, pero sin la altura de su napio bélico Guerra no hubiera sido Guerra.

***





      ¿Cuál era mi destreza? ¿Combinar palabras ¿Armar frases elocuentes y expresivas? ¿Qué sabía hacer yo al fin y al cabo? Cada vez que gané guita en mi vida, ¿fue a cambio de qué? Juntar palabras en una hoja no me había dado mucha plata. Enseñar, un poco más, quizá. Mis clases en la facultad, mis cursos de redacción, mis talleres. El truco de los talleres era no intervenir demasiado, contagiar entusiasmo literario, dejar que la gente se equivoque y se dé cuenta sola, alentar, guiar, dejar que el grupo se mueva por su cuenta, que cada uno encuentre eso que está buscando y se conozca mejor. Algo así. Por eso me pagaban en instituciones y universidades. Pero ahora era distinto, ahora me estaban dando plata para que me sentara a escribir. Les quedaba debiendo. Y la deuda era algo invisible que estaba oculto en mi cerebro. Un sucesión de imágenes relatadas que debían salir de mi imaginación. Aquello con lo que yo tenía que pagar no existía, no estaba en ningún lado. Había que inventarlo. Mi moneda de cambio eran una serie de conexiones neuronales que irían produciendo un sueño diurno, verbal. ¿Y si no funcionaba esa máquina narrativa?

***



      Esto se acaba. Se termina mi crónica de ese martes. La última cuadra la hice entre gemidos y resoplidos. Lo que quedaba de mí llegó a la puerta del edificio. Justo salía la vecina del décimo, la que bajaba con su caniche a las reuniones de consorcio. Entré, subí en el ascensor. Mi facha en el espejo era de espanto. No era el mismo que había bajado esa mañana en ese ascensor. Palidez mortal, los ojos hundidos, el pelo revuelto, la ropa arrugada, fuera de escuadra, asimétrico, encorvado, sucio, apaleado, culposo y lleno de kilómetros. Y con la música para mi hijo en la mano. Habían pasado diecisiete horas. Las cosas que había vivido esa mañana la felicidad en el ómnibus, por ejemplo parecían haber sucedido hacía mucho tiempo. Había sido un día largo. ¿Cómo habría sido el tuyo, desde la mañana cuando nos despedimos hasta ahora? ¿Y el de Guerra? ¿Y el de su novio César? ¿Y el de Mr. Cuco? Ojalá la muerte sea saberlo todo. Por el momento no queda más remedio que imaginar. Si yo pudiera contar el día exacto de ese perro con todos sus detalles, olores, sonidos, intuiciones, idas y vueltas, entonces sería un gran novelista. Pero no tengo tanta imaginación. Escribo sobre lo que me pasa.

***



Pedro Mairal. “La uruguaya”. 2017, Libros del Asteroide.






miércoles, 23 de enero de 2019

Pascual Gálvez y Gabriel Muñiz










Fotografías con sus correspondientes Haikus:



Arpa del arte.
Restaña agua de luz.
Remiendos tañe





Juegan a ser
horizontes humanos.
Flota al caer





Entre la ruina
germinan los recuerdos
de la alegría





Ondula el agua
bajo la sombra recta.
Sol de infancia





Atenazada,
mordida y oxidada,
canta la pava



Pascual Gálvez y Gabriel Muñiz. 2019, "Haz y Envés de la mirada".




lunes, 21 de enero de 2019

Marcial




¡Cuidado con los críticos!

Si en estos pliegos, lector mío, encontrases algunas palabras
demasiado oscuras o poco latinas,
no se debe a errores míos: fue el copista quien los hizo
por apresurarse en contar los versos para ti.
Pero su consideras que las faltas no son suyas, sino mías,
entonces yo pensaré que tú no tienes ni idea.
<<Con todo, son malos estos versos.>> ¡Cómo si yo negase lo
              evidente!
En efecto, son malos, pero tú no los haces mejor.







Una vida feliz

Éstas son, mi querido Marcial,
las cosas que haen una vida más feliz:
bienes no logrados con sudor, sino heredados;
un campo generoso, un hogar encendido;
pleitos, nunca; galas, pocas; una mente tranquila;
fuerzas apropiadas, un cuerpo sano;
una sencillez discreta, amigos semejantes;
comidas ligeras, una mesa sin complicaciones;
la noche sin vino y libre de inquietudes;
un lecho alegre y, no obstante, casto;
un sueño que haga cortar las tinieblas;
desea ser lo que eres, no prefieras nada;
y no temas el día supremo, ni lo ansíes.





ANTOLOGÍA DE LA POESÍA LATINA. 2004, Alianza Editorial.



jueves, 17 de enero de 2019

Ángel González




ÁSPERO MUNDO




TE TUVE...


Te tuve
cuando eras
dulce,
acariciado mundo.
Realidad casi nube,
¡cómo te me volaste de los brazos!

Ahora te siento nuevamente.
No por tu luz, sino por tu corteza,
percibo tu inéquivoca
presencia.
... agrios perfiles, duros meridianos,
¡áspero mundo para mis dos manos!






PORVENIR


Te llaman porvenir
porque no vienes nunca.
Te llaman: porvenir,
y esperan que tú llegues
como un animal manso
a comer en su mano.
Pero tú permaneces
más allá de las horas,
agazapado no se sabe dónde.
... Mañana!
                   Y mañana será otro día tranquilo
un día como hoy, jueves o martes,
cualquier cosa y no eso
que esperamos aún, todavía, siempre.






OTRAS VECES


Quisiera estar en otra parte,
mejor en otra piel,
y averiguar si desde allí la vida,
por las ventanas de otros ojos,
se ve así de grotesca algunas tardes.

Me gustaría mucho conocer
el efecto abrasivo del tiempo en otras vísceras,
comprobar si el pasado
impregna los tejidos del mismo zumo acre,
si todos los recuerdos en todas las memorias
desprenden este olor
a fruta mustia y a jazmín podrido.

Desearía mirarme
con las pupilas duras de aquel que más me odia,
para que así el desprecio
destruya los despojos
de todo lo que nunca enterrará al olvido.









HOY


Hoy todo me conduce a su contrario:
el olor de la rosa me entierra en sus raíces,
el despertar me arroja a un sueño diferente,
existo, luego muero.

Todo sucede ahora en un orden estricto:
los alacranes comen en mis manos,
las palomas me muerden las entrañas,
los vientos más helados me encienden las mejillas.

Hoy es así mi vida.
Me alimento del hambre.
Odio a quien amo.

Cuando me duermo, un sol recién nacido
me mancha de amarillo los párpados por dentro.

Bajo su luz, cogidos de la mano,
tú y yo retrocedemos desandando los días
hasta que al fin logramos perdernos en la nada.





POÉTICA

A LA QUE INTENTO A VECES APLICARME


Escribir un poema: marcar la piel del agua.

Suavemente, los signos
se deforman, se agrandan,
expresan lo que quieren
la brisa, el sol, las nubes,
se distienden, se tensan, hasta
que el hombre que los mira
adormecido el viento,
la luz alta
o ve su propio rostro
o transparencia pura, hondo
fracaso no ve nada.







Ángel González. "Poemas". 1988, CÁTEDRA Letras Hispánicas.




lunes, 14 de enero de 2019

Alejandro Hermosilla




Al fin y al cabo, Martillo es un libro dichoso.

Parece haber sido diseñado, al igual que muchos de los antiguos laberintos, como una trampa para atrapar demonios.

Sorber la nostalgia y la tristeza en su interior.

Y encerrar entre sus páginas el espíritu de quienes aspiran a aumentar de tamaño la puerta entre el infierno y nuestro mundo.

Como si fuera una sala impermeable, una cámara vacía que ahogara las acciones y gestos que cualquiera de las sombras pudiera realizar.

Esos efrits azules y rojos que se transforman en pájaros para, con sus cantos, intentar embaucarnos y que abramos el cofre o habitación donde se encuentran enjaulados.

Me siento por estos motivos afortunado cada vez que me sumerjo en sus páginas.

Sus hermosas palabras abren un boquete en mi corazón, ese cofre de bronce que únicamente he mostrado a algunas mujeres, por el que se adentra un ave.

Acaso una golondrina.

Un radiante animal que, al piar y desplazarse libremente entre mi cuerpo y sangre, me hace disfrutar de una felicidad incomprensible.







Alejandro Hermosilla. “Martillo”. 2014, Editorial Balduque.



domingo, 13 de enero de 2019

Sam Shepard




PICAZO


      Los perros corren con el ganado. Zigzaguean de un lado para otro. Con la nariz cerca del suelo, pegada al olor de un rastro. Pequeñas hogueras dispersas en campo abierto. Un potro muy menudo picazo y de ojos azules se ha prendado de mí en la ciudad y me ha seguido hasta aquí. Ha venido corriendo como si me conociera. Soy muy flaco, estoy bronceado, voy descalzo, tengo quizá trece años. Estoy estirando una camiseta sobre mis costillas huesudas. Este potrito (no es un poni) es como un perro en sus muestras de afecto. Me mira directamente a la cara con una muda interrogación. No sé si está hambriento o no. No parece que esté buscando comida. Está lo bastante rollizo. Es de un color beige claro, con manchas blancas irregulares, como un pinto. Hace ya un calor abrasador y apenas ha salido el sol. De repente hay gente alrededor. Todos parecen llenos de energía e intención: resueltos. Se traen algo entre manos. Todas las chicas me conocen como si fuera su hermano. Van de una hoguera a otra con bultos de ropa, como si hicieran las maletas para un viaje. Nadie está triste. Nadie se lamenta. (Yo suelo estar inexplicablemente triste cuando hago la maleta.) Todos son jóvenes, por debajo de los treinta. No hay música. No hablan. Parece un acuerdo tácito del que estoy excluido. Las colinas circundantes son desoladas y todo parece como en mitad de Dakota del Sur, cerca de Kadoka. No hay amenazas alrededor. Estamos solos. Ganado negro salpica el paisaje y se desplaza a través del humo, fuera y dentro de las hogueras. Ninguno de los becerros berrea. No hay cerca. No hay alambrada. Todos vamos juntos hacia alguna parte. Me siento más fuerte de lo que nunca me sentiré.





UNA CHICA QUE CONOZCO


      Ahora no hay garantía contra estas pesadillas. Me limito a dejar que aparezcan. Todas las mañanas a las 4.22 exactamente. Oscuro. He dejado una ventana abierta solo para que entre el frío aire nocturno y darles una salida a los demonios. Los demonios. La luna está en la ventana ahora. Ahí, brillando detrás de las cortinas. Con una amplia sonrisa. Se ha desplazado para darme directamente en la cara. Oigo a los perros que roncan en la cocina como los viejos. Como los viejos cuando se quedan dormidos, con tazas de té colgando de sus dedos índices delante de un fuego encendido. Esta vez soy yo el que está alto en un sofá sobre los acantilados que dominan Los Ángeles. Reconozco el lugar. Es temprano. Una urbanización antigua, como de bungalows, con un yeso calizo que se descascarilla. Me lo alquila una chica que conozco. Una chica que conozco me deja ocupar un cuartito que insiste en que perteneció a James Dean antes de que se hiciera famoso. Esta vez estoy fuera, tendido sobre un sofá rojo de vinilo, rodeado de cámaras dolly. Totalmente circundado. Varios operadores con su gorra de béisbol y la visera hacia atrás (¿quién fuel al primero al que se le ocurrió?). Dan vueltas alrededor, con los ojos succionados por el ocular de goma de las cámaras Rolleiflex. Pero en realidad no están filmando. Yo soy el público, supongo. Les veo <<simular que ruedan>> paisajes urbanos pintados con delicadeza: murales sobre láminas de contrachapado y lona. Dibujos al pastel rosa, azul y amarillo descoloridos. Todo tenue. Cambian de posición todo el rato. Los maquinistas sudan copiosamente mientras empujan a toda velocidad a los cámaras sentados. De vez en cuando se paran de repente y hacen un zoom muy cerrado de los murales antes de pasar al siguiente. Las puntas de eucaliptos gigantescos se mecen lánguidas en segundo plano. Abajo, a lo lejos, en el valle, se divisa el zigzagueo de la autopista de Santa Mónica. Aquí arriba unos sinsontes revolotean de un árbol a otro en el calor reciente. De pronto, mi sofá empieza a arder. Una chica que conozco huye corriendo.





Sam Shepard. “Yo por dentro”. 2018, Anagrama



jueves, 10 de enero de 2019

Roger Wolfe (II)



CUARENTA Y UN AÑOS


El Adagio para cuerda
de Samuel Barber
en la radio. Té con leche
en porcelana inglesa.
Buen tabaco holandés.

Por la ventana abierta,
los lentos ocres
de un crepúsculo de junio
sobre el que vertiginosos vencejos
trazan sus elipses de silbidos.

El tiempo se ha parado
como quien se detiene a mirarse
un instante en un espejo.

No quiero hablar de Dios.
Pero sí darle las gracias
por los cuarenta y un exacto años
que me han hecho falta
para vivir la intransferible plenitud
de este momento.




LA PATRIA EN LAS RAÍCES


Releyendo versos sueltos de Juan Luis Panero
a las tres de la mañana.
Un tomo de Trollope,
ya casi terminado,
está sobre la mesa.
Oigo fuera el zumbido de la térmica,
los maullidos de unos gatos,
el siseo de las ruedas de algún coche.
No sé ni dónde estoy; no me preguntes.
Ni tampoco importa.
Kavafis, Eliot, tantos otros
temieron la llegada de los bárbaros.
Yo ya no temo nada:
la barbarie nos rodea.
Pero intentando recordar de dónde vengo
y a dónde voy
trazo ahora aquí
estas palabras;
la patria en las raíces del poema.






VERDADES MATEMÁTICAS

Tú y yo, está visto,
somos líneas paralelas.

A mí de pequeño me dijeron
que dos líneas paralelas
se hacen secantes
es decir: se cruzan
en el infinito.

Vamos a tener
que armarnos de paciencia.




LA LLAMADA DE LA ESCRITURA

Necesidad de escribir, pero ¿de escribir qué?
Es bueno ser poeta. Pero la poesía
es una espera permanente; una sucesión
de tiempos muertos que de vez en cuando alumbra
la llama más o menos viva de una vela.
El escritor necesita sus cámaras y acción;
una continuidad gozosa de la idea en desarrollo.
Las palabras deben de ser el río que nos lleve.
Hace tanto tiempo que fluye este río
que ya dudo que un día sus aguas me arrastraran.
Dudo de mi nombre. Dudo de mis manos. Dudo
incluso de mi rostro; los espejos me devuelven sobresaltos.
Necesidad de escribir. Necesidad de volcarme
de nuevo en el caudal de la escritura.
Necesidad de escribir. Cualquier cosa. Lo que sea.
Se pura corriente de caudalosa letra impresa.



Roger Wolfe. "Algo más épico sin duda (Antología poética)". 2017, Editorial Renacimiento

martes, 8 de enero de 2019

Vicente Verdú




SÁBADO


      Se han marchado todos. Han salido al cine unos, mi mujer de compras, la chica con el novio. La casa está vacía, pero se escucha la huella de su presencia y la deuda del regreso. Guardo en el bolsillo el pañuelo con que mi hija se sonó antes de partir y puedo percibir el perfume de las lilas que compramos juntos hace unas horas en la mañana del sábado. Todavía ondea, de otra parte, el aroma moribundo del guisado bajo el imperio del detergente que ha dejado en ayunas la cocina. No sé bien qué hacer. Bastaría levantarme de la silla para conjurar su impertinencia en ese ámbito donde se convoca la paz naturalmente y yo, a fin de cuentas, como observador, quedaría exento de ser enumerado entre los habitantes del piso. He rehusado salir para redactar unos folios, pero una vez aquí soy consciente de la imperfección y la redundancia del proyecto. ¿Voy a escribir sobre lo que existe por sí mismo? ¿Voy a repetir mutilando de atributos aquello que auntónomamente pervive y no solicita asistencia? La casa se encuentra en equilibrio y ni siquiera el ruido del teclado alcanza a desbaratar su estado. Cada vez que detengo las pulsaciones se impone un silencio lento y un poder que no llego a rozar abate la voluntad de incidir todavía en su curso. La familia abastece y desprovee el destino de estos tabiques en los que ahora, a solas, descubro separados de mi decisión. Debería, de acuerdo con la marca que se manifiesta en esta calma, cesar de escribir y rehuir la pretensión de una soledad adueñada. En este punto comprendo que sería coherente incorporarme y permitir que las circunstancias siguieran porque soy yo el único que interfiere con mi pugna. Suspendo por tanto las pulsaciones y escucho. ¿Para qué escribir? Bastaría asumir la evidencia. Dejarla manar y recibirla, poner oído y vista a su transcurso. La escritura no produce más efecto que desarreglar el orden o arrogarse el falso derecho a reordenar y, de esta manera, justificar las culpas. ¿Me justifico? Nadie me requiere para escribir. ¿Mi mujer disponiendo las lilas para el salón? ¿Mi hija acogiendo el pañuelo para sonarse confiadamente? ¿Yo redimiéndome?
Alguna solicitud existe desde un centro ignorado que me mantiene ante las teclas. Pero el teclado no es nada sin mí y es todo sin mí también, aunque se comporta como el remedo de un órgano de existencia recíproca y abandonarlo significa dejarme enfermar más. Ésta es la medrosa y mejor razón por la que escribo: el motivo probable de perseguir alivio y diferencia en medio de una estación que no demanda. Cada objeto se encuentra ajustado a su emplazamiento, los paños de cocina pendiendo de los adhesivos de plástico, las servilletas plegadas en el cajón, las sábanas y las colchas acopladas y llanas. Deambulo por el pasillo y los cuartos, y uno a uno los enseres viven ajenos a mi comportamiento. El único que pretende alterar la continuidad de la materia soy yo escribiendo. Nadie me reclama. Mis hijos en el cine o mi mujer seleccionando una compra encuentran la avenencia entre lo que pretenden y consiguen. Soy yo el intruso que, en este retablo de personas y objetos, se erige en vano perturbador. Pero ¿cómo compartibilizar la tarea de escribir con una apariencia coordinada? ¿Cómo ajustar la innecesaria necesidad de escribir con la inmejorable especie del silencio? ¿Escribir? ¿Escribir otra vez?
      Son ya las siete y cuarto de la tarde y la luz ha decrecido. Por la derecha el papel se extiende una claridad raída, visiblemente deducida del pasado. Me asomo a contemplar las hileras de coches que en direcciones opuestas se detienen ante el semáforo. Ninguno de sus ocupantes escribe. Escuchan la fluencia de la radio, respetan como animales adiestrados la sucesión de señales, se comportan según un modelo de concordia que excluye el instinto de escribir. Para mi mujer, para mis hijos, sería equivalente un padre de familia con empeños de cualquier otro género. ¿Por qué permanecer aquí, a riesgo de ser juzgado y condenado por todos y, en primer lugar, por uno mismo? La escritura es arrogancia. Deseos de no aceptar que en la oscuridad de un cine, o en la inundación del amor, la vida siempre es más dúctil y benévola que la merecida penitencia de lo que se ha escrito. Ahora mismo ha sonado el timbre. No son ellos. Se trata de alguien que ha equivocado el piso. No tengo otro remedio que continuar aquí.





Vicente Verdú. “Cuentos de matrimonios”. 2000, Anagrama

miércoles, 2 de enero de 2019

Roger Wolfe (I)





LA MORT DANS L´ÂME


Somnolientas sombras se van desdibujando
por el ahíto abandono de tu cuerpo.

Una desgana infinita te empalaga.

Afuera la lluvia trae el día,
en tristes remolinos barrenando
de angustia la ciudad, decapitadas
las farolas por la bruma de la aurora.

Te levantas y enciendes
tras la persiana un cigarrillo.

Ya se acerca en tropel la incertidumbre.

Miras dentro de ti. Y deseas que termine
de una vez esta comedia ingrata.
Y que el olvido te abrace para siempre.




EL VASO


Siéntate
a la mesa.
Bebe un vaso
de agua. Saborea
cada trago.
Y piensa
en todo el tiempo
que has perdido.
El que estás perdiendo.
El tiempo
que te queda por perder.





EL EXTRANJERO


Me asomo a la terraza.
Una mujer se arregla el pelo
delante de un espejo
en el edificio de enfrente
de mi casa.
Estaba leyendo
a Dostoyevski. Cierro el libro,
lo dejo encima de la mesa,
me siento y abro
otra cerveza. Qué aburrido,
Dostoyevski, la cerveza,
las mujeres, los libros,
los espejos. Qué aburrido
sentarse y esperar la muerte
mientras la gente fornica,
come, trabaja o se solaza
bajo el sol raído de septiembre,
y uno sabe, positivamente,
que nada va a ocurrir.




MALA CONCIENCIA


A veces
cuando el pasado regresa
para torturarme
pienso en la mujer
de William Burroughs.
En su cabeza.
En la manzana
o el vaso,
o lo que fuera
que se puso encima.
En la pistola
que empuñó su marido
para volarlo todo
por la habitación.
Apenas he leído a Burroughs.
Pero es extraño,
las muchas maneras
en que una persona
te puede ayudar.






LAS PALABRAS


Las palabras son inútiles, tercas, retorcidas
como tornillos que no entran rectos.
Y me cansan. Pero son lo único que tengo.
Los juguetes de un niño pobre.
Yacen destripadas a mi alrededor.
Todo su encanto se derrama por sus vientres abiertos.
El mecanismo hace tiempo que dejó de resultar
intrigante o atractivo.
No hay desafío. No hay chispa. No hay color.
El mundo es tan gris como mi asco.
Las palabras son los puntales de mi abulia.
Pero son lo he dicho, lo repito lo único que tengo.




EPITAFIO


Aquí yace un hombre
que era alto
delgado
y solitario
y se pasaba la vida
sentado en la penumbra de cocinas
de casas de arrabal
bebiendo té
fumando cigarrillos
y preguntándose
por el sentido de las cosas.



Roger Wolfe. "Algo más épico sin duda (Antología poética)". 2017, Editorial Renacimiento